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25 febrero 2020

¡No me hable usted de la Guerra!




España y la Gran Guerra 
(1914-1918)

por Enric Ucelay-Da Cal 
RdL


Nota sobre el autor.

Un interesante ensayo que enfoca la posición española en la GRAN GUERRA (escrito en 2005). Enric Ucelay-Da Cal, es un historiador español (nacido en New York) cuya especialidad es la Historia Contemporánea, siendo hasta su jubilación (2018) catedrático emérito de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona.

El autor refiere en su estudio a dos conocidos libros: "Los Cañones de agosto: Treinta y un días de 1914 que cambiaron la faz del mundo" de Barbara Wertheim Tuchman, editado en castellano por Península, Barcelona (2004); y, la "Primera Guerra Mundial" de Hew Strachan, publicado por Crítica, Barcelona (2004).

Una nota de Wikipedia explica que el autor desde muchos años atrás trabaja con jóvenes y prometedores investigadores, así como con profesores de la talla de Francisco Veiga, el principal investigador español sobre la Europa del Este; Joan Maria Thomàs, especialista en la historia de la Falange Española; Xavier Casals, el mejor conocedor sobre el neonazismo en España; Ferran Gallego, historiador del nacionalismo en Bolivia y Alemania; Florentino Rodao, el mejor especialista español sobre relaciones hispano-japonesas en las décadas de 1930 y 1940; Xosé M. Núñez Seixas, especialista en nacionalismo español; David Martínez Fiol, que ha investigado la recepción entusiástica de la Primera Guerra Mundial en España; y Arnau González Vilalta, historiador especializado en diversos temas de Historia Contemporánea.

La investigación historiográfica de Enric Ucelay-Da Cal se ha centrado en la historia contemporánea de España y Cataluña, el nacionalismo español y catalán, abarca temas específicos como el papel del separatismo catalán (Estat Català) durante la Segunda República española y la Guerra Civil española; el análisis del concepto de «populismo» en España​ y sus conexiones con América Latina; las dinámicas regionales vinculadas a una historia «nacional» general, o la antropología de la religión como método para interpretar la Guerra Civil española.

Enric Ucelay-Da Cal ha publicado más de 350 artículos académicos en revistas especializadas y es autor de libros en español, catalán, inglés, francés e italiano, así como de diversas reseñas de obras especializadas. 

* El subtítulo, así como todo el material gráfico y las notas resaltadas en color son añadidos por el editor de este blog.


***

El estallido de la contienda europea en agosto de 1914 suscitó de inmediato el interés de la opinión pública en España, si bien con cierta reserva: el conflicto –se entendía de forma generalizada– era importante, pero también lo era que el país se mantuviera al margen. Ante el decantamiento de los simpatizantes por uno u otro de los dos bandos que dividieron «el mundo civilizado», hubo muchos que pusieron en su botonera un pin que rezaba: «¡No me hable usted de la Guerra!». Fueron tildados de «pancistas» por quienes se sentían literalmente comprometidos con uno u otro de los contendientes.

La guerra que estalló en agosto de 1914 era la primera contienda generalizada que se producía en el continente desde 1815, ya que incorporaba a un tiempo a todos los principales Estados: la totalidad de los conflictos bélicos a partir de la Paz de Viena habían sido bien pugnas entre un par de grandes potencias (más algunos Estados menores), bien enfrentamientos internos de facciones dentro de un Estado (aunque algún grande metiera sus narices), bien luchas en «ultramar», guerras llamadas «pequeñas» entre fuerzas de «blancos» y «atrasada» gente de «color». España luchó contra Napoleón (1808-1813), asistió de modo poco lucido al Congreso de Viena y, a partir de entonces, se mantuvo al margen de las rivalidades europeas de las grandes potencias y sus batallas, si bien se había pasado el siglo XIX en una situación bélica casi permanente entre las guerras civiles peninsulares y las insulares, en especial en Cuba, amén de sus reiterados escarceos en Marruecos. Así, trajo cola –y mucha– el hecho de que los españoles no se metieran en la lucha que inicialmente se dio en llamar la «Guerra Europea», pero que pronto se bautizaría, por sus dimensiones humanas, como la «Gran Guerra» y que a la larga quedaría inscrita en la memoria como la «Guerra Mundial» por sus vastas implicaciones geográficas. Al mantenerse al margen de las dos contiendas europeas, España se quedó fuera literalmente del sufrimiento compartido, las culpas comunes y los miedos a las segundas partes que han forjado, a golpes, la conciencia europea contemporánea. Su manera de aproximarse ha sido una proyección desde sus traumas particulares.


España permaneció neutral durante la IGM, igual que los Países Bajos, sin embargo la contienda repercutió en la vida social, política  y económica, un efecto que concuerdan muchos analistas es que España vivió aislada en Europa por largo tiempo. A ello se sumaba las recientes pérdidas de su imperio de Cuba, Guam, Filipinas y Puerto Rico, dejando de ser una potencia colonial e imperial. Declarada la guerra en Europa en 1914, España se declaró estrictamente neutral, España no estaba preparada para una nueva guerra y carecía de recursos materiales. A través del rey (Alfonso XIII) España asumió un rol arbitral y centro de información para soldados y civiles desaparecidos, organizando también la  repatriación de soldados heridos. No obstante, es conocido que el ejército español, la aristocracia y la iglesia apoyaban a los alemanes y éstos manejaban algunos intereses en tierras españolas; y, también hubo partidarios de los aliados que eran financiados con dinero británico. El estatus de neutralidad permitía a España suministrar productos a los dos bandos en contienda, en beneficio de pocos naturalmente. Hubo un periodo de descontento hacia las autoridades con protestas y motines ya que se notaba el deterioro económico que se agravó cuando los submarinos alemanes hundieron barcos de la flota mercante española en los puertos que abastecían a los aliados. Y para agravar las cosas apareció una epidemia mundial en 1918 que es conocida mundialmente como la "gripe española" sin que la enfermedad tuviera algo que ver con España, se dice que posiblemente provenía de los Estados Unidos. La denominaron "gripe española" debido a que la prensa de la España neutral fue la primera en informar de la aparición del virus que cobraría millones de víctimas. Se cree que el virus se transmitió masivamente al final de la guerra, en noviembre de 1918, con el retorno de las tropas y los masivos recibimientos (Nota del editor del blog).

A los millones de muertos en los campos de batalla se debió agregar los cincuenta millones de fallecidos debido a la epidemia de gripe de 1918.

En un principio, esta neutralidad española parecía ventajosa para toda la «opinión», que, como en otros países, implicados o no, dio por supuesto que, tras unos grandes embates en el otoño, la cuestión quedaría claramente resuelta y podría llegarse a alguna suerte de acuerdo diplomático. Del mismo modo que, en buena medida, los uniformes militares del verano de 1914 todavía conservaban mucho del colorido y la fantasía del apogeo militarista napoleónico de hacía un siglo, se esperaba una lucha entre ejércitos grandes de rápidos movimientos envolventes (como en las contiendas europeas que cerraron las revoluciones de 1849, o los enfrentamientos de 1859, 1864, 1866 y 1870).Todo debía durar unas semanas, a lo más quizás unos meses, con el clímax de unos combates sangrientos y un final concluyente. Pero el otoño se hizo invierno, y después llegó la primavera de 1915, y la guerra continuaba.

La contienda demostró tener una endemoniada capacidad para eludir todo control, salirse de los planes y de los planos de los gabinetes y los estados mayores, y extenderse. Austria-Hungría creyó poder subordinar a Serbia en lo que habría de ser la «Tercera Guerra Balcánica», pero entonces intervino Rusia, tradicional protector serbio. La amenaza rusa implicó a los alemanes y, por tanto, a los franceses y esto, a su vez, a los británicos. Todas las potencias de rango creyeron, por una razón estratégica u otra, que no tenían más remedio que implicarse o arriesgarse a unos costes políticos superiores. Y, en los países involucrados, estas razones resultaron convincentes para casi todos los políticos, incluidos los socialistas y sindicalistas, quedando al margen del consenso sólo unos pocos pacifistas religiosos y algunos revolucionarios muy aislados.

Pero tal y como había sucedido ya en la Guerra Civil norteamericana (1861-1865) y en la contienda ruso-japonesa (1904-1905), la fluidez de los transportes, con su capacidad de movilizar tropas, hubo de ceder ante la capacidad creciente de fuego que había aportado la nueva tecnología bélica desarrollada en las décadas anteriores. A finales de 1914, los frentes se estabilizaron y así se mantuvieron, a pesar de todos los esfuerzos de un «generalísimo» tras otro –en ambos bandos–, empeñados en gastar hombres, material y animales en un «ataque decisivo» que, de modo «definitivo», habría de romper la línea enemiga y recuperar la dinámica de la lucha. Mediante los bombardeos concentrados, se removió inútilmente el barro en los vastos lodozales en que pronto se convirtieron los campos y bosques accidentalmente divididos por trincheras. Allí –es una imagen del todo codificada– murieron miles de hombres en las ofensivas que fueron sucediéndose, y los frentes no cedían más que unos pocos metros.




En los dos bandos beligerantes se abrigaba la esperanza de que surgieran nuevos flancos externos por medio de la alianza oportuna: en noviembre de 1914 entró Turquía en la guerra del lado de los «Imperios Centrales», a lo que se respondió con un ataque en los Dardanelos, alargado sin éxito. En mayo de 1915 Italia se apuntó a las «potencias aliadas» y en octubre fuerzas aliadas desembarcaron en Grecia, estableciendo un gobierno simpatizante frente al constituido en Atenas. Como réplica, en noviembre de este mismo año, Bulgaria se adhirió a los «centrales». El año siguiente, en marzo, Portugal declaró la guerra a Alemania; en agosto, Rumanía apostó, desastrosamente, por los «aliados». Era una cadena de atracciones imparable: finalmente, en junio de 1917, Grecia se pasó oficialmente a los «aliados». Entre las «potencias menores», el argumento para participar era siempre el mismo: si no entramos ahora, teniendo en cuenta que «la Guerra va a decidirse» en pocas semanas, nuestras exigencias no habrán de verse atendidas en la conferencia de paz final. En la primavera de 1917, cuando también entró Estados Unidos en la lucha (en abril), literalmente toda la ribera de la cuenca mediterránea (incluyendo la del mar Negro) estaba inmersa en la guerra, ya que las colonias y protectorados franceses, británicos e italianos del norte de África se vieron involucrados en la contienda, mientras que otros países, como la recién inventada Albania, se vieron engullidos e invadidos, por más que pretendieran permanecer neutrales. Excepto España.

Aun así, en el marco político español, desde finales de 1914 empezaron a surgir voces que reclamaban tomar partido. Se trataba, por supuesto, de los extremos: la derecha de los legitimistas, los republicanos radicales, los ultracatalanistas, si bien, en una de sus muchas fintas, el conde de Romanones diera a entender que, posiblemente, la «intervención» no le vendría mal. 

Alfonso XIII, con habilidad, resolvió sus tensiones familiares (la reina era inglesa y la antigua regente, austríaca) dedicándose a labores en pro de los prisioneros de guerra, lo que redundó en favor de la Corona en el extranjero, una cuestión ampliamente estudiada desde entonces por los comentaristas españoles (¿por qué será?) (1).



Soldado británico en una trinchera llena de agua en Bélgica. El temido "pie de trinchera" mató alrededor de 75.000 soldados británicos.

Si la esencia de la modernidad era el acceso a la velocidad, la «Gran Guerra» significó un cambio profundo en la propaganda: la cámara de cine estaba físicamente en el campo de batalla, igual que la cámara fotográfica instantánea, lo cual significaba acción en directo (aunque con frecuencia estuviera trucada). Así, la nueva industria de la impresión y de los medios de comunicación se puso a servir el conflicto diariamente, semanalmente, en todo tipo de publicaciones –revistas ilustradas, fascículos–, además de los noticiarios cinematográficos. Esta intimidad visual, más la manipulación de las informaciones a que se dedicaron ambos bandos, ansiosos de convertir a los neutrales en activos partidarios de su causa, causó un profundo impacto en la conciencia española. La consecuencia directa fue que se dividió la «opinión política» entre «aliadófilos» (en verdad, más bien francófilos) y «germanófilos» (aunque Austria-Hungría era la potencia católica por excelencia). La destrucción en Bélgica y el norte de Francia escandalizó a las izquierdas, que apelaban, además, a la defensa de los «pequeños países» (Serbia, Bélgica) aplastados por el militarismo. El manifiesto de una multitud de científicos alemanes a favor de las acciones de sus combatientes fue utilizado como muestra de la desfachatez de «los hunos», como fueron apodados los germanos, ya que se les suponía la esencia de la barbarie. Por el contrario, a las derechas les repugnó el cinisimo con el que los «aliados» utilizaban los buenos sentimientos en defensa de sus intereses más bajos. Era, pues, lo que el muy partidista Unamuno llamó la lucha moral entre «los hunos y los otros». Y ahí se quedó España, sentimentalmente implicada, si bien de modo cruzado, con cierto sentido de su superioridad por saber quedarse al margen del «holocausto» (como se llamó pronto la carnicería), pero cobrando buenos dineros por todo lo que podían producir sus campos y sus fábricas. La «Guerra Mundial», pues, cuajó el discurso del excepcionalismo español, tan anunciado por los «noventayochistas», y que ha dominado la discusión sobre «el problema de España» desde entonces hasta la entrada en la Unión Europea en 1985.

La ironía fue que la «Guerra Mundial» formó el mito fundacional de la modernidad como ruptura, tal y como se entendería esta idea a lo largo del siglo XX: hasta los artistas vanguardistas han sido reinterpretados como profetas del significado de la contienda (2). Como ha observado el economista Peter Temin en un brillante ensayo acerca de la «crisis» financiera internacional de los años treinta, la contienda fue el punto de partida de las «catástrofes» que se sucedieron, la censura decisiva, el antes y después, la negación de las ingenuidades decimonónicas acerca del «progreso» y el humanismo, incluso en el ámbito productivo y financiero (3). Al quedarse fuera, España se estableció, en efecto, como un país diferente.  A pesar del «pistolerismo» de los años de posguerra, su «Belle Époque» duró hasta finales del primorriverismo. Vivió un «desastre» militar en Marruecos en 1921, su impacto bélico particular y castizo. Luego su hundió en la Guerra Civil de 1936-1939, que sirvió como la rasgadura equivalente a haber vivido la Primera Guerra Mundial, a la vez que excusa para no participar en la segunda contienda mundial, que comenzó en septiembre de 1939, cinco meses justos después de acabado oficialmente el conflicto español.

Uno de los resultados de esta perspectiva exclusiva, y aun torcida, es la falta de interés sostenido en la Primera Guerra Mundial, ya que los españoles sólo hiceron de mirones y pronto se cansaron del alud de papel cuché que se les vino encima. Pero a veces se producen eventos editoriales curiosos, como que, noventa y un años después del inicio de la Guerra, se hayan publicado dos libros destacados, muy contrapuestos, sobre los fatídicos eventos de aquel verano. Uno es una reedición (aunque pretenda ser una «primera edición») de un clásico de divulgación, que en su ya lejano día ganó el Premio Pulitzer; el otro es una obra de ensayo –también de divulgación, por tanto–, pero de un especialista académico en historia militar. Tenemos, pues, la confrontación entre la haute vulgarisation, tan despreciada por los profesores de estos lares (tanto que no reciben ni reconocimiento ministerial ni rédito «de investigación» por tales obras), y el duro criterio del profesionalismo más especializado y actual. Pero también tenemos un libro muy impactante de 1962 con otro que le contesta desde 2003, cuarenta años después.


Trinchera alemana en el frente occidental, el "hogar" de millones de soldados de los dos bandos.


Edición de 2014 del reconocido libro de Barbara Tuchman, "The Guns of August".

La «historiadora popular» Barbara Tuchman (1912-1989) publicó The Guns of August (en la edición inglesa titulado August 1914) en enero de 1962 entre grandes elogios: se asegura que el presidente Kennedy, que se las daba de historiador, pensaba que, gracias al retrato que Tuchman hizo de las ineludibles maniobras que dieron lugar a la «Gran Guerra», había podido evitarse su repetición en la «crisis de los misiles» con Cuba y la Unión Soviética en octubre de ese mismo año. No era el primer libro de Tuchman. Al contrario, ella –nacida y casada en el seno de la «burguesía» judía más «liberal», en su sentido estadounidense– había empezado en 1938 con una obrita publicada en Londres sobre la contienda española, The Lost British Policy: Britain and Spain since 1700, y, tras bastantes años dedicados con éxito al periodismo, en 1956 publicó una obra de cierta ambición, narrada de manera competente, titulada Bible and the Sword: England and Palestine from the Bronze Age to Balfour, y, en 1958, otro libro, The Zimmermann Telegram, sobre las causas de la entrada de los Estados Unidos en la Guerra Mundial a raíz de las intrigas de los alemanes en la revolución mexicana, suceso este último que Tuchman no entendió para nada (sin embargo, la obra fue publicada por Grijalbo en México en 1960) (4).

Aunque la idea de relatar de forma amena los eventos del inicio de la «Gran Guerra» estaba flotando en el aire al aproximarse el cincuentenario de 1914 (véase, por ejemplo, 1914, de James Cameron, publicado en 1959), la recepción de The Guns of August convirtió al libro en un auténtico best seller, tanto que los historiadores profesionales miraron la obra con ojos críticos (5). La tesis de Tuchman era a la vez determinista e individualista: consideraba que las reacciones de los principales actores históricos eran decisivas, con lo que la mecánica de relaciones establecida entre tratados, diplomáticos incompetentes, militares de visión corta, errores de percepción cruzados y demás reacciones establecieron una pauta colectiva imposible de corregir o frenar, que llevó no sólo al comienzo no deseado de la contienda sino, asimismo, al resultado final, tampoco previsto. La obra, en la misma traducción de Victor Scholz ahora presentada como si fuera original, fue ya ofrecida al público español en 1979 por Argos-Vergara. Península se ha limitado ahora a reeditarla en una edición actualizada con un prólogo de otro muy competente divulgador histórico, Robert K. Massie (6). Por cierto, que sería hora de poner coto a la tiranía de los diseñadores (en este caso, Carlos Cubiero, aunque la responsabilidad puede que no sea suya): la portada de esta nueva versión muestra una muy eficaz fotografía de una tanqueta Renault, con el evidente anacronismo de que los tanques no existían en 1914, pues todavía no se habían inventado, y ello implicaría que este libro sería "Los cañones de agosto... ¡de 1917!"




Espoleada tanto por las críticas académicas como por su su éxito de ventas, Tuchman se dedicó a preparar un vasto panorama histórico de los veinticinco años de vida de Europa anteriores a la decisiva fecha de 1914: tituló su libro The Proud Tower: a Portrait of the World Before the War, 1890-1914, un texto ingente –unas seiscientas páginas de letra diminuta en la edición de bolsillo que leí como estudiante– que partía de la figura del socialista Jean Jaurés (la «torre» en cuestión) para narrar el camino hacia el cambio con una calculada técnica impresionista (la edición de 1966 fue traducida inmediatamente como La torre de orgullo por Bruguera en 1967) (7). También The Proud Tower resultó un éxito de ventas, aunque sin la fuerza de The Guns of August, con su ritmo trepidante y su descripción de las altas esferas como si de una tragedia griega, con su moira, se tratara. En 1984, Tuchman insistió en la idea en su ensayo The March of Folly: From Troy to Vietnam, tras haberse atrevido antes, en 1978, con un retrato de la correlación entre los desastres humanos y naturales del Bajo Medievo europeo en A Distant Mirror: The Calamitous 14th Century, ya publicado en castellano por Argos-Vergara en 1979, Plaza y Janés en 1990 y reeditado por Península en 2000, libro este último ya auténticamente despedazado por la crítica profesional (8).

Debe entenderse que el tema de los «orígenes de la Primera Guerra Mundial» ha sido uno de los grandes caballos de batalla (otra vez, nunca mejor dicho) de la historiografía del siglo XX. La justificación de la entrada en la guerra argüida por las diversas cancillerías –en los llamados «Libros de arco iris», porque cada uno tenía un color diferente, el Libro blanco alemán, el Libro gris austro-húngaro, el Libro amarillo francés, y así sucesivamente– sirvió literalmente para reinventar, sobre bases supuestamente científicas, la moderna historia diplomática (9). Empezaron los bolcheviques, que, en cuanto pudieron tras su golpe de noviembre de 1917, para avergonzar a los «aliados», publicaron todo lo que encontraron acerca de los acuerdos secretos «imperialistas» entre las potencias que aseguraban combatir «para acabar con la guerra» y «defender los derechos de las pequeñas naciones» (10). Acabada la contienda, la nueva República alemana, castigada con la culpa –la famosa «cláusula de responsabilidad de guerra» del tratado de Versalles–, se lanzó a la publicación sistemática de sus archivos diplomáticos en la llamada Grosse Politik (11). Por supuesto, los británicos, los franceses y los italianos respondieron. Historiadores «progresistas», en especial los norteamericanos Sidney Fay (1876-1967) y Harry Elmer Barnes (1889-1968), se cebaron entonces en las muchas hipocresías destapadas, lo que convirtió la cuestión en tema obligado para cualquier historiador especializado en «relaciones internacionales», como el francés Jacques Droz (1909-1998) o el británico Alan John Percivale Taylor (1906-1990), este último con un enfoque muy semejante al de Tuchman, pero redactado con posterioridad (12).

A unos dos años del cincuentenario de 1914 y en un ambiente ideológico dominado por el hecho de la «Guerra Fría», Tuchman recogió una tesis que venía de la misma posguerra de 1919, que, por decirlo sucintamente, consideraba que la contienda había sido una imbecilidad, prolongada por dirigentes y jefes militares de un cretinismo criminal. Se trataba de un enfoque muy popular entre la opinión pública de izquierda del siglo XX, convencida de la estulticia de todo lo que tiene que ver con las armas, además, por supuesto, de la superioridad moral inherente a la ignorancia en tales temas condenables

La sensación causada por The Guns of August en 1962 dio sus frutos en otras direcciones muy diversas, desde la famosa novela Agosto, 1914 de Alexandr Solzhenitsyn, aparecida en castellano en 1972, que describe la dinámica rusa y su temprana derrota en lo que entonces era la Prusia Oriental, hasta las versiones del año triste y fatal mediante los testimonios de la gente «normal», según la pauta establecida por la nueva historia social y la «historia oral» de los años setenta y ochenta (1914. The Days of Hope, de Lyn MacDonald, por ejemplo) (13).

A toda esta sensiblería pretende poner fin Hew Strachan (muy coqueto o discreto, no da su fecha de nacimiento en lugar alguno, pero, por sus alusiones, debe de tener los mismos cincuenta y tantos que este reseñador). Strachan es, desde 2001, Chichele Professor of the History of War en el All Souls College de la Universidad de Oxford, y, desde 2004, director del Oxford Leverhulme Programme on the Changing Character of War. Oxford University Press le encargó que escribiera una historia del conflicto de 1914-1918 que «reemplazara» A History of the Great War de Charles Robert M. F. Cruttwell, el tratamiento estándar británico de 1934, reeditado en fechas tan recientes como 1991, una petición que Strachan ha resuelto hasta ahora sólo parcialmente, con el voluminoso primer volumen, To Arms (2001; unas mil doscientas páginas), de una trilogía anunciada, The First World War 14. La respuesta crítica a esta publicación lo convirtió en el especialista sobre el tema, en marcada competencia con el contestatario Niall Ferguson, cuya obra The Pity of War apareció en 1998, y a quien, dentro de las buenas formas inglesas, Strachan evidentísimamente detesta (15). El libro La PrimeraGuerra Mundial, publicado en España por Editorial Crítica, tiene su origen en una propuesta cuya idea original vino de Channel 4, un canal de televisión británico, que propuso una serie de diez programas –un planteamiento monumental en el mundo televisivo– acerca de la Primera Guerra Mundial, a raíz de la cual se editó un libro de síntesis, The First World War: a New Illustrated History, del cual se han editado diversas versiones (manejo la de Penguin, además de la versión española). El mismo Strachan lo explica en los agradecimientos de su edición inglesa, convertida en el prólogo de la versión española (el editor se podía haber esforzado en arañar un par de cuartillas del autor para presentar mejor su obra a un público hispano). Tan profesional es Strachan como historiador militar (con una larguísima bibliografía de libros monográficos y artículos en revistas especializadas) que su única obra vertida con anterioridad al castellano era su European Armies and the Conduct of War, reeditado once veces y publicado en 1985 por el Estado Mayor del Ejército español como Ejércitos europeos y conducción de la guerra (16).


En las fotografías, Arriba: Soldados británicos se preparan en Westminster en agosto de 1914; Abajo: Soldados alemanes movilizados en Berlín en 1914.

El primer planteamiento, casi militante, de Strachan es precisamente rechazar la visión tremendista y trágica de la «Guerra Mundial» que, desde su punto de vista, se extiende desde Tuchman hasta Ferguson. Como buen historiador militar profesional, Strachan es «clausewitziano», por decirlo de algún modo: entiende el fenómeno de la guerra como una compleja interacción entre política, diplomacia y tecnología, siendo este último punto el que suele distinguir al ensayista aficionado del académico especialista, al tiempo que evita caer en el detallismo erudito a veces descerebrado de los aficionados a las armas y las máquinas, que lo conocen todo sobre un armamento determinado, pero sin saber nada más

Así, para Strachan, la «Gran Guerra» no fue trascendente, sino sólo un conflicto con muchas implicaciones en una secuencia de conflictos. Aunque el fantasma que dominaba la explicación de Tuchman era el general Schlieffen y su plan para una invasión alemana de Francia, su protagonista era «el joven Moltke» (llamado así por ser el sobrino del triunfador de la guerra franco-prusiana de 1870-1871), quien se sintió atrapado por el proyecto de su antecesor. En cambio, Strachan se permite el lujo (también hace una historia de la guerra completa, no de su primer mes) de elegir como protagonista central a Erich von Falkenhayen, caudillo germano desde mediados de septiembre de 1914 hasta agosto de 1916, sucesor del desgraciado Helmuth von Moltke, y personaje a quien raras veces se le concede tal protagonismo. El objetivo de Strachan al hacerlo así es mostrar la racionalidad de los dirigentes en lid y, por supuesto, sus muchos errores, pero sin la inexorabilidad de la versión ya tradicional presentada por Tuchman.

Para concluir, si la obra de Tuchman se mantiene viva por la habilidad narrativa de su autora y por los prejuicios digamos «progresistas», la obra de Strachan puede criticarse por su inconsciente enfoque nacionalista, ya que entiende el conflicto de modo decidido como una básica contradicción anglo-germana, y a ello subordina todas las demás causas (que no –lo cual debe enfatizarse– las explicaciones, puesto que el libro es a la vez muy legible y está bien argumentado). 

Pero si el «clásico» antibelicista de Tuchman y la versión anglocéntrica y coherente de la «Gran Guerra» de Strachan tienen en común algún mensaje para los lectores españoles, es el de hacerles conscientes de la distancia que les separa de los hechos narrados en ambas obras, aún tan actuales en otros países. Que sobre un tema de tal importancia, a las nueve décadas de su inicio, sólo puedan reeditarse en España una vieja obra y un resumen para una serie televisiva, por muy buenas que sean ambas obras –cada una a su manera–, significa que aquí lo que triunfó fue el «¡No me hable usted de la Guerra!».

Enric Ucelay-Da Cal
1. Víctor Espinós Moltó, Alfonso XIII y la guerra:espejo de neutrales [1917], Madrid,Vasallo de Mumbert, 1977; Julián Cortés-Cavanillas, Alfonso XIII y la Guerra del 14, Madrid, Alce, 1976; Julio Montero Díaz, María Antonia Paz y José J. Sánchez Aranda,La imagen pública de lamonarquía:Alfonso XIII en la prensa escrita y cinematográfica, Barcelona,Ariel, 2001; Juan Pando, Un rey para la esperanza: la España humanitariade Alfonso XIII en la Gran Guerra, Madrid,Temas de Hoy, 2002.

2. Véase la crítica de Francis Haskell, History andIts Images: Art and the Interpretation of the Past, New Haven, Yale University Press, 1993, cap. 14, «Art as Prophecy».


3. Peter Temin,Lecciones de la Gran Depresión, trad. de Eva Rodríguez Halffter, Madrid, Alianza Editorial, 1995.


4. Barbara Wertheim Tuchman, The Lost British Policy. Britain and Spain since 1700, Londres, United Editorial, 1938; íd., Bible and Sword:England and Palestine from the Bronze Age to Balfour, Nueva York, New York University Press, 1956; íd., The Zimmermann Telegram, Nueva York,Viking Press, 1958 (El telegrama Zimmermann, trad. de Enrique Tremps, Barcelona,Argos-Vergara, 1979).


5. James Cameron, 1914, Nueva York, Rinehart & Co, 1959.


6. Barbara Wertheim Tuchman, Los cañones deagosto, trad. de Victor Scholz, Barcelona,ArgosVergara, 1979.


7. Barbara Wertheim Tuchman, The Proud Tower:a Portrait of the World before the War, 1890-1914, Nueva York / Londres, Macmillan / Hamish Hamilton, 1966 (La torre de orgullo, 1890-1914:una semblanza del mundo antes de la primera guerra mundial, trad. de Fernando Corripio, Barcelona, Bruguera, 1967)


8. Barbara Wertheim Tuchman, The March ofFolly: from Troy to Vietnam, Nueva York,Alfred A. Knopf, 1984; Id., A Distant Mirror.The Calamitous 14th Century, Nueva York, Alfred A. Knopf, 1978 (Londres, Macmillan, 1979), Un espejo lejano: el calamitoso siglo XIV , trad. de Juan Antonio Gutiérrez-Larraya, Barcelona, Península, 2000. Por el contrario, fue bien recibido su estudio sobre los norteamericanos en la China durante la Segunda Guerra Mundial: Barbara Wertheim Tuchman, Stillwell andthe American experience in China, 1911-45, Nueva York, Macmillan, 1970. Debo indicar que Tuchman publicó más obras que las comentadas aquí.


9. Una excelente monografía sobre las múltiples censuras a las cuales fue sometida la documentación publicada y, por lo tanto, cuestión fundamental ante su fiabilidad es: Sacha Zala,Geschichte unter der Schere politischer Zensur.AmtlicheAktensammlungen im internationalen Vergleich, Múnich, Oldenbourg Verlag, 2001, y un resumen en inglés del trabajo de este historiador suizo: Sacha Zala, «Coloured Books. The Censorship of Diplomatic Documents», en Derek Jones (ed.), Censorship.A World Encyclopedia, Londres, Fitzroy Dearborn, 2001, vol. 1 (4 vols.), pp. 551-553.


10. Para la publicación bolchevique de la documentación diplomática zarista en la contemporánea versión castellana: [Seymour F. Cocks], Una parte de la verdad de la guerra. Los tratados secretos (1914-1917): Documentos publicados porTortsky en funciones de Comisario de Negocios extranjeros de la República Socialista de Rusia, y comentarios de la «UNION OF DEMOCRATIE[sic] CONTROL», de «THE HERALD» y del«COMITE POUR LES REPRISES DESRELATIONS INTERNATIONALES [sic]»,con un prólogo de Mariano García Cortés, Madrid, Tip.Torrent, 1919.


11. Deutschland:Auswärtiges Amt (Johannes Lepsius,Albrecht Mendelssohn Bartholdy y Friedrich Thimme, eds.), Die Grosse Politik der europäischen Kabinette, 1871-1914. Sammlung derdiplomatischen Akten des Auswärtigen Amtes, imAuftrage des Auswärtigen Amtes, Berlín, Deutsche Verlagsgesellschaft für Politik und Geschichte, 1922-1927, 40 vols.

12. Sidney Bradshaw Fay, The Origins of the WorldWar, Nueva York, Macmillan, 1928, 2 vols.; Harry Elmer Barnes, The Genesis of the WorldWar: an Introduction to the Problem of WarGuilt, Nueva York, Alfred A. Knopf, 1926; Jacques Droz, Les Causes de la Première guerremondiale: essai d'historiographie, París, Éditions du Seuil, 1973; A. J. P. (Alan John Percivale) Taylor, War by Time-Table: How the First WorldWar Began, Londres, Macdonald & Co., 1969 (versión española:A. J. P.Taylor, La guerra planeada: así empezó la Primera Guerra Mundial, trad. de Sara Estrada, Barcelona, Nauta, 1970); A. J. P.Taylor, Illustrated History of theFirst World War, Nueva York, Putnam,1964; A. J. P. Taylor, How Wars Begin, Nueva York/Londres, Atheneum/Hamish Hamilton, 1979. 


13. Alexandr Solzhenitsyn, August 1914, trad. de Michael Glenny, Nueva York, Farrar, Straus and Giroux,1972; Agosto, 1914, trad. de José Laín Entralgo y Luis Abollado Vargas, Barcelona, Barral, 1972; Lyn MacDonald, 1914.The Days of Hope [1987], Londres, Penguin, 1989. 

14. Charles Robert M. F. Cruttwell, A History ofthe Great War, 1914-1918, Oxford, Clarendon Press, 1934; Charles Robert M. F. Cruttwell,AHistory of the Great War, 1914-1918, Chicago, Academy Chicago, 1991; Hew Strachan, TheFirst World War, vol. 1, To Arms. Oxford, Oxford University Press, 2001. 

15. Niall Ferguson, The Pity of War, Londres,Allen Lane, 1998; NuevaYork, Basic Books, 1999.

16. Hew Strachan,European Armies and the Conductof War, Londres, George Allen and Unwin, 1983; 11.ª ed., Routledge, 1993; Ejércitos europeos y conducción de la guerra, Madrid, Servicio de Publicaciones del EME, 1985. De entre las muchas obras recientes de Strachan, derivadas de To Arms, pueden destacarse: Financing the First World War, Oxford/Nueva York, Oxford University Press, 2004; The First World War inAfrica, Oxford/Nueva York, Oxford University Press, 2004. El libro más comparable al de Tuchman sería su:The Outbreak of the FirstWorld War, Oxford/Nueva York, Oxford University Press, 2004.

20 febrero 2019

Historia Tecnológica en la Primera Guerra Mundial



Del caballo al tanque, del globo al avión: así fue como la Primera Guerra Mundial revolucionó el arte de matar para siempre


por Andrés P. Mohorte
Xataka


La Primera Guerra Mundial fue el primer conflicto bélico moderno de la historia. Y como tal, deparó millones de muertos, pero también una revolución integral y transversal de las armas de guerra. No sólo en materia de tácticas, sino en aspectos antes ajenos al arte bélico como la aviación, los submarinos o los carros blindados. Aquello que se libró en los campos belgas y picardos durante cuatro años era reconocible como una guerra sólo por el barro y la sangre, pero todo lo demás había cambiado. Y lo había hecho para siempre.

En 1914, el último conflicto armado a gran escala que recordaban las grandes potencias europeas se remontaba casi cinco décadas en el tiempo. Entre tanto, los imperios, tan en boga por aquel entonces, se habían prodigado en la conquista de otros continentes, a menudo frente a tribus o naciones menos doctas en el arte de la tecnología de guerra. Europa había olvidado la práctica de la guerra, pero su espectro jamás se evaporó.

En el mismo periodo de tiempo, sin embargo, entre los casi cincuenta años que separaban 1870 de 1914, un puñado de grandes naciones europeas habían experimentado profundas revoluciones sociales, económicas y políticas. Francia había dejado de ser una monarquía. Alemania se había constituido como nación. Reino Unido y Estados Unidos habían impulsado una nueva revolución industrial. Y el equilibrio económico del continente se había comenzado a desplazar del campo a las cuencas mineras y fabriles.

Significaba todo esto, por tanto, que para cuando la Primera Guerra Mundial quiso hacer acto de presencia en la vida diaria de todos los europeos, la guerra, las armas mediante la que se libraba, había cambiado lo suficiente como para causar espanto, horror y sorpresa entre todos aquellos que, por primera vez en su vida, batallaban en el frente mucho antes que escuchaban relatos casi épicos y nacionalistas de las guerras del pasado.

Una guerra del siglo XX pensada en el siglo XIX



El siglo XIX había pasado de largo y dejado tras de sí incontables transformaciones en las estructuras políticas y económicas de las naciones europeas. Más profundas serían aún tras la Primera Guerra Mundial. Pero si algo no había hecho la centuria revolucionaria por excelencia era dejar un reguero de cicatrices de guerra en Europa.

Apenas un puñado de enfrentamientos a gran escala entre otras naciones se pudieron contar. Las más importantes, la Guerra de Crimea, en una remota península rusa disputada entre los zares y el vetusto y decadente Imperio Otomano, y la Guerra franco-prusiana de 1870, una serie de enfrentamientos entre el terminal imperio de Napoleón III y la proto-Alemania impulsada desde Brandenburgo por Bismarck y los Hohenzollern. Pero poco más. No hubo ocasión de exhibir muchos avances en materia técnica.

Soldados fotografiados por Robert Fenton durante la Guerra de Crimea, una de las pocas guerras que se libraron en Europa durante el siglo XIX. (The British Library)


Lo que no significa que no existieran. Las maravillas de la industrialización a gran escala habían permitido, de forma paralela, desarrollar toda una serie de avances técnicos jamás antes vistos. A finales del siglo XIX, por ejemplo, Estados Unidos había comenzado a probar el revolucionario sonar en su marina, y Reino Unido, Francia e incluso España habían coqueteado con las posibilidades de la aviación militar (en el caso español, por ejemplo, con globos de observación durante la guerra hispano-americana de 1898).

Europa asistía a una revolución en materia armamentística: de las balas de cañón se pasaba a los proyectiles altamente explosivos, lo que condicionaba las maneras y tácticas de guerra de un modo radical

En materia armamentística, además, las mejoras habían sido sustanciales, como bien narra Jeremy Black en su muy completo La guerra desde 1900. Los cañones se habían convertido en auténticas armas destructoras, y lejos quedaban ya las ajadas bolas de cañón que aún se podían ver en el frente en la Guerra de Crimea (las mismas que acabaron con la suicida carga de la brigada ligera). Precisamente la artillería iba a pasar a un primer plano frente a la vetusta, inútil e improductiva caballería. La Primera Guerra Mundial supondría su fin como elemento clave.


A este hombre, Carl von Clausewitz, y al libro que escribió sobre la guerra debemos gran parte de las lumbreras que en 1914 abocaron al mundo al desastre. (Wikipedia)


Lo que no significa que los altos mandos militares lo supieran por aquel entonces, claro. Surgidos de las antiguas castas nobiliarias y militares, a menudo en un estadio casi intocable dentro de su propio estado, como los prusianos, las audaces mentes estrategas de 1914 continuaban interpretando la guerra al modo del siglo XIX. Esto es, a la ofensiva, fuertemente influenciados por los escritos de Carl von Clausewitz, cuyo De la guerra (1832), en la resaca de las guerras napoleónicas, hacía una apología sin ambages del "culto a la ofensiva".

Las ideas de Clausewitz y las enseñanzas agresivas de Napoleón en batallas como Austerlitz provocaron que toda una generación de militares europeos se educaran creyendo en el rezo ofensivo, máximas que habían cobrado más fuerza que nunca en la primera década del nuevo siglo gracias a la explosiva aparición de las nuevas armas de fuego. Al ser más destructivas, se razonaba con entusiasmo en los despachos de París y Berlín, beneficiaban a las estrategias de ataques, más capaces de romper al rival.

En el agitado imaginario bélico de la Europa de aquellas décadas la guerra era un anhelo que se había mamado, en forma de resentimiento y nacionalismo, desde hacía años. Todos estaban convencidos de que ganarían de forma rápida y breve.

El tiempo demostró que no sería así, pero para colmo de males, las escasas guerras que influenciaron el imaginario bélico europeo de 1914, una psique colectiva que sentía la guerra como propia porque, como bien anotó Marc Ferro en su libro-tótem sobre el asunto, llevaba mamándola cinco décadas, habían sido cortas, rápidas y habían beneficiado al contendiende agresivo. Fue así en 1870 y en la ruso-japonesa de 1904.


Soldados japoneses durante la guerra ruso-japonesa. Japón se impuso a Rusia en su particular guerra de 1904, pero lo hizo a un altísimo coste humano dadas las nuevas virtudes del armamento moderno. Por desgracia, no hubo muchos observadores que tomaran nota de aquellas lecciones. (Collier's Weekly/La Ilustración Artística)


Esta última, de hecho, había mostrado al mundo cómo Japón se había impuesto al gigantesco Imperio Ruso, de recursos bélicos incomparables, a través de tácticas muy agresivas y aventuradas. No siempre había sido así: ni las guerras de los Balcanes ni la que libró Reino Unido frente a los estados libres boer en Sudáfrica invitaban al optimismo ofensivo, pero aquellos conflictos se libraban en regiones aisladas y remotas de Europa o ante colonias demasiado lejanas mental y físicamente del corazón del continente de las luces.

Así pues, en 1914 todos se aventuraron hacia una guerra que juzgaban rápida y corta, con movimientos sagaces que terminaran de forma fulminante con las defensas enemigas y que repitieran los esquemas de ataque ejecutados por genios como Von Moltke y tan recordados entre la intelligentsia militar. Y todos estaban convencidos de que ganarían.

Tenemos cañones y estamos dispuestos a utilizarlos

Lamentablemente, todos estaban equivocados.

Pese a los fugaces y aislados alegatos de pensadores militares como Ian Hamilton, testigo de lo que las ametralladoras rusas habían logrado frente a las cargas de infanterías japonesas en Manchuria, nadie había reparado en algo que definiría la Primera Guerra Mundial tal y como la recordamos: las nuevas armas, más destructivas, más eficientes, iban a permitir perfeccionar las tácticas defensivas, hasta el punto de anular las estatagemas ofensivas del enemigo. Y sin embargo, todos estaban al borde de lanzarse a la ofensiva.


El coste de la guerra se disparó y los estados tuvieron que producir de forma industrial armamento que abasteciera a las incesantes necesidades de sus ejércitos. Las fábricas se llenaron de armas y de proyectiles como los de esta imagen, en Reino Unido, y de forma paralela, ante la escasez de hombres, facilitaron la incorporación de la mujer al mundo laboral. (University of British Columbia)


Pensemos en la ametralladora, por ejemplo, la principal novedad técnica introducida en el campo de la artillería ligera en la Primera Guerra Mundial. Se trataba de un arma de fuego aún pesada (las francesas, Hotchkiss, podían alcanzar los 40 kilogramos) pero escueta, que podía ser desplegada con relativa facilidad en primera línea de frente y que era capaz de disparar 500 balas por minuto en un rango de más de 500 metros. Una carga frontal de infantería era su particular patio de recreo: acantonada en un punto oculto y protegido, un barrido podía desmontar cualquier ataque.

Una ametralladora bien acantonada era capaz de reventar una carga de infantería sin inmutarse o recibir daño alguno. Era un arma defensiva, no tan útil a nivel ofensivo

Su carácter determinante quedaría refrendado a lo largo de los años de la guerra gracias a las diversas mejoras técnicas introducidas, que reducirían su peso a los 18 kilogramos (las Spandau alemanas, por ejemplo) y que ampliaban su cadencia de disparo a las 700 balas por minuto (en el punto final de la guerra, Estados Unidos había logrado diseñar el celebrado subfusil Thompson, capaz de barrer una trinchera en un santiamén y portado fácilmente por un soldado, aunque nunca entró en combate).


Ataviados con máscaras de gas ante la posibilidad de que el enemigo decidiera utilizarlo, los soldados que defendían las trincheras podían acabar con una carga frontal numerosa con unas cuantas ráfagas letales de ametralladora. (Wikipedia)


¿Qué podían temer las defensas enemigas ante las ingeniosas y audaces cargas frontales decimonónicas ideadas por los generales rivales? No demasiado. Un puñado de ametralladoras sustituían con mayor eficacia a todo un batallón con un fusil.

Durante años, los soldados fueron enviados al matadero por las tácticas cabezonas de sus superiores, que creían que el frente se rompería redoblando la presión.

Sin embargo y pese a las evidentes carnicerías en el frente, protagonistas de batallas tan cruentas como la del Somme, en la que sólo el bando alemán contó con más de medio millón de bajas, la Primera Guerra Mundial asistió a un sorprendente ejercicio de cabezonería por parte de sus élites militares. ¿Por qué? En un principio, por la abrumadora superioridad de la artillería, que pasaba así a conformar la esencia del planteamiento ofensivo. Los proyectiles eran tan potentes y destructivos y se podían lanzar desde posiciones tan alejadas que se creía que el enemigo no podría resistir demasiado.

Y era un planteamiento razonable. Si el enemigo había logrado acantonarse en correosas trincheras gracias a la futilidad de los movimientos ofensivos, excepto durante los primeros compases de la Operación Schlieffen alemana, la estrategia lógica era bombardear sus posiciones hasta que se abriera una brecha.


En algunas batallas, el frente ofensivo lanzaba alrededor de un millón de proyectiles sobre las trincheras, en las que los soldados debían aguantar estoicamente, presas de los nervios y de la ansiedad, a que la tormenta cesara. Una vez sucedía, aguardaban atrincherados las cargas de infantería de sus rivales. El resultado eran montañas de casquetes a kilómetros del frente. (Wikipedia)


Aquí fue Alemania el país que mejor entendió la dirección de la guerra. En 1914 había puesto en circulación cañones tan espectaculares como el 15 cm schwere Feldhaubitze 13, una virguería técnica de dos toneladas y media y dos metros y medio de ancho capaz de disparar a más de ocho kilómetros de distancia proyectiles del calibre 150mm. Su producción, de 3.400 unidades, permitió a las fuerzas germanas causar toda clase de tormentos a la infantería enemiga, gracias a su envidiable ángulo (hasta 45º) y a la fuerza explosiva de sus cargas (42 kilos).

Aparatos así, inigualados en los primeros días de la guerra por sus pares ingleses o franceses, ayudaron a Alemania a tantear la posibilidad de tomar París, tal y como hubieran hecho cincuenta años antes para amargo recuerdo del nacionalismo galo. Conscientes de la creciente importancia de la artillería, los franceses pasaron de sus preferidos calibres de 75mm a proyectiles más pesados y poderosos lanzados por unidades como el Cañón de 105 mle 1913 Schneider, que podía disparar proyectiles de 105mm a más de 12 kilómetros.

Francia, en un inicio reacia a cualquier novedad que el frente pudiera deparar, optó por calibres más pequeños que pudieran ser transportados con facilidad por la tropa. Fue un craso error.

Asentadas las posiciones tras el intenso despliegue inicial alemán, Francia pudo detener las pinzas envolventes enemigas en la Batalla del Marne, salvaguardando París, retomando parte del terreno perdido y estableciendo las líneas de frente básicas que habrían de definir la Primera Guerra Mundial. Y a partir de aquí, comenzó el toma y daca permanente de las artillerías, en juegos de ida y vuelta totalmente improductivos.


Un 15 cm schwere Feldhaubitze 13 en plena acción durante la batalla de Arrás, en 1917. Se desplegaba por detrás de las trincheras y su largo alcance le permitía alcanzar objetivos enemigos. Entrada la guerra, comenzaron a disparar antes sobre la artillería enemiga que sobre las propias trincheras. (Allgemeiner Deutscher Nachrichtendienst)


Asombrados por la capacidad destructiva de sus cañones, las tácticas a un lado y a otro del frente consistían en la siguiente rutina: durante días, la artillería, empleando herramientas de localización y puntería a varios kilómetros de las trincheras, desplegaban una intensa oleada de decenas de miles proyectiles sobre las cabezas de los soldados enemigos. El objetivo era destruir el novedoso y eficaz alambre de espino y las pequeñas fortalezas casi subterráneas de las trincheras, para que más tarde los batallones de infantería limpiaran y tomaran el terreno.

El resultado era invariable: la artillería descargaba tantos proyectiles que dejaba impracticable el terreno, lo que en los meses de lluvias, tan comunes en el norte de Europa, hacía imposible avanzar de forma efectiva. Pese a lo esperado, las defensas rivales aguantaban, y los soldados enemigos encontraban francas posiciones de disparo para aniquilar y ametrallar a placer las ofensivas, impotentes y enviadas al matadero por sus superiores. Cada carnicería fue mayor que la anterior porque los soldados se lanzaban de forma suicida contra las trincheras rivales.

La rutina era bien conocida por los soldados, que debían resguardarse durante una semana o más en el búnker hasta que la oleada rival terminara, y después, atolondrados, salir a defender la trinchera

Las pequeñas ganancias en el frente que pudieran conseguir eventualmente los ataques eran rápidamente neutralizadas ante la imposibilidad de mantener líneas de abastecimiento en un terreno repleto de barro y cráteres lunares. El enemigo sólo tenía que esperar para recuperar sus trincheras convenientemente abastecidas y acantonarse de nuevo. En batallas como el Somme, ya en 1916, centenares de miles de muertes a causa del ciclo artillería-carga suicida resultaban en apenas un puñado de kilómetros ganados. Era frustrante y terrorífico.

Las trincheras: el obstáculo fundamental de la Primera Guerra Mundial


Las trincheras eran la clave de la guerra

Tras la Batalla del Marne, comenzó la ya célebre carrera hacia el mar, que obligó a alemanes e ingleses recorrer el norte de Flandes en busca del Canal de la Mancha, con objetivo de proteger sus flancos y evitar el rodeo de sus fuerzas. La lógica de la guerra hizo el resto: a la altura de 1915, contaba la leyenda que un soldado podía caminar desde Ostende hasta la frontera Suiza sin que un metro de su cuerpo sobresaliera del suelo. Era la Europa subterránea.


Vida En Las Trincheras. Dada la situación de estancamiento, las trincheras fueron la vida común del soldado durante la Primera Guerra Mundial, cuya memoria ha quedado definida por ellas.


De nuevo, fueron los dirigentes alemanes quienes tuvieron más acierto a la hora de leer la guerra. Como cuenta Paul Fussell en su clásico La Gran Guerra y la memoria moderna sobre los pormenores de la vida en el frente, el alto mando alemán había ordenado construir trincheras espaciosas, higiénicas y cómodas. La mezcla de obsesión por la perfección fabril de Alemania y la rápida asunción de que la guerra, pese a todo lo creído antes de su estallido, sería lenta y muy larga, provocó que los alemanes se desempeñaran a fondo en hacer la vida de sus soldados más fácil.

Y como bien noveló Erich María Remarque en Sin novedad en el frente, Alemania había elaborado un reflexivo sistema de rotación que hacía que un soldado cualquiera no pasara más de dos semanas seguidas en primera línea. Se habían asentado diversos puntos en las líneas de abastecimiento de la trinchera (que no consistía sólo en la primera línea, sino en una profundidad de hasta tres niveles), y tras su periodo en el frente, todos los hombres regresaban a la retaguardia a pasar días descansando y recuperándose, pese a todas las calamidades.

Fueron los alemanes quienes antes comprendieron el sino de la guerra, lo que combinado con su natural eficiencia productiva derivó en trincheras más saludables, protegidas y habitables que las de los franceses o ingleses.

La situación era distinta al otro lado del frente. Los altos mandos franceses e ingleses, personificados en militares tan clásicos, pagados de sí mismos y reacios al cambio como Robert Nivelle, continuaban creyendo que la guerra sería rápida y que duraría poco, por lo que no invirtieron mucho tiempo en acomodar las trincheras y atender las necesidades inmediatas de sus soldados. Así, los ingleses y franceses en el frente estaban más empapados en barro, sufrían de peores condiciones de alojamiento y se las veían y deseaban de forma amarga con las ratas.


Una trinchera francesa. Los soldados no solían pasar demasiado tiempo en primera línea, e iban rotando y siendo relevados ante el estrés y lo intenso de las batallas. (Wikipedia)


Tras las carnicerías de Verdún y el Somme, ofensivas respectivas de Alemania y Reino Unido para conquistar puntos claves de sus rivales, el tiempo de la guerra cambió. Como constataría Churchill tras los espurios kilómetros ganados en Bélgica, las victorias costaban tanto que se asemejaban demasiado a las derrotas. Y lo cierto es que mediado el conflicto, Francia, Reino Unido y Alemania se desangraban ante la cruda realidad de una guerra librada al uso antiguo con instrumentos modernos. Si se quería avanzar, había que cambiar, aunque implicara correr mayores riesgos y afrontar cismas internos en los altos mandos.

Y qué mejor modo de hacerlo que abrazando la modernidad en su esplendor más puro.

El aire: el otro punto de inflexión en la historia de la guerra

Saltar por encima de las trincheras implicaba dos cosas: por un lado, diseñar proyectiles más eficaces que tuvieran un impacto real en el denso entramado defensivo del enemigo. Segundo, apuntar mejor: los misiles dejaban un reguero de cráteres que hacían impracticable el terreno, y la necesidad de alejar a la retaguardia artillera del frente (en aras de protegerla de los desmanes de sus colegas enemigos) provocaba que la dirección del disparo fuera en ocasiones un ejercicio de demasiada incertidumbre. Para ello, la tecnología moderna ofrecía una solución brillante: los aviones.

La Primera Guerra Mundial representó la puesta de largo de la aviación. Sí, España y otros países habían utilizado elementos experimentales con anterioridad, como el globo (sus aventuras en la guerra hispano-americana de 1898, tan cercana por aquel entonces, están retratadas de forma muy divertida en La estrategia del desastre de Jaime Pérez-Llorca), pero el avión era toda una novedad a gran escala (aunque se había probado ya en la Primera Guerra de los Balcanes). El impulso tecnológico permitió pasar de apaños primitivos a resultones biplanos.


Un Albatros D.III alemán, el avión que permitió a Alemania dominar los aires durante todo un año, 1917. (Wikipedia)


Pese a que la leyenda de figuras como el Barón Rojo y los duelos de ases del aire colocan a la aviación en un estadio idílico e imaginario durante aquellos años, su función era más prosaica, por más que, a ras de suelo, la soldadesca disfrutara con fruición de las pequeñas cuitas aéreas entre los avezados pilotos. A los aviones se les pedía que miraran. Que miraran y fotografiaran.

De hecho, gracias a sus labores de investigación al otro lado del frente hoy podemos disfrutar de espectaculares imágenes cenitales de la Primera Guerra Mundial. Los biplanos se dedicaban a surcar el aire con diversos propósitos estratégicos. Por un lado, predecían el movimiento de tropas rivales, herramienta indispensable en una época en la que los ejércitos europeos comenzaban a acostumbrarse a movilizar a centenares de miles de hombres en un puñado de días. Por otro, informaban de la posición de la artillería rival, con visos de atacarla. Y finalmente, señalaban la posición de las trincheras enemigas.

La principal misión de la aviación durante los cuatro años de guerra fue la de observación, por más que se gestaran leyendas como las de Manfred von Richthofen, el Barón Rojo, con 80 presas derribadas.

Con toda esa información, bastante completa avanzada la guerra, el alto mando de turno decidía hacia dónde se iban a dirigir los próximos ataques. No significa esto que la aviación quedara limitada a meros trabajos explorativos: tan pronto como en Verdún, en el verano de 1916, la aviación alemana ya había aplicado los primeros escuadrones aéreos de combate, y durante los años subsiguientes no era raro toparse con pilotos ametrallando desde el aire a la infantería enemiga cuando la ocasión lo requería, para espanto de los soldados.


Un cráter en París, provocado por uno de los escasos bombardeos realizados por los zeppelines alemanes contra población civil. (Willy John Abbot/Wikipedia)


La Primera Guerra Mundial también fue testigo de los primeros intentos de bombardeo de población civil, un elemento tan terrorífico y presente en los conflictos subsiguientes tras la matanza de Gernika. Fueron los alemanes quienes se prodigaron en el asunto, aunque no sobre los ligeros biplanos, incapaces de recorrer largas distancias o de portar bombas pesadas, sino sobre los legendarios zeppelines, enormes bolas de gas que surcaban los aires cual destructor de los mares, y cuya impronta visual no se correspondía con su inestabilidad y alta tasa de siniestralidad.

Los generales alemanes, al provenir de la casta militar prusiana que tan poco aprecio prodigaba por las gentes comunes propias y muy especialmente de otras naciones, experimentaron con bombardeos a pequeña escala de núcleos urbanos. Fueron los VI, VII y VIII los primeros zeppelines germanos en lanzar bombas en ciudades belgas, como Lieja o Amberes, causando pocas bajas humanitarias y escasos desperfectos.

Alemania lanzó a sus zeppelines a explorar el Báltico y a bombardear Londres y París, lo que aterrorizó a las poblaciones civiles en una guerra en la que, en líneas generales, estuvieron al margen de la carnicería que representó el frente.
Más tarde, aquellos globos gigantes que en muchas ocasiones también ejercieron de exploradores en el frente oriental (en el Báltico), bastante más dinámico de lo que recuerda la memoria colectiva (y abandonado a propósito en este artículo, dado lo inabarcable del largo conflicto), se adentraron en las capitales de los imperios rivales, París y Londres, causando la muerte de hasta 500 personas en la ciudad londinense. Aquel estadio de alarma inusitado en una población que observaba con terror la llegada de las enormes zeppelines causó que Inglaterra se tomara más en serio la cuestión aérea y dotara de independencia jerárquica dentro de su ejército a la RAF.

Las campañas de bombardeos civiles de los zeppelines causaron un enorme malestar en Francia y muy especialmente en Reino Unido, lo que contribuiría al relato culpabilizador y poco dialogante de los vencedores sobre Alemania cuando el bloqueo económico y militar le hiciera firmar la paz con sus enemigos.


Numerosos zeppelines como este fueron empleados en la Primera Guerra Mundial, aunque muchos terminaron en el suelo fruto de su enormidad, lo que les convertía en trastos poco manejables y fáciles para los enemigos. Esa misma impronta gigantesca aterrorizó a las poblaciones civiles de Inglaterra y París. (Wikipedia)


Pero, en fin, aquellos zeppelines de corto recorrido no serían más que un exotismo en una guerra librada y determinada por otras fuerzas. La principal, la artillería, a la que la aviación ayudaría enormemente en su radical reformulación de su estrategia de guerra. Pasado 1916 y tras el fracaso sin paliativos de las ofensivas de Verdún y el Somme, donde la artillería se centraba en el bombardeo durante días (o semanas, como el inicial británico frente a los alemanes en el Somme) de las trincheras enemigas, los aliados comprendieron que nada iban a extraer de sus tácticas tradicionales, y que si querían avanzar necesitaban neutralizar a la artillería enemiga.

Sin embargo, y como ya hemos visto, el larguísimo alcance de los nuevos proyectiles impedía visualizar las posiciones enemigas, por lo que en muchas ocasiones disparar más allá de las trincheras se convertía en un inmenso ejercicio de azar.

La artillería tenía que acceder a las posiciones de la artillería enemiga, en aras de neutralizarla. Para ello se valieron de un complejo modelo en el que la punta de lanza era la aviación.

Post-1916 Reino Unido en especial introdujo varias novedades que le permitirían hacer daño real a la artillería alemana. Por un lado, mejoró la capacidad explosiva de sus casquetes: si antes eran incapaces de estallar a no ser que se estrellaran directamente contra figuras muy sólidas, como un búnker de hormigón, ahora productos más efectivos como el Number 106 Fuze requerirían tan sólo de un ligero roce con el alambre de espino para saltar por los aires, exprimiendo la efectividad de los ataques artilleros.

Más importante aún, Reino Unido y por extensión Francia dejaron de apuntar hacia las trincheras, conocedores de las brutales sangrías perpetradas por las ametralladoras intactas de los alemanes. El ejercicio de cartografía realizado por los aviadores, indispensable en este punto, y delicados cálculos matemáticos (en los que se mezclaban coordenadas desplegadas por los amigos del aire, avistamientos a ras de suelo y la identificación del humo y de los estallidos de luz obligados en cada disparo enemigo) realizados por los ingenieros de turno permitieron la rápida identificación de la posición artillera enemiga para su posterior destrucción.


Es más fácil si sabes dónde tienes a tu enemigo. (Wikipedia)


Así, y tras la mejora de la cadena comunicativa por la cual se identificaba a un objetivo y se trasladaba la buena nueva al cañón que tenía que disparar, Reino Unido obtuvo una ventaja táctica relevante frente a la tradicional potencia artillera de Alemania. La eficiencia del sistema se completó con innovaciones técnicas que contribuyeron a neutralizar el efecto del viento durante el disparo, mejorando la ergonomía de los casquetes y su trayectoria de vuelo.

En aquel complejo proceso en el que el avistamiento aéreo era el primer paso, Reino Unido llegó al punto de localizar y disparar sobre un objetivo tan pronto como hubiera sido detectado. La situación, durante 1917 y 1918, favoreció enormemente la capacidad militar de los aliados, que luchaban frente a una potencia en progresivo estado de ebullición interna por el bloqueo y las penurias de la población alemana y que, ante lo impracticable del campo de batalla, había desplegado un nuevo elemento revolucionario: el tanque.

Los compases finales de una guerra que ya lo había cambiado todo

De rigor es reconocer que el carro blindado, aquella audaz innovación surgida de la inteligencia británica con el objeto de sobrepasar el bacheado campo de batalla y el insuperable alambre de espino, había hecho su aparición en una fecha tan temprana como el 15 de septiembre de 1916. Sin embargo, por aquel entonces el Mark I era un amasijo de hierros comandado por 8 personas que tenía poca operatividad sobre el terreno. Con sus enormes ruedas de oruga destinadas a navegar sobre el barro, era poco maniobrable y sufría de incesantes averías técnicas.

En cualquier caso, la presencia de auténticos monstruos de hierro en el frente generó severos quebraderos de cabeza para las tropas alemanas, acongojadas ante la visión de las peores pesadillas del sueño industrial. Aquel Mark I y sus sucesivos II y III, tan temibles y terroríficos en lo visual como ligeramente relevantes en lo bélico, espantaban a los hombres enemigos y los intimidaba de puro terror.

Los tanques fueron introducidos en el campo de batalla por primera vez durante la Primera Guerra Mundial, aunque no siempre tuvieron un papel efectivo. Reino Unido inventó el primero y desarrolló los mejores modelos.
No sería hasta los compases finales de 1917 cuando los ingleses comenzarían a dominar su manejo y maestría. Acaso sería el Mark IV el mejor ejemplo de todo ello: con 27 toneladas de peso y un blindaje de hasta 12 milímetros de grosor, el tanque fue utilizado con efectividad en Cambrai gracias a sus seis ametralladoras ligeras ubicadas en los laterales del carruaje, perfectos para acabar en posiciones francas y protegidas con las tropas enemigas.


El Mark IV fue el primer gran tanque, en términos de eficacia, introducido durante la Primera Guerra Mundial. (Wikipedia)


Las sucesivas evoluciones del Mark (hasta el X) fueron las más avanzadas y audaces de cuantos tanques se emplearon en la guerra, por más que en batallas como las de Ypres resultaran del todo inservibles por culpa de su lentitud (incapaces de perseguir al enemigo en retirada: en el mejor de los casos avanzaba a 6 kilómetros por hora) y por lo surrealista del terreno, donde la bruma, los árboles despojados de sus hojas y los cráteres gigantescos repletos de agua transformaron Bélgica en un escenario de otro universo (para el recuerdo las fotos de la sórdida batalla de Passchendaele).

Franceses y alemanes también introdujeron carros de combate durante este periodo de tiempo, aunque no al nivel de los británicos. Los franceses en particular utilizaron coquetos tanques ligeros como el Renault FT-17, que podían acompañar con sus más modestas ruedas de oruga y su pequeño cockpit acorazado a los soldados en terrenos más pequeños y resbaladizos. Sus primos St Chamond, sin embargo, estaban lejos de la efectividad de los Mark, con orugas muy cortas sobre chasis enormes que les hacían proclives al tropiezo y bloqueo.

La efectividad de los tanques varió con el paso del tiempo. Los británicos construyeron los primeros, mejores y más efectivos, mientras que los alemanes no supieron exprimirlos al máximo.

Por su parte, los alemanes nunca fueron capaces de emplearlos con éxito en sus diversas iniciativas de ofensiva. Sólo un diseño definitivo entró en combate durante los cuatro largos años de guerra, y fue el aparatoso y extraño A7V, conocido popularmente como el "monstuo". Pesaba más de 30 toneladas y contaba con un centro de gravedad inusualmente alto, lo que provocaba que fuera inestable, a lo que había de sumar numerosos puntos ciegos desde la cabina, un hándicap importante. Su alta velocidad (15 kilómetros por hora, nada menos) le permitió cierto éxito operativo en Villers-Bretonneux (la primera batalla de tanques de siempre).


Un AV7 alemán paseando por las ruinas de Roye, una ciudad del Somme. Aunque en general la población civil no sufrió tanto como en la Segunda Guerra Mundial y que las batallas urbanas fueron una excepción, el paisaje de la región, pueblos incluidos, quedó devastado. (Bundesarchiv)


Pero en líneas generales, el alto mando alemán no pudo emplearlo con el mismo tino y éxito que el británico, que había reformulado su cadena de mando, dotando de más operatividad y autonomía a los cuadros inferiores, y su forma de entender la guerra, acoplando dirección y estrategia desde aire, artillería, infantería y carros de combate.

Los últimos días y el fin, la victoria de la total integración militar

Fue la recta final de la Primera Guerra Mundial la culminación de la rápida evolución británica y de su inteligente adaptación. Reino Unido debió tomar la iniciativa en el frente ante el exhausto e inoperante ejército francés, cuyas intentonas de carácter clásico, de nuevo elaboradas por generales testarudos como Nivelle, fueron a morir en la ofensiva que lleva su nombre de primavera de 1917, y que los Pimpinella del alto mando alemán tras la defenestración de Falkenhayn, Hindenburg y Ludendorff, repelieron con éxito sobre la Línea Hindenburg.

A finales de 1917 todas las facciones estaban exhaustas: las huelgas asolaban la credibilidad del gobierno de Lloyd George en Reino Unido, las insurrecciones se multiplicaban entre las divisiones francesas (con el consecuente castigo en forma de fusilamiento sumario de los generales), el descontento y el hambre comenzaban a hacer mella en Alemania, la tormenta perfecta de inoperatividad táctica y crisis por la supervivencia política de Austria-Hungría ponían el futuro de la monarquía dual en entredicho, y el colapso generalizado del Imperio Otomano resultaba en acciones desesperadas como el genocidio armenio.

Todos tenían incentivos para terminar la guerra. Pero ninguno sabía cómo.

En 1918, Alemania intentó una última ofensiva desesperada con el objeto de partir en dos el frente enemigo. Fracasó y fue el inicio de su amargo destino. (David McLellan/Wikipedia)


Una vez más, fue Reino Unido quien sumó de forma efectiva el despliegue de tanques y aviación a las nuevas herramientas artilleras, capacitadas para hacer daño en la retaguardia alemana. Sin embargo, fue la exposición alemana la que terminaría decidiendo el sino de la guerra tras años de conservadurismo, inestabilidad y una terrible mezcla de incapacitación e inoperancia entre los grandes generales.

Finiquitada la Rusia de los zares y cerrado el frente oriental tras la rendición bolchevique, Luddendorf y Hindenburg, más dedicado a la dirección política que a la militar, se toparon en la primavera de 1918 con una cuarentena de divisiones a desplegar en el Frente Occidental. Convencidos de la necesidad de un golpe maestro que hundiera a los aliados tras un año optando por replegarse, y apremiados por la creciente inestabilidad política interna de Alemania a causa del bloqueo británico, que a estas alturas tornaba en insostenible dada la carestía, ejecutaron con parcial éxito la Operación Michael.

En un último intento desesperado y suicida al que sólo un milagro podía haber salvado, Alemania lanzó la Operación Michael en la primavera de 1918 con objeto de romper en dos a los aliados. No funcionó.

Se trataba de un intento desesperado. La guerra había derivado a un complejo sistema de relación económica-logística que requería de abundantes recursos por parte del estado, tanto materiales como técnicos. En esencia, toda la nación debía hipotecarse al frente. Y Alemania, que había resuelto por fin el dilema del "doble frente", tenía que forzar un final antes de que el poderío material de Estados Unidos hiciera inviable un colapso de las fuerzas aliadas o de que el Imperio Austrohúngaro, del que se sabía tentado de firmar la paz por separado, se hundiera.


Soldados estadounidenses (marines) a la carrera durante la Ofensiva de los Cien Días. Tras la última intentona alemana, las fuerzas se decantaron del lado de los aliados porque sus recursos, apuntalados de forma notable por Estados Unidos, eran mucho mayores. Cuando Alemania tuvo que reponer soldados y material tras la Operación Michael no contó con una potencia al otro lado del Atlántico que le apoyara, y se ahogó presa de su propia ambición. Las tropas estadounidenses, por lo demás, no fueron determinantes a nivel operativo: sus propios colegas británicos o franceses se sorprendieron ante su inmadurez en combate. Por aquel entonces, Estados Unidos no había participado en demasiadas contiendas bélicas a gran escala. (US Marine Corps)


Así, y en un ejercicio sorprendente y lanzado a gran escala desde la Línea Hindenburg que buscaba destruir a Francia y forzar la paz por separado con el resuelto y determinado Reino Unido, Alemania avanzó en unos pocos meses lo que jamás se había avanzado durante la Primera Guerra Mundial, llegando hasta las puertas de Amiens, Arrás o Lens sin llegar nunca a tomarlas. Aquel bloqueo, aquella incapacidad física de llegar más allá, tambaleó los cimientos de las defensas aliadas, pero no su determinación de resistencia unificada ni sus cimientos estratégicos, apuntalados por los inmensos recursos de Estados Unidos.

Tocados pero aún vivos, Reino Unido, Estados Unidos y Francia contraatacaron durante el verano de 1918. Alemania no había logrado provocar el hundimiento de sus enemigos, y tras la ofensiva suicida, que expuso de forma letal sus debilidades logísticas y de abastecimiento, se hundió paso a paso, incapaz de sostenerse sobre sí misma. Los meses que llevaron del verano al otoño fueron un sálvese quien pueda generalizado entre la tropa germana y un delirante rechazo al fracaso por parte de Luddendorf y Hindenburg, quienes sólo accedieron al armisticio cuando la revolución bolchevique y el caos asolaban Baviera y Berlín.

El fin de la Primera Guerra Mundial había llegado.

Paloma Paz. Un soldado británico agarra una paloma blanca desde un lateral del Mark V tras la batalla de Amiens. Fue el inicio de la Ofensiva de los Cien Días de los Aliados, y el fin de Alemania en la Primera Guerra Mundial. (David McLellan/Wikipedia)


Sobre la situación pre-revolucionaria de aquella Europa a las puertas de la década de los '20 se ocupa ya otra historia. Alemania y sus aliados se habían hundido en lo político y en lo militar, arrastrados por su desesperación, y la Primera Guerra Mundial había acabado con las tres grandes familias que habían reinado sobre los pueblos de Europa central y del este durante siglos: los Hohenzollern, los Romanov y los Habsburgo. El sistema dinástico, el Ancien Régime, se había desmoronado en cuatro años que habrían de redibujar el continente para siempre.


Fue una revolución.

Aquella guerra también fue el inicio de la modernidad, del siglo corto de Hobsbawn, y también el principio del fin del arte guerrero clásico. La Primera Guerra Mundial supuso la primera piedra en el camino de la guerra librada por naciones al completo y de la subordinación del orden económico del estado al esfuerzo bélico. También de los primeros ataques contra la población civil, de la propaganda como motor del nacionalismo guerrero, de dos innovaciones que marcarían el futuro de la guerra para siempre (la aviación y los carros de combate), y de la reordenación definitiva de la estructura socio-económica del mundo.

Fue una guerra baldía donde la victoria siempre se vio acompañada de la amargura y donde la derrota se sazonó con rencor, fermentando en los totalitarismos y en la escalada política hacia la violencia racial, destructiva e incomparable de la Segunda Guerra Mundial. Fue, en definitiva, el evento más transformador de la historia reciente del ser humano, un punto de no retorno que a su término había costado más de 18 millones de víctimas humanas y que había industrializado el terror para siempre.


Andrés P. Mohorte

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