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29 octubre 2025

Mitos y verdades del Acuerdo Sykes-Picot (1916)




Es interesante recordar que después de más de un siglo seguimos teniendo una percepción, aunque no fraudulenta, si errada del secreto Acuerdo Sykes-Picot de 16 de mayo de 1916, entre británicos y franceses. A decir de refutados estudiosos culpar exclusivamente a Sykes-Picot de la división de Medio Oriente es un engaño histórico peligroso.

No solemos ser conscientes (quienes sentimos pasión por la historia) que hemos caído en una interpretación errada de que Sykes-Picot fue el punto determinante que diseñó nuevas líneas geografías imaginarias contra natura, es decir, que tanto ingleses como franceses diseñaron a su capricho un mapa de Medio Oriente basado en sus intereses estratégicos, políticos y económicos, que nunca tomaron en cuenta las barreras que separaban a un crisol de pueblos, tribus, etnias, incluso sobre una diversidad religiosa, siendo “condenadas a agruparse en disímiles espacios, obligados a construir naciones con conceptos absolutamente occidentales”.

Como se irá explicando, lo dicho arriba no es necesariamente falso, pero si es una mala interpretación de la historia, simplemente porque Sykes-Picot no constituye el único antecedente; ni fue, ni debería seguir siendo un forzado documento histórico al que se aferran muchos investigadores; y, una de las razones es porque Sykes-Picot NUNCA entró en rigor, nunca se efectivizó sobre el terreno. Fue uno más de algunos importantes documentos que se plasmaron sobre la mesa del diseño del Medio Oriente. Evidentemente se trató de un arbitrario trazado, a dedo, de fronteras, un reto tanto a la geografía y al componente étnico y al sentido común, una característica que distinguía, sin duda, a los imperios coloniales del siglo XIX y del XX.

A groso modo, veamos un par de apreciaciones sobre el Acuerdo Sykes-Picot.

Paul Mason, redactor de New Statesman, 9 de mayo de 2016 (en el centenario del Acuerdo), presentó una ponencia titulada “Sykes-Picot: how an arbitrary set of borders created the modern Middle East” (Sykes-Picot: cómo un conjunto arbitrario de fronteras creó el Medio Oriente moderno), afirmando que Gran Bretaña y Francia se repartieron lo que se convertiría en Siria, Irak e Israel y que esa mentalidad imperial perdura con las cicatrices dejadas en la región. Hace énfasis en una “torcedura” de las líneas trazadas en la que se establecería Israel.


          (Foto de Flickr  PROPaolo Porsia)


"¿Qué tipo de acuerdo le gustaría tener con los franceses?" preguntó Arthur Balfour, Secretario de Relaciones Exteriores, al coronel Sir Mark Sykes, quien respondió: "Me gustaría trazar una línea desde la 'e' en Acre hasta la última 'k' en Kirkuk".

No era el primer desafortunado “deseo” de Sykes, ya en enero de 1915, en una carta, le urgía a Winston Churchill a apoderarse de Constantinopla (Estambul, desembarcando tropas en Gallipoli) para acabar tanto con los otomanos y fulminar con la influencia alemana en el este, según él, esa posibilidad abriría paso a invadir Alemania a través de los Balcanes (40.000 soldados británicos murieron tratando de demostrar que Sykes tenía razón en Gallipoli, y no la tuvo).

¿Qué más podemos decir del tristemente “celebre” esbozo a dedo de Sykes? Quien estaba, luego, fascinado con la declaración de Balfour de 1917 para la constitución de un estado judío en Palestina. Él conocía el mundo árabe de la época, el panarabismo y su organización; aún así, ¿cómo pudo alguien tan bien informado equivocarse tanto?, se pregunta Mason.

“Leer los escritos de Sykes hoy es observar la tragedia de un intelecto encadenado por delirios de superioridad. Sykes trabajó sobre la suposición, central para todos los imperialismos: que los pueblos sometidos se comportan solo de acuerdo con sus "características" étnicas o nacionales, mientras que las naciones blancas poderosas tienen capacidad de acción”. Sykes creía que se podía aglutinar a las dos ramas del Islam, al cristianismo y tolerar a los judíos. “El imperialismo los convirtió en unos imbéciles ciegos que creían que, trazando límites, podían controlar la historia”.

Turquía desarrolló una “conciencia nacional, moderna y secular, entonces la apuesta unidireccional contra el Imperio Otomano durante la Primera Guerra Mundial resultó inútil. El nacionalismo secular turco daría forma a la región tanto como el panarabismo en los próximos 100 años”. Sykes y los demás veían a la religión islámica como algo aparte de las etnias árabes, idioma y tradición. Se negaron a pensar que una oposición a ellos podría provocar el surgimiento del antiimperialismo forjado mediante la educación de la gente. No midieron la posibilidad de que estallarían revoluciones como la rusa en oposición a su sistema de capitalismo colonial explotador.

Una lección fácil de aprender de Sykes-Picot es que: “no dibujes líneas arbitrarias en el mapa. Los pueblos y las naciones deben tener derecho a la libre determinación”. Pero, realmente ¿fueron arbitrarios esos trazos a dedo sobre el mapa? El presidente Woodrow Wilson impulsó la autodeterminación -aunque sea en el discurso- contradiciendo el postulado del Imperio Británico y ese fue uno de sus puntos para entrar en la guerra, por lo que los gobiernos británico y francés ocultaron a EEUU la existencia del mapa de Sykes.


Por su lado, otro importante autor, John Hilary, en “The Sykes-Picot legacy, 100 years on” (El legado de Sykes Picot, 100 años después), en mayo de 2016 (War on want) establece que ese Acuerdo secreto entre Francia y Gran Bretaña que sumió a Oriente Medio en un siglo de derramamiento de sangre.

Recalca que dos negociadores coloniales: Mark Sykes (británico) y François Georges-Picot (francés) decidieron planear como repartirse Oriente Medio (tal cual como “Pinky” y “Cerebro” planean cada noche como conquistar el mundo), tras hacer colapsar al Imperio Otomano en plena guerra mundial. El autor profundiza en las promesas de autodeterminación que los británicos hicieron a los pueblos árabes, lo que garantizó su apoyo para derrotar a las fuerzas de ocupación turcas. Logrado el objetivo, esas promesas fueron olvidadas, solo cambió de liderazgo imperial.

Una declaración anglo-francesa de noviembre de 1918, a los pueblos árabes, prometía "la liberación completa y definitiva de los pueblos que durante tanto tiempo han sido oprimidos por los turcos, y el establecimiento de gobiernos y administraciones nacionales que derivarán su autoridad del libre ejercicio de la iniciativa y elección de las poblaciones indígenas". El gobierno británico planeaba excluir a Palestina en la declaración y la orden de su publicación en Jerusalén fue un “lamentable” error.




Pero esa traición no fue diseñada exclusivamente en el Acuerdo Sykes-Picot. Francia y Gran Bretaña decidieron en otros acuerdos dividirse Oriente Medio “por medio de una ‘línea en la arena’ dibujada en el mapa entre Acre en la costa mediterránea y Kirkuk en el norte de Irak. Todo lo que está al norte de esa línea sería controlado por los franceses, y todo lo que está al sur por los británicos. Francia obtendría Siria y Líbano, mientras que Gran Bretaña tendría Irak y Transjordania… Un pacto descaradamente egoísta".

La cuestión de quién gobernaría Palestina no tuvo respuesta en el Sykes-Picot, los británicos recurrieron “a otra estratagema para asegurarse de que Gran Bretaña, no Francia, asegurara ese mandato al final de la Primera Guerra Mundial. A través de una serie de garantías a las principales figuras del floreciente movimiento sionista, el gobierno británico pudo asegurar el respaldo internacional para su control de Palestina con el pretexto de algo más que el interés propio imperial”. Precisamente esa estrategia produjo la ‘Declaración Balfour’ de 1917, el apoyo británico para "establecer en Palestina un hogar nacional para el pueblo judío". Balfour tuvo que admitir que se negaron hablar sobre el principio de autodeterminación.

Intereses geoestratégicos hicieron posible este tipo de acuerdos, Palestina originalmente fue vista como zona de amortiguación que protegería el Canal de Suez; luego se “descubriría” las inmensas reservas de petróleo en Mesopotamia que terminaría sembrando de caos y sangre la historia de Irak, Siria, Líbano y Palestina hasta el día de hoy.




Muchos se preguntarán, ¿qué pasa con el Kurdistán, por qué no se habla aquí de ello? Existe mucha confusión con Sykes-Picot y otros tratados y mapas de la época, la cuestión kurda tiene más que ver exclusivamente con el territorio que heredaría la naciente Turquía de su ancestro otomano. Para quienes estén interesados en los mapas del Kurdistán, por favor repasar nuestro artículo: KURDISTÁN: Los mapas de la discordia


Parte II

Hechos y ficción
La historia de “Sykes-Picot”

Adán Garfinkle
The American Interest

Lección de historia: Sykes-Picot no estableció -repito, no estableció- las fronteras del Medio Oriente moderno.

El 16 de mayo de 2016, se cumplió el centenario de Sykes-Picot, y las inanidades y estupideces al respecto surgen de los medios a una velocidad que me cuesta seguirles el ritmo. Vayamos al grano: Sykes-Picot no estableció -repito, no estableció- las fronteras del Oriente Medio moderno. Esto debería dificultar culpar a Sykes-Picot, ya que nunca entró en vigor. Y lo que se está desmoronando hoy no es el sistema interestatal Sykes-Picot, sino cada vez más las propias unidades; el sangriento ruido interestatal que vemos no es la fuente del problema central de la región, sino un síntoma del mismo. Hay muchas cosas en que pueden equivocarse, y sin duda es un asunto repugnante para compartir con la gente sin educación, como si fueran aperitivos de sabor extraño para la hora del cóctel.

Bien, entonces ¿por qué Robin Wright en The Atlantic, David Ignatius en el Washington Post, Daniel Pipes en su blog y, según el último recuento, unas seis docenas de personas más publicaron recientemente insistiendo en que Sykes-Picot hizo lo que seguramente no hizo?

Solo hay dos explicaciones posibles.

Una es que un autor sabe que la historia es mucho más compleja que dos tipos sentados en un salón imperial lleno de humo con un mapa en blanco y un lápiz grueso, pero usa el conocido eslogan “Sykes-Picot” como abreviatura para resumir lo que realmente sucedió. La otra es que el autor en cuestión en realidad no tiene ni idea de lo que está hablando. Ignatius y Pipes, estoy bastante seguro, usan abreviaturas. Robin Wright y muchos otros, no estoy tan seguro. Pero el resultado es el mismo: engañar a otros crédulos sobre lo que realmente sucedió durante y justo después de la Primera Guerra Mundial para moldear los contornos de Oriente Medio. Entonces, en resumen, ¿qué sucedió?

No hubo solo un cónclave secreto durante la guerra entre los Aliados, sino cuatro.

El primero, y con diferencia el más importante, el Acuerdo de Constantinopla del 18 de marzo de 1915, otorgó Estambul a Rusia, el control de los Dardanelos, Tracia y una parte del noreste de Anatolia; además, otorgó a Gran Bretaña y Francia amplias esferas adicionales sobre el patrimonio árabe del Imperio Otomano.

En segundo lugar, el Tratado de Londres, firmado el 26 de abril de 1915, puede describirse con justicia como el soborno aliado a Italia para que se uniera a la guerra, y prometía a los italianos beneficios inmobiliarios específicos a expensas de los otomanos. Este Tratado abrevió el primer esbozo de la distribución geográfica de la posguerra.

En tercer lugar, más de un año después (el 16 de mayo de 1916), se produjo el Acuerdo Sykes-Picot, mucho después de que los aliados hubieran acordado y firmado el acuerdo básico. Representó principalmente un ajuste y un conjunto más específico de acuerdos únicamente entre Gran Bretaña y Francia sobre sus posibles adquisiciones. Esto fue necesario por varias razones: ambigüedades en el plan original; la evolución de las realidades del campo de batalla; y el hecho de que Gran Bretaña había abierto y desarrollado desde entonces otra vía de negociaciones secretas, esta vez con el jerife Hussein de La Meca en la ahora famosa correspondencia Hussein-McMahon.

Sykes-Picot llegó con un mapa coloreado en cinco partes: zonas británicas y francesas directas e indirectas, y una zona internacional que abarcaba Jerusalén y una ruta hacia el oeste hasta la costa de Haifa. Las esferas de influencia indirectas británicas y francesas debían ser dominio de un “estado árabe independiente”, y esas mismas palabras aparecen en el mapa original. (más adelante se abordará lo que esto implica).

En cuarto lugar, llegó los Acuerdos de Saint Jean de Maurienne el 17 de abril de 1917, lo que amplió la participación italiana, pero dependía de la aceptación rusa. Esta aceptación nunca se produjo debido a la Revolución Rusa.




De hecho, ninguna de las fronteras previstas en estos acuerdos, ni por separado ni en conjunto, llegó a concretarse. La Revolución rusa invalidó el Acuerdo de Constantinopla, y el avance de los ejércitos del general Edmund Allenby en 1917 también invalidó gran parte del mapa Sykes-Picot. La Declaración Balfour de noviembre de 1917, que no incluía ningún mapa, y la intervención del ejecutivo sionista como elemento político en el proceso de toma de decisiones de la posguerra complicaron aún más la cuestión de la frontera entre el posible mandato británico para Palestina y el mandato francés para Siria.

Tras Versalles en 1919, se convocó una importante conferencia en San Remo en abril de 1920 para definir definitivamente las fronteras en previsión del depósito de los mandatos ante la Sociedad de Naciones. Pero ni siquiera San Remo resolvió el asunto definitivamente.

El Tratado de Sèvres, firmado en agosto de 1920, impuso un acuerdo muy draconiano al Imperio Otomano, pero cabe destacar que no insistió en el fin del imperio como tal, ni en su posesión del califato del Islam. En cualquier caso, pronto el gobierno griego de Venizelos aprovechó la debilidad de la Turquía otomana para invadir Anatolia, con apoyo británico. Esta fue una decisión fatídica y muy estúpida. Tuvo el efecto, junto con otras causas, de fortalecer y centrar considerablemente una incipiente guerra turca de liberación de una invasión multifacética en las principales tierras turcas de Anatolia. Antes de que terminara, unos 18 meses después, las armas turcas habían aplastado a los griegos. Este resultado, junto con el resurgimiento de la idea de un estado armenio independiente, convirtió a Sèvres, junto con lo poco que quedaba del mapa Sykes-Picot, en letra muerta. Ninguna de las fronteras trazadas en San Remo en relación con los límites de los mandatos con Turquía tenía sentido.

Durante el esfuerzo turco por resistirse a los términos del Tratado de Sèvres, Mustafá Kemal (Ataturk) tomó el control militar del gobierno turco. Ataturk y sus colegas nacionalistas acabaron con el imperio, separaron el califato de él y, finalmente, en 1924, lo abolieron por completo. Así pues, no fueron los Aliados quienes destruyeron formalmente lo que quedaba del Imperio Otomano y el califato, sino los propios turcos en nombre de la nueva República de Turquía.


El General (Pasha) Mustafá Kemal, luego Mustafá Kemal Atatürk, padre fundador de la actual Turquía


Fue el Tratado de Lausana, firmado en 1923, el que determinó las fronteras entre Turquía y los mandatos para Siria e Irak. Sin embargo, nunca se gestó ningún mandato para Armenia, ya que Turquía y la joven Unión Soviética invadieron conjuntamente el naciente estado armenio y aniquilaron su independencia. La URSS puso fin, por aquel entonces, a las tres nuevas repúblicas soberanas del Cáucaso que se habían separado de Moscú durante la guerra civil rusa de 1920-21. Ninguna entidad kurda se desarrolló fuera de la zona autónoma, ya que Mustafá Kemal logró persuadir a sus correligionarios kurdos musulmanes para que se unieran a él contra adversarios cristianos comunes: los griegos y los armenios, junto con sus grandes potencias aliadas.

La Comisión anglo-francesa Newcombe-Paulet finalmente detalló la frontera entre Palestina y Siria en 1923. El surgimiento del “gran” Líbano -las fronteras del Líbano actual- a partir del Monte Líbano y el mandato sirio en 1924 es una historia tan compleja que me cuesta resumirla aquí. Y, como Secretario Colonial, Winston Churchill creó el Emirato Hachemita de Transjordania una mañana de domingo de 1921 en Jerusalén, “entre puros y brandy”, en condiciones también demasiado complejas para resumirlas aquí. Cabe destacar que, en este caso, se crearon fronteras para una entidad que nadie, ni en su imaginación más descabellada, concibió siquiera que existiera en mayo de 1916.

Y, por supuesto, trazar las fronteras de Transjordania significó trazar una frontera occidental para lo que se convirtió en Irak. Si alguien hoy en día nunca ha oído hablar, por ejemplo, del problema del “capítulo árabe”, significa que nunca ha descifrado los archivos, que depende completamente de literatura secundaria defectuosa y que realmente no tiene ni idea de lo que dice cuando habla de Irak en la configuración territorial que asumió en 1920. Por si fuera poco, posteriores ajustes entre la Siria francesa y la Mesopotamia británica (posteriormente llamada Irak) trasladaron Mosul de la zona francesa a la británica a cambio de concesiones francesas en la industria petrolera local.

Mientras tanto, el Reino de Nejd, nunca colonizado, invadió el Hiyaz en 1924, expulsando a los hachemitas, lo que finalmente condujo a la adopción del término Reino de Arabia Saudita en 1932. Dos años después, Arabia Saudita atacó Yemen y se anexionó las provincias de Asir y Najran. Las fronteras entre Siria y Transjordania, y entre Transjordania y Arabia Saudita, no se definieron hasta mediados de la década de 1930. En 1938, una provincia del norte de Siria -Hatay, o lo que antes se conocía como Sandjak de Alejandreta y luego Cilicia- fue cedida a Turquía por Francia, con el consentimiento británico, en un acuerdo diseñado para evitar el apoyo turco a Alemania en la inminente guerra.

Se podría profundizar en la descripción de cómo se trazaron las fronteras del Oriente Medio "moderno", incluyendo la creación de los jeques del Golfo Pérsico, el último de los cuales (los Emiratos Árabes Unidos) no se creó hasta 1971. En otras palabras, ¡"Fronteras Sykes-Picot"! ¡Ni hablar! La insinuación de que alguna vez existieron es pura y simple mentira.

Mucho sobre cómo se trazaron y cómo no se trazaron las fronteras. Pero ¿por qué sucedió así? Las preguntas de "por qué" suelen ser mucho más difíciles de responder que las de "cómo", pero un breve intento quizás sea útil porque arroja algo de luz sobre lo que los observadores contemporáneos afirman que Sykes-Picot significa para nosotros, o debería significar para nosotros, un siglo después. 

Si existe alguna lección, esta debería extenderse más allá de Oriente Medio, pues los Aliados no solo arrebataron al sultán el control de las provincias árabes del Imperio Otomano, sino que también desmembraron los imperios de los Habsburgo y los Hohenzollern. El Imperio Romanov, mientras tanto, al final de la guerra, se encontraba en proceso de desmembrarse (temporalmente).

 

Un mapa detallado que muestra el Imperio otomano y sus dependencias, incluyendo sus divisiones administrativas (valiatos, sanjacados, kazas), en el año 1899



Pero centrémonos por ahora en el desmembramiento del Imperio Otomano. ¿Cuáles fueron las razones?

Razones -en plural- es la forma correcta de plantear la pregunta, porque rara vez una sola razón agota la realidad. Tres parecen ser las más importantes.

Una razón se relacionaba con la prudencia geoestratégica. La rescisión del Imperio Otomano, a lo largo de muchos años, había creado vacíos que fomentaron la competencia entre otras potencias y provocaron crisis y guerras, entre ellas las guerras de los Balcanes a principios del siglo XX y, en la mente de los estadistas de la época, la propia Guerra Mundial. Por lo tanto, un desmembramiento ordenado, alcanzado de mutuo acuerdo, debería hacer que el sistema en su conjunto fuera menos propenso a crisis y guerras en el futuro. El mismo razonamiento se aplicó tanto al desmembramiento previsto del derrotado Imperio de los Habsburgo como al del Imperio Otomano.

Una segunda razón se refería a la competencia imperial en general. La carrera por las colonias entre algunas potencias europeas -principalmente Gran Bretaña, Francia y Alemania- se había acelerado con la capacidad tecnológica para apoderarse y administrar imperios de ultramar. Una conferencia de Berlín en 1888 había dividido el África subsahariana. Posteriormente, la competencia se trasladó en parte al Pacífico Sur. Para 1914, quedaban pocos bienes raíces lucrativos en el planeta, salvo los que poseían los otomanos y que podían ser confiscados como resultado de la guerra. La competencia geoestratégica por los bienes raíces se había vuelto completamente global en la mente de los estadistas de las grandes potencias europeas por primera vez, y había asumido el carácter de una competencia posicional: cada potencia temía quedar en desventaja competitiva si este o aquel territorio caía en manos de un imperio rival. Muchos observadores a lo largo de los años han argumentado que esta competencia era sobre todo de carácter comercial; otros, que también estaba asociada con la grandeza nacional y el ego colectivo. Por muy ciertos que esos motivos pudieran haber sido en la mayoría de los casos, el motivo dominante para la mayoría de las potencias parecía provenir de esta competencia posicional, similar a un juego, que se manifiesta en muchas formas de comportamiento humano. (Los estadounidenses quizás puedan comprender esto mejor en el contexto de la adquisición de Hawái por parte de Estados Unidos. Sin duda, se cometieron algunas acciones ruines en esa saga expansionista; pero en aquel momento parecía obvio que si Estados Unidos no se presentaba, Alemania, Japón o Gran Bretaña lo harían, lo que le crearía una desventaja estratégica).

Una tercera razón, que no fue la más importante en 1914-1916, pero que cobró mucha más influencia en 1918-1919, fue de un tipo completamente diferente. Se trató de un cambio normativo que sostenía que el principio imperial de legitimidad debía ceder ante el principio moralmente superior de la autodeterminación nacional. Esto explica por qué, al final de la guerra, cuando los Aliados comenzaron a repartirse el territorio del Imperio Otomano, no pudieron simplemente tomarlo como botín de guerra imperial, como en tiempos pasados. En su lugar, crearon la idea de los mandatos, asociados con la creación de la nueva Sociedad de Naciones, en virtud de los cuales los territorios de la Turquía otomana y Alemania debían, al menos en teoría, ser guiados hacia la independencia soberana a su debido tiempo. ¿Cómo sucedió esto?

No hay suficiente espacio aquí para abordar plenamente esta cuestión. Baste decir que la base moral de la gobernanza ha evolucionado a lo largo del tiempo, pero lo ha hecho a distintas velocidades y de distintas maneras en distintas zonas de civilización. En la Primera Guerra Mundial, una zona de civilización que avanzaba a una velocidad (Europa Occidental) chocó con otra (Oriente Medio) que avanzaba a otra velocidad. En Europa Occidental, especialmente en Gran Bretaña, Francia y Países Bajos, las sensibilidades religiosas democratizadas habían invadido la política durante aproximadamente el siglo anterior, dando lugar, entre otras cosas, a la campaña para abolir la trata de esclavos. Pero las cruzadas, una vez lanzadas, son difíciles de controlar o anticipar, por lo que no nos sorprenderá saber que el elevado idealismo secularizado de Wilberforce sentó las bases para la colonización del África subsahariana por Gran Bretaña, Francia, Alemania, Portugal y Bélgica.

Nadie ve esto hoy en términos moralmente positivos, pero en ese momento la "carga del hombre blanco" y, en Francia, la misión civilizadora, eran extensiones secularizadas naturales de los elementos evangélicos del pensamiento cristiano, la "mundanización" de las categorías escatológicas. Ciertamente, intereses imperialistas más bajos estaban en juego, pero muchos pensaban sinceramente que el colonialismo era benigno y progresista. Y el crescendo de popularidad del que disfrutó el movimiento abolicionista fue un elemento que dio forma a la doctrina nacionalista de la autodeterminación. Siendo la mente humana promiscuamente asociativa, era solo cuestión de tiempo antes de que la proposición de que ningún hombre debería poseer o tener dominio sobre otro hombre se transformara en la proposición de que ninguna nación debería poseer o tener dominio sobre otra nación.

Por supuesto, el auge del nacionalismo en la Europa del siglo XIX también tuvo otras causas. Pero, sea cual fuere su origen, la fuerza moral de la autodeterminación nacional se unió en la Segunda Guerra Mundial a los otros dos motivos principales para desposeer a los otomanos, mencionados anteriormente. El avance de este nuevo ideal fue impulsado por moralistas armados -los neoconservadores de la época, en efecto-, personificados sobre todo por el presidente estadounidense Woodrow Wilson, quien rechazó cualquier mandato para Estados Unidos.

Las potencias aliadas, en cierto sentido, quedaron atrapadas en este cambio normativo que se alejaba de la legitimidad del principio imperial y se acercaba al nuevo ideal del "estado-nación", donde la comunidad etnolingüística se alineaba con la soberanía política legítima y la constituía como base de la misma. 

Cuando se reunieron en secreto a partir de 1915 para repartirse las tierras otomanas, los señores imperiales de las grandes potencias aliadas jamás imaginaron un sistema de mandatos ni una Sociedad de Naciones. Sin embargo, al finalizar la guerra y a punto de comenzar la conferencia de paz de Versalles en 1919, parecía imposible que otra idea pudiera competir, y mucho menos prevalecer. 

Así pues, cuando se plantea la pregunta: "¿Se concibieron los mandatos como instituciones de transición sinceras hacia una independencia real, o fueron meras tapaderas para la expansión de los imperios francés y británico?", la respuesta no es tan clara como podrían pensar los cínicos; de lo contrario, la frase "estado árabe independiente" nunca se habría inscrito en el mapa original de Sykes-Picot. En verdad, fue un poco de ambas cosas.

Ahora bien, por eso, cuando hoy se dice que la lección de Sykes-Picot es que las grandes potencias no deberían ir por ahí trazando las fronteras de otros -incluidas, de nuevo, las de Oriente Medio-, se genera un gran aplauso en algunos sectores. Incluso puede ser un buen consejo; para los extranjeros, redibujar las fronteras de la región hoy en día implica asumir la responsabilidad de hacerlas cumplir, y nadie en su sano juicio debería entusiasmarse con ello. Pero el consejo, independientemente de la opinión que se tenga, simplemente no se ajusta a la realidad histórica. Una vez que los Aliados decidieron despojar a los otomanos de sus posesiones imperiales y repartirlas, tras la victoria en la guerra, alguien tuvo que trazar algunas fronteras en algún lugar

¿Cuál era la alternativa? ¿Dejar intacto el sistema turco de millet y permitir que los cantones religiosos transterritoriales las sustituyeran como fronteras en una región gobernada por estados europeos con límites territoriales convencionales entre ellos? Incluso si los europeos hubieran imaginado tal solución, habría sido impráctica, casi ridícula. Y ciertamente los lugareños no estaban entonces en posición de trazar sus propias fronteras porque no tenían manera de hacer cumplir lo que hubieran decidido.

En cuanto a la supuesta "artificialidad" de las fronteras creadas en la región, la cual suele ser la alusión inmediata al proclamado pecado imperial de Sykes-Picot, esto también es bastante absurdo. Oriente Medio en 1919, no menos que en 1519, era un mosaico muy heterogéneo de etnias y afiliaciones sectarias, y el Levante más que la mayor parte del resto de la región. Cualquier frontera trazada allí habría sido "artificial" si por lo contrario de artificial se entienden fronteras históricas preotomanas entendidas y legítimas o fronteras que crearon estados-nación homogéneos. Ninguna de las dos existía ni era posible. Y las que se trazaron generalmente se apoyaban en alguna justificación histórica o etnosectaria ("El Hipo de Winston" al trazar la frontera de Transjordania con Arabia Saudita es un ejemplo claro); no eran tan artificiales como parece. (Nota del editor: El "Hipo de Winston" o el "Estornudo de Churchill" es el enorme zigzag en la frontera oriental de Jordania con Arabia Saudí, supuestamente porque Winston Churchill trazó la frontera de Transjordania después de un generoso y largo almuerzo).





Si las semillas de los actuales problemas en Oriente Medio se sembraron entre 1914 y 1918, no provienen de fronteras supuestamente artificiales trazadas por edictos imperiales, de los cuales Sykes-Picot fue una parte de mediana importancia

Provienen, en cambio, del intento de imponer el concepto occidental de Estado territorial secular y weberiano en una parte del mundo donde no existían precedentes. El motivo fue, al menos en cierta medida, benigno: hacer esta parte del mundo más moderna, más “progresista”, en el lenguaje de la época. Sin embargo, el resultado fue la creación, en última instancia, de una serie de estados independientes débiles, cada uno con una vida media diferente, pero no, históricamente hablando, muy larga. Su decadencia nos acecha ahora en un momento en que las tensiones que sienten todos los estados han aumentado notablemente. No es sorprendente que los más débiles sean los primeros en convertirse en polvo.

Y la ironía de todo esto es casi demasiado agria para soportarla. Los fuertes estados occidentales del período de la Primera Guerra Mundial, sin darse cuenta, causaron un sinfín de problemas a los pueblos y sociedades del Medio Oriente al incubar una arquitectura política que el suelo de sus tierras no podía soportar. Y ahora estos estados se están desmoronando, esparciendo demonios por todas partes en forma de Al-Qaeda, ISIS/Estado Islámico y quién sabe qué vendrá después, causando un sinfín de problemas a los pueblos y sociedades de Occidente en un momento en que la capacidad incluso de los estados relativamente fuertes para lidiar con tales problemas ha disminuido significativamente. Llámenlo "venganza" si quieren, no que sea conscientemente forjado o remotamente intencional en el sentido que acabamos de describir; es decir, los estados de la región que explotan como bombas suicidas simbólicas diseñadas para matar a enemigos extranjeros seleccionados. Sin embargo, una cosa es segura: la venganza no siempre es dulce.

Sykes-Picot cumple más de cien años, y lo que para la mayoría de la gente parece significar -a juzgar por lo que se ofrece- no solo se basa en diversos tipos de error, sino que trivializa profundamente la verdadera historia. La verdadera historia, una vez que uno la conoce realmente, no trata sobre imperialismo ni política de poder, ni sobre victimarios ni víctimas. La verdadera historia trata sobre cuán frágiles e interconectadas somos las criaturas humanas, sobre lo poco que comprendemos y podemos prever, y, sobre todo, sobre la inquietante rapidez con la que culpamos a otros de nuestros propios problemas y los de los demás.


Adán Garflinke

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Fuentes: 

20 septiembre 2025

¿Fue la Primera Guerra Mundial un trágico accidente? - ¿Y si el Tratado de Versalles hubiera triunfado?




Selección de artículos


Volviendo al clásico cuestionamiento de los ¿y si? presentamos dos importantes artículos publicados en la revista digital Historia.net (las publicamos juntas por su relación inmediata). Los textos originales en inglés titulan: “What If World War I Was Just a Tragic Accident?”, redactado por Daniel McEwen (noviembre 2022); el segundo texto, refiere al polémico Tratado de Versalles y el cuestionamiento de si habría sido posible que lograra imponerse en Europa, “What If the Treaty of Versailles Had Succeeded?”, de Mark Grimsley (octubre 2014).

El lector comprenderá el por qué se ha decidido darles una secuencia en este post, se trata de reflexiones de alto valor histórico, razonamientos académicos alejados de los clásicos relatos de batallas y cifras, esa es la razón por la que se omite algunos párrafos en esta publicación, sobre todo datos estadísticos que no afectan en nada el sentido y el mensaje de los artículos originales.

Por las dudas, queda aclarado que las siguientes líneas son transcripciones textuales de los autores mencionados. El lector puede consultar la fuente original en los enlaces abajo constantes.

Buena lectura.


*********

¿Qué pasaría si la Primera Guerra Mundial hubiese sido solo un trágico accidente?

Daniel McEwen

En el siglo transcurrido desde que terminó, los historiadores han señalado muchas causas, pero ¿es posible que ninguna de las naciones combatientes quisiera la guerra?

Cualesquiera que fueran las esperanzas que los combatientes pudieran haber tenido inicialmente de que la Primera Guerra Mundial fuera breve y relativamente indolora, pronto murió en medio de las trincheras y el alambre de púas. (Colección Everett histórica, Alamy Stock Photo)

La gente todavía mira la Primera Guerra Mundial con horrorizada incredulidad. Ese "éxtasis de torpeza" de cuatro años mató a unos 10 millones de soldados y quizás a otros tantos civiles, números que desafían la comprensión. Los gobiernos conmocionados tenían poco que mostrar por los campos de cruces blancas que aparecían en sus paisajes llenos de viruelas. Las familias afligidas de todo el mundo querían saber quién tenía la culpa de haber enviado a sus hijos, padres y esposos a morir de manera espantosa e inútil en lo que el diplomático e historiador estadounidense George F. Kennan denominó "la gran catástrofe seminal", o Urkatasrophe ("catástrofe original") para los alemanes.

¿Quién en realidad? ¿Y por qué? A lo largo de las décadas transcurridas desde que se silenciaron los cañones de la "Guerra que no acabó con la guerra", los escritores de unos 30.000 libros, informes técnicos y artículos académicos han debatido la cadena de acontecimientos que provocaron consecuencias históricas, sociales, económicas y tecnológicas sin precedentes que dejaron radiactiva la política euroasiática hasta finales de siglo. Nuevas investigaciones se suman continuamente a esta biblioteca, a menudo trayendo más controversia que claridad.

Que había caballeros y bribones en todos los campamentos es un hecho. Sin embargo, si parecían haber actuado como tontos, sinvergüenzas o locos, júzguenlos "en el contexto de su tiempo, no en el nuestro", instan los historiadores, lo que suena sospechosamente como tener que aceptar "parecía una buena idea en ese momento" como explicación.

Si la guerra fue inevitable o evitable depende de los libros que uno lea. Muchos sostienen la idea de que en las décadas previas a 1914 toda Europa estaba entusiasmada con ir a la guerra, que sus naciones eran campos armados y que al acumular ejércitos de un millón de hombres solo alimentó lo que el historiador australiano Sir Christopher Clark ha llamado "la ilusión de una presión causal en constante aumento". En esta versión de la historia, la Alemania imperial era una dinamo emergente infundida con visiones de encontrar su merecido "lugar en el sol" y se metió en una carrera por colonias y superioridad naval que alteró peligrosamente el equilibrio de poder.


Los líderes nacionales, tanto civiles como reales, como el zar Nicolás II, elevaron la moral militar con discursos y visitas a las tropas. / Roger Viollet, API, Getty Images


En lo que se conoce como la "Lucha por África", desde mediados de la década de 1880 hasta la víspera de la Primera Guerra Mundial, casi el 90% del continente fue colonizado por potencias europeas occidentales, principalmente Gran Bretaña y Francia. Aunque Alemania dio el pistoletazo de salida, sus ambiciones no se cumplieron. El canciller Otto von Bismarck había convocado la Conferencia de Berlín de 1884-85 con el propósito expreso de dividir África de una manera diseñada para evitar tropezar con una guerra. La lucha en sí estuvo marcada por una serie de "incidentes internacionales" que involucraron alguna combinación de Alemania, Gran Bretaña o Francia, pero estos se resolvieron pacíficamente.

La carrera armamentista naval simultánea entre Gran Bretaña y Alemania es la obra maestra del argumento a favor de la guerra. Cuando Alemania concedió efectivamente esa carrera en 1912, Gran Bretaña tenía 61 buques de guerra de primera línea frente a los 31 de Alemania de calidad media. Una sola y breve salida en Jutlandia en 1916, aunque fue una victoria táctica para la Armada Imperial Alemana, fue suficiente para mantenerla atracada durante la guerra. Se escuchó a un enojado vicealmirante Curt von Maltzahn enfurecerse: "Incluso si grandes partes de nuestra flota de batalla estuvieran en el fondo del mar, lograría más de lo que logra estar bien conservada en nuestros puertos".

A menudo se retrata a Francia como sedienta de venganza después de su humillante derrota en 1870 ante Prusia, además de estar ansiosa por recuperar Alsacia-Lorena. "Incluso un conocimiento superficial de los eventos muestra que no hay verdad en esta afirmación", responde Michael Neiberg, presidente de Estudios de Guerra en el Colegio de Guerra del Ejército de EE. UU. en Carlisle, Pensilvania. En su libro Dance of the Furies: Europe and the Burst of World War I, Neiberg clava una estaca en el corazón de este argumento, revelando que fue un espeluznante juicio por asesinato, no Alsacia-Lorena, lo que preocupó al público francés durante la crisis de julio de 1914. Cita encuestas que muestran que apenas el 4% de los ciudadanos franceses consideraba que valía la pena ir a la guerra por la región.

La erudición del politólogo de Notre Dame, Sebastian Rosato, confirma que ni Alemania ni Francia aumentaron notablemente el tamaño de su ejército en la década previa a la guerra. Francia estaba tan poco preparada que alrededor del 95% de los proyectiles de artillería que disparó en 1914 se fabricaron en Alemania, mientras que sus fábricas textiles solo podían producir uniformes azules. "No hubo un amplio apoyo público a la guerra entre las clases trabajadoras de Europa", señala Rosato. "Los votantes en Francia y Alemania antes de la guerra votaron consistentemente por partidos antimilitares".

Tampoco las familias de los últimos cuatro imperios soberanos de Europa querían la guerra. Los Hohenzollern de Alemania; los Habsburgo de Austria-Hungría, cuyo emperador Francisco José había declarado paradójicamente: "Es el primer deber de los reyes mantener la paz"; los Romanov de Rusia, conocidos por disparar a multitudes de manifestantes; y los Tres Pashas, cuyo tambaleante imperio otomano estaba en soporte vital cuando estalló la guerra. Este grupo se negó a entrar suavemente en la buena noche del monarquismo constitucional, aferrándose a la riqueza y el poder al suprimir los movimientos reprimidos por la independencia política, la reforma social, la libertad religiosa y la democratización que habían agitado sus imperios durante el siglo XIX. Sus poblaciones estaban ansiosas por seguir adelante con lo que la historiadora de la Universidad de Oxford, Margaret McMillan, denomina "la transición de sujeto a ciudadano". La idea de que una guerra pudiera dar a estas masas rebeldes los medios y la oportunidad de hacer precisamente eso mantuvo a estas familias despiertas por las noches, y con razón. En 1918, una diáspora real los había arrojado a todos al viento.

En su libro 1913: En busca del mundo antes de la Gran Guerra, el historiador británico-australiano Charles Emmerson describe una Europa que celebra una edad dorada de paz, progreso y prosperidad. "Sería muy, muy difícil imaginar esta construcción maravillosa, brillante, rica, globalizada, próspera y civilizada que se ha construido durante los últimos cien años... podría ser destrozado por la guerra en un momento de locura", señala Emmerson. De hecho, en mayo de 1914, el subsecretario británico de Asuntos Exteriores, Sir Arthur Nicolson, se sintió impulsado a declarar: "Desde que estoy en el Ministerio de Asuntos Exteriores no he visto aguas tan tranquilas".

Pero si la "fiebre de la guerra" estuvo ausente en los años previos a 1914, ¿qué explica los desfiles militares abarrotados por espectadores que vitoreaban, las estaciones de reclutamiento desbordadas y los trenes llenos de hombres sonrientes que se despedían de sus esposas y madres, como se captura en las películas granuladas de la época?


Contrariamente a los temores entre los gobiernos europeos de que el estallido de la guerra causaría disturbios civiles generalizados entre sus pueblos, las noticias sobre la movilización militar fueron recibidas inicialmente con un entusiasmo público casi histérico. Multitudes en todo el continente vitorearon a las tropas. / Roger Viollet, API, Getty Images


"Es fundamental para comprender la Primera Guerra Mundial, comprender cuán profundamente los hombres que se alistaron en todos los bandos realmente compraron el mito de la 'guerra corta'", dice Neiberg. Dado que la idea de la guerra estaba tan alejada de la conciencia pública cuando estalló repentinamente, todos los gobiernos combatientes se apresuraron a asegurar a su ansiosa población que estaban actuando puramente en su defensa, un argumento presentado con diversos grados de credibilidad. Bélgica podría hacer esa afirmación con razón. Francia hizo un punto de orgullo nacional no dar el primer golpe. De hecho, había retirado su ejército a varias millas de la frontera alemana en Alsacia-Lorena para evitar cualquier incidente que pudiera desencadenar disparos.

Alemania, mientras tanto, cargó a sus hombres en trenes, afirmando estar respondiendo de la misma manera a la movilización rusa. "Desenvainamos la espada con la conciencia limpia y con las manos limpias", juró solemnemente el káiser Guillermo II, aunque su junta militar tuvo problemas para explicar por qué los trenes que transportaban un ejército "defensivo" se dirigían hacia Bélgica, que no había disparado un tiro con ira, en lugar de Serbia, donde el asesino Gavrilo Princip había matado al archiduque austriaco Francisco Fernando y a su esposa Sofía en Sarajevo el 28 de junio. 1914.

Los generales de los ejércitos austrohúngaro y ruso tenían muchas razones para temer que la lealtad patriótica a un monarca que había maltratado a su población en tiempos pasados no motivara a los hombres a responder a las órdenes de convocatoria. Estaban equivocados. Los reclutas aparecieron por millones. Hombro con hombro estaban capitalistas, socialistas, monárquicos, nacionalistas, campesinos y príncipes, la mayoría de los cuales creían apasionadamente que estaban luchando para defender su patria de un ataque no provocado que amenazaba la supervivencia de su nación. ¿Quién no estaría ansioso?

Los hombres también se alistaron rápidamente porque creían con el mismo fervor que estarían en casa para Navidad, usando medallas y deleitando a las damas con historias de guerra. Tal flimflam patriótico se convirtió en un artículo de fe entre los hombres que habían respondido al llamado de su respectivo país y perseguiría a todos los que lo promocionaran. El káiser prometió a sus hijos que estarían en casa "antes de que caigan las hojas" porque la fe en las guerras cortas y decisivas fue la base de la planificación militar alemana en 1914. ¿No había vencido Prusia a Austria en siete semanas en 1866 y a Francia en seis meses en 1870?

Los comandantes de todos los ejércitos europeos habían aprendido la lección equivocada de las relativamente breves guerras regionales del siglo XIX. Sus observadores habían sido testigos de primera mano de cómo la innovación tecnológica, el aumento constante en el alcance y la velocidad de disparo de los rifles, y el advenimiento de las primeras ametralladoras y proyectiles de artillería 10 veces más poderosos que las balas de cañón de Napoleón, estaban haciendo que el campo de batalla fuera cada vez más letal para los soldados. Estos eran presagios de una tendencia aterradora que los establecimientos militares de todos los uniformes malinterpretaron salvajemente.

Increíblemente, el mensaje aparentemente recogido por los observadores militares fue que las tropas infundidas con ímpetu patriótico podrían abrumar incluso a las defensas enemigas más fuertes. Este cálculo ingenuo, si no insensible, significaba que lo único inevitable de la Primera Guerra Mundial era su horrendo número de muertos.




A finales del siglo XIX, el empresario y teórico militar polaco Jan Gotlib Bloch buscó cuantificar metódicamente la guerra moderna. Sus conclusiones llegaron como la madre de todas las verdades incómodas para los planificadores militares de la época. En esencia, declaró que la guerra se había vuelto demasiado grande, demasiado destructiva, demasiado mortal, demasiado costosa y demasiado impredecible para ser un instrumento efectivo de "política por otros medios". Bloch fue ignorado. En 1914, las ametralladoras convirtieron las valientes cargas de las tropas a campo abierto en masacres obscenas; aún más fueron volados en pedazos por la artillería masiva de fuego rápido. Alemania sola sufrió más de un tercio de todas sus bajas en los primeros tres meses del conflicto. Así, las trincheras se han convertido en el icono de la Primera Guerra Mundial.

Ninguna discusión sobre cómo comenzó la guerra omite el Plan Schlieffen. Ese plan militar alemán para sacar rápidamente a Francia de una futura guerra demostró ser más de lo que podían manejar. El "Milagro del Marne" de 1914 de los aliados detuvo a las divisiones vestidas de gris del káiser a 50 millas de París. El fracaso del plan se considera el primer paso en falso de Alemania en el camino hacia el desastre. Sin embargo, argumenta Rosato, la propuesta del mariscal de campo Alfred von Schlieffen, escrita una década antes, nunca fue más que un "ejercicio teórico en papel" para justificar la expansión del ejército alemán. El plan, tal como era, estaba diseñado solo para mantener a Francia bajo control mientras Alemania se enfrentaba a su verdadero enemigo, Rusia; nunca se suponía que hubiera un gancho de izquierda en París. En 1914, los alemanes habían planeado solo una serie de pequeños tiroteos defensivos, pero dada la rápida retirada francesa, sus tropas se vieron obligadas a seguirlos. Por lo tanto, la operación fue un caso clásico de expansión de la misión que solo se parecía al Plan Schlieffen.

A fines de 1914, con millones de muertos y sin un final a la vista para la matanza, la promesa de la "guerra corta" quedó expuesta como el mito asesino que era. Entonces, ¿por qué las fuerzas opuestas no detuvieron la locura y buscaron un acuerdo negociado? Porque para entonces cada nación combatiente creía que estaba librando una guerra defensiva que tenía que ganar si quería sobrevivir. Como en todas las guerras, la muerte de los camaradas solo hizo que los que aún estaban vivos estuvieran más decididos a matar al enemigo en venganza. "La intensidad del odio ya engendrado en todos los bandos hizo imposible la paz", dice Neiberg.

Así que la guerra molió su sangrienta molienda durante tres años más. Los historiadores discuten seriamente las diversas oportunidades que surgieron para que un lado u otro, especialmente Alemania, hubiera dado un golpe decisivo que habría "ganado" la guerra. Sin embargo, no es realista creer que Alemania tenía la capacidad de ganar la guerra como sus líderes imaginaban ganar. Sus homólogos en Londres, Moscú y Washington habrían tenido tolerancia cero para el tricolor alemán que ondeaba en lo alto de la Torre Eiffel.

Mientras tanto, anclada al otro lado del Canal de la Mancha había una armada con una tradición de tres siglos de anotar victorias ganadoras de guerra sobre armadas rivales. La fuerza marítima más grande de la tierra, la Royal Navy de Gran Bretaña, proyectó y protegió el poder del imperio más grande de la tierra. Si Alemania hubiera triunfado en el continente, Berlín no habría tenido medios para impedir que Gran Bretaña usara sus vastos recursos humanos, financieros, naturales e industriales para hacer la guerra. Los barcos de la Royal Navy se apoderaron o hundieron una cuarta parte de la marina mercante del káiser en solo tres meses, mientras que los submarinos alemanes hicieron poco más que hacer serios enemigos.

Ya sea zarista o comunista, Rusia siempre ha sido vasta. Ninguna nación entonces o ahora ha poseído nunca el alcance militar para conquistarla. Es por eso que Alemania permitió que un desconocido descontento y desempleado llamado Vladimir Lenin hiciera su trabajo sucio, permitiendo que el cerebro militar en Berlín evitara convenientemente el problema insuperable de poner botas alemanas en el terreno en Moscú.




Estados Unidos, por su parte, era simplemente demasiado rico para que Alemania lo enfrentara. Al estallar la guerra, sus fábricas ya producían una cuarta parte de los productos manufacturados utilizados por los europeos sin sudar. Un Congreso aislacionista lo mantuvo fuera de la refriega el mayor tiempo posible a pesar de la creciente inquietud pública con la venta de material de guerra a Alemania. Sin embargo, cuando el Telegrama de Zimmerman llegó a los titulares, la opinión pública cambió abrumadoramente a favor de llevar la guerra a los villanos que estaban seguros de que lo habían comenzado todo: los hunos.

Con el beneficio de la retrospectiva, sabemos lo que habría sucedido si el Plan Schlieffen hubiera funcionado en 1914, como lo hizo en el verano de 1940 cuando la Wehrmacht empleó una versión actualizada para pasar por encima de Francia en cuestión de semanas. Adolf Hitler y sus generales procedieron a repetir servilmente todos los mayores errores de Erich Ludendorff, reduciendo finalmente a Alemania a una ruina humeante en la lucha contra los mismos enemigos bien armados y las mismas realidades geopolíticas desalentadoras con el mismo resultado predecible. La escala era mucho mayor y tomó más tiempo, pero el resultado solo parecía dudoso en ese momento.

Se han escrito aún más palabras sobre cómo terminó la guerra que sobre cómo comenzó. El Tratado de Versalles de 1919 colocó inicialmente toda la culpa de la guerra sobre los hombros de Alemania. Las revisiones posteriores lo rebajaron a un desafortunado accidente, sin un país al que culpar, llamémoslo la "Guerra de los Ups". Luego, en 1961, el historiador alemán Fritz Fischer publicó una acusación condenatoria de 900 páginas sobre el papel de su nación en el inicio de la "Marcha de la Locura" de Europa, reviviendo el debate con fuerza. La prueba A fue el infame "cheque en blanco" de apoyo del káiser que incitó a Austria-Hungría a castigar a Serbia por el asesinato de Francisco Fernando.


El archiduque austriaco Francisco Fernando y su esposa Sofía descienden los escalones del ayuntamiento de Sarajevo el 28 de junio de 1914. Su asesinato minutos después se ha considerado durante mucho tiempo la chispa que encendió la Primera Guerra Mundial. / Ullstein Bild, Getty Images


Pero el historiador estadounidense Samuel R. Williamson Jr. se encuentra entre los que rechazan lo que él llama el "paradigma alemán". En cambio, presenta un caso convincente de que el emperador austrohúngaro Francisco José I y su ministro de Relaciones Exteriores, Leopold Berchtold, jugaron al káiser como un violín, manipulando cobardemente el cheque en blanco para lanzar no una incursión punitiva sino un ataque total contra Serbia. Vale la pena señalar que a pesar de perder casi un tercio de su población durante la guerra, el porcentaje más alto de cualquier nación, Serbia resultó ganadora en las conversaciones de paz. Las fronteras de la posguerra finalmente lo expandieron al superestado eslavo de Yugoslavia. Visto desde esa perspectiva, Williamson califica el asesinato de Sarajevo como "el acto terrorista más exitoso de todos los tiempos".

Cualquier villanía implícita fue compartida, sostiene el historiador Clark. "Si bien cada nación tenía una comprensión limitada de la complejidad de lo que se estaba desarrollando", dice, todos llegaron a ver la volatilidad de los Balcanes como circunstancias estratégicas beneficiosas para avanzar en sus respectivas agendas políticas. El diplomático alemán Kurt Riezler resumió la actitud en una carta a su prometida: "La guerra no era deseada, pero aún así calculada, y estalló en el momento más oportuno".

¿Es debido a nuestro persistente desprecio por la Primera Guerra Mundial que celebramos la Segunda Guerra Mundial, los seis años más mortíferos de la historia humana, como la "Guerra Buena"? Mató al menos tres veces más personas, en su mayoría civiles, con bombardeos incendiarios, campos de concentración y armas nucleares, entre otros medios horribles. El hecho de que su final se celebrara con los Días de la Victoria (como en "Nos alegramos de haber ganado") frente al final de la Primera Guerra Mundial, que se denominó Día del Armisticio (como en "Nos alegramos de que haya terminado") dice mucho. Hablando de volúmenes, sin duda también habrá más de esos, y el debate continuará.


Parte II

¿Y si el Tratado de Versalles hubiera tenido éxito?

Mark Grimsley

Una segunda guerra europea podría haber sido inevitable desde el principio.

Cuando los cañones a lo largo del Frente Occidental callaron el 11 de noviembre de 1918, la mayor parte del mundo respiró aliviado. La guerra que muchos creían que duraría solo unos pocos meses se había prolongado durante cuatro años, devastó gran parte de Bélgica y el noroeste de Francia, derrocó a Rusia en la revolución, disolvió los imperios austrohúngaro y otomano, mató al menos a 16 millones de personas (seis millones de ellas civiles) e hirió a 20 millones más. En ese momento fue, con mucho, el peor conflicto de la historia.

Dada su escala, muchos esperaban que la Gran Guerra estuviera a la altura del epíteto del ensayista británico H. G. Wells de 1914: "la guerra que terminará con la guerra". Pero, ¿cómo crear una paz que pueda lograr este noble objetivo? Por lo menos, los negociadores que se reunieron en el llamativo palacio de Versalles esperaban forjar un acuerdo tan duradero como el Congreso de Viena de 1815. Ese esfuerzo había restaurado Europa a raíz de las guerras napoleónicas e inauguró la "Larga Paz" que evitó a Europa un estado de guerra general durante casi un siglo.

Los pacificadores fracasaron, por supuesto, y el acuerdo de Versalles se convirtió, como predijo tristemente el mariscal Ferdinand Foch, comandante supremo de los ejércitos aliados, en un mero "armisticio durante 20 años".


Firma del Tratado de Versalles 1919, William Orpen (dominio público)


Pero, ¿podría haber tenido éxito el Tratado de Versalles? ¿Se podría haber evitado una segunda guerra mundial? La opinión de Williamson Murray, uno de los historiadores militares más destacados de la actualidad, es un rotundo no. Los buenos contrafácticos dependen de "reescrituras mínimas" plausibles de la historia, de lo contrario son ejercicios estériles desprovistos de una visión significativa. En opinión de Murray, no es posible una reescritura mínima del acuerdo de Versalles.

¿Podría haber sido más indulgente con Alemania?

En Versalles, predominaron dos problemas. La primera: ¿qué hacer con Alemania? Dos respuestas básicas eran posibles. Una paz indulgente basada en la ausencia de anexiones ni indemnizaciones, como postuló el presidente Woodrow Wilson en sus famosos "Catorce puntos". O una paz punitiva que hizo que Alemania fuera incapaz de hacer daño. Un acuerdo puramente wilsoniano estaba fuera de discusión; la opinión popular en Gran Bretaña, Francia y otros lugares simplemente no lo habría aceptado. En cambio, Wilson lanzó mucha influencia diplomática estadounidense en el establecimiento de una Sociedad de Naciones destinada a resolver disputas pacíficamente. Esto resultó ser una empresa quijotesca.

Francia, la gran potencia occidental que había sufrido la peor parte de la malicia alemana, estaba muy decidida a desmontar la fuerza militar alemana (un objetivo que logró) y a asegurar lo suficiente en reparaciones para compensar el tremendo precio financiero y humano que había pagado. La incongruencia en el segundo objetivo, como señala Murray, es que Alemania no podría pagar las reparaciones masivas que Francia buscaba sin recuperar su antiguo estatus como potencia económica preeminente de Europa. En consecuencia, en unos pocos años, los aliados ajustaron el calendario de reparaciones para permitir la plena recuperación económica alemana.

¿Qué pasa con el imperio austrohúngaro?

La segunda pregunta importante: ¿qué hacer con el guiso multiétnico creado por el colapso del Imperio Austro-Húngaro? Aquí un segundo elemento importante en la fórmula wilsoniana para la paz se volvió central: la autodeterminación. El nacionalismo serbio había ayudado a desencadenar la Gran Guerra; ahora las aspiraciones nacionalistas de otros grupos étnicos prometían mantener a Europa en crisis a menos que esas aspiraciones fueran satisfechas. Por esa razón, el acuerdo de Versalles dividió Europa central y oriental en un mosaico de pequeños estados-nación como Austria, Checoslovaquia, Hungría y, sobre todo, Polonia.

Esto tuvo tres consecuencias infelices. En 1914, Alemania había limitado con tres grandes potencias: Francia, Austria-Hungría y Rusia, que, desde el punto de vista del equilibrio de poder, tenían una posibilidad razonable de mantener bajo control las ambiciones alemanas. Después de Versalles, Alemania se enfrentó directamente a una sola gran potencia: la hastiada y muy maltratada Francia. La creación de un corredor polaco hacia el Mar Báltico, aunque necesario para hacer económicamente viable un estado polaco, dividió efectivamente a Alemania en dos, un resultado que los alemanes consideraron comprensiblemente intolerable. Y el principio de autodeterminación excluía notoriamente a Alemania: además de otras pérdidas territoriales, se le negaba explícitamente a las zonas de habla alemana como los Sudetes, así como el derecho a unirse con la Austria de habla alemana. Los alemanes consideraron estas sanciones, con razón, como un doble rasero injusto.

Quizás la mejor oportunidad de resolver el problema de Alemania, afirma Murray, se perdió cuando los aliados, en lugar de seguir luchando, aceptaron la solicitud de armisticio de Alemania. Poner fin a la guerra sin invadir Alemania permitió a muchos alemanes concluir que su país no había sufrido una derrota militar, sino que había sido "apuñalado por la espalda" por socialistas y judíos. Se sabe que el general estadounidense John J. Pershing abogó por llegar hasta Berlín. Pero los franceses y los británicos nunca consideraron seriamente tal curso. En cambio, abrazaron con gratitud la oportunidad de poner fin a la guerra de inmediato. Dadas las horribles pérdidas que ya habían sufrido, es imposible imaginarlos haciendo otra cosa.




¿Versalles siempre estuvo condenado?

Con todo, concluye Murray, los pacificadores reunidos en Versalles se enfrentaron a una tarea imposible. No pudieron reconciliar las aspiraciones de las diversas partes interesadas, las presiones de la opinión popular y los principios en conflicto que rondaban la mesa de conferencias. El título del ensayo en el que Murray presenta su argumento es, por lo tanto, muy apropiado: "Versalles: la paz sin posibilidad".

A diferencia de otros escenarios hipotéticos, en los que la lección clave es que un ligero cambio aquí o allá podría haber alterado el resultado, un análisis contrafáctico del acuerdo de Versalles arroja una visión sorprendentemente diferente. Sugiere fuertemente que una segunda guerra europea general era inevitable desde el momento en que terminó la Gran Guerra

El mariscal Foch, entonces, estaba más en lo cierto de lo que pensaba. El acuerdo de Versalles no solo resultó ser nada más que un armisticio durante 20 años, sino que nunca podría haber sido otra cosa.

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