Nota previa del editor del blog
Hoy presentamos una combinación de artículos del geógrafo y politólogo italiano Manlio Dinucci, autor de varios libros sobre política europea y columnista para diversos medios nacionales e internacionales, sus cortos pero precisos análisis se publican habitualmente en el diario italiano "Il Manifesto", periódico que representa la voz de los intelectuales de izquierda (aunque se identifica como quotidiano comunista), en realidad fue fundado por un grupo disidente del PCI (Partido Comunista de Italia), que, por ejemplo en 1969, se expresaron en contra de la invasión soviética de Checoslovaquia.
Desde 1990 el periodismo italiano ve 'il manifiesto' como un periódico más independiente, considerado unánimemente como un ejemplo de periodismo creativo y sofisticado, no exento de oposición por su contenido político; 'il manifiesto', incluso, ha hecho frente a las reclamaciones presentadas en su contra por la OTAN a través del servicio de relaciones públicas del Mando Conjunto de la OTAN en Nápoles, en especial por un artículo de Manlio Dinucci "Bajo el dominio de Estados Unidos y la OTAN" de marzo de 2018. En igual sentido, también el Departamento de Estado se ha dirigido a otros diarios cuyos artículos aparecen en Red Voltaire para que corten toda colaboración.
Aprecio necesario hacer este tipo de aclaraciones; una vez más insistiré que este blog, a pesar de su corazoncito izquierdoso, no hace proselitismo político, ni su editor ha militado nunca en movimiento o partido político alguno. La línea editorial de este blog es histórica bajo la lupa del análisis geopolítico.
A continuación repasemos una recopilación de los últimos artículos del mencionado Manlio Dinucci que en su formato original han sido traducidos por la página Web Red Voltaire.
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La ley que da al presidente de Estados Unidos licencia para matar
por Manlio Dinucci
Al cambiar de casaca y conceder su aval a la entrega de Kabul, el presidente estadounidense Joe Biden retoma la estrategia Rumsfeld-Cebrowski de la guerra sin fin. Ya no se trata de desplegar grandes cantidades de tropas en el terreno sino de multiplicar los “teatros” de intervención donde operarán drones “asesinos”, unidades de fuerzas especiales y mercenarios. La guerra sólo cambia de aspecto pero sigue extendiéndose.
El 18 de septiembre de 2001, una semana después de los hechos del 11 de Septiembre, el Congreso de Estados Unidos aprobaba, gracias al voto conjunto de republicanos y demócratas, la Ley Pública 107-40, donde se estipula:
"El Presidente está autorizado a utilizar toda la fuerza necesaria y apropiada contra las naciones, organizaciones y personas que él considere que planificaron, autorizaron, cometieron o ayudaron en los ataques terroristas ocurridos el 11 de septiembre de 2001, o que hayan dado refugio a esas organizaciones o personas, con el objetivo de prevenir todo futuro acto de terrorismo internacional contra Estados Unidos de parte de esas naciones, organización o personas".
Esa ley, que confirió al presidente republicano George W. Bush plenos poderes de guerra, había sido redactada por el senador demócrata Joe Biden, entonces presidente de la Comisión de Relaciones Exteriores.
El presidente George W. Bush se veía así autorizado por el Congreso, en nombre de la «guerra contra el terrorismo», a utilizar la fuerza militar no sólo contra organizaciones o personas sino incluso contra naciones enteras, cuya culpabilidad sería simplemente decretada por él mismo, investido de la autoridad para emitir una sentencia sin juicio e inapelable, y ordenaba la inmediata ejecución de los “culpables” mediante una guerra.
En otro artículo, "¿Aprendió alguien algo de la catástrofe afgana?", Manlio Dinucci, resume la guerra de Afganistán: No lo decimos nosotros, es el presidente Joe Biden quien acaba de reconocerlo: Washington nunca buscó ayudar a los afganos y mucho menos construir un Estado en Afganistán. Lo que tanto nos repitieron los medios durante 20 años era sólo propaganda.
En su alocución del 16 de agosto sobre Afganistán, desde la Casa Blanca, el presidente Biden hizo una declaración lapidaria: "Nuestra misión en Afganistán nunca tuvo como objetivo construir una nación. Nunca apuntó a crear una democracia unificada y centralizada". "Nuestro único interés nacional en Afganistán sigue siendo hoy lo que siempre fue: impedir un ataque terrorista contra la patria estadounidense".
Con esas concisas palabras, el presidente de Estados Unidos enterró inesperadamente la narración oficial que acompañó durante 20 años la «misión en Afganistán», misión a la que Italia (y otros países como España, Francia, Alemania, etc.) dedicó vida humanas y miles de millones de euros provenientes de sus fondos públicos.
El Washington Post, deseoso de limpiar su propio armario de esqueletos (las hoy llamadas fake news), lanza el oprobio sobre esas palabras de Joe Biden al señalar que: "Los presidentes de Estados Unidos y los dirigentes militares engañaron deliberadamente al público sobre la más larga guerra estadounidense, librada en Afganistán durante dos décadas".
El objetivo real de esa guerra era concretar la ocupación del territorio afgano, de primera importancia geoestratégica por tener fronteras con las tres repúblicas centroasiáticas ex soviéticas (Turkmenistán, Uzbekistán y Tayikistán), y con Irán, Pakistán y China (específicamente con la región autónoma de Xinjiang (o Sinkiang). En aquella época, ya se veían señales claras de acercamiento entre China y Rusia. Los presidentes Jiang Zemin y Vladimir Putin habían firmado el Tratado de Buena Vecindad y Cooperación Amistosa, definido como «piedra angular» de las relaciones entre sus países. Washington veía la naciente alianza entre China y Rusia como una amenaza para los intereses estadounidenses en Asia. "Existe la posibilidad de que surja en Asia un rival militar con una formidable base de recursos", advertía el Pentágono en un informe fechado el 30 de septiembre de 2001.
Volviendo a la ley "permiso para matar" (por darle un nombre figurativo), sólo dos senadores han venido solicitando desde hace tiempo la anulación de esa ley: el demócrata Tim Kaine y el republicano Todd Young. Pero no han tenido éxito.
La Ley del 18 de septiembre de 2001 sigue vigente y, después del presidente republicano George W. Bush, la han utilizado sucesivamente el presidente demócrata Barack Obama, el republicano Donald Trump y, ahora, el demócrata Joe Biden, quien antes fue vicepresidente en la administración Obama. Se calcula que esa ley ha sido utilizada para “legitimar”, durante los últimos 20 años, operaciones militares efectuadas por las fuerzas armadas de Estados Unidos –por orden presidencial– en al menos 19 países, como Afganistán, Irak, Libia, Yemen, Túnez, Kenya, Mali, Nigeria, Somalia, Camerún y Níger.
Tres semanas después de la adopción de esa ley, el presidente George W. Bush ordenaba atacar e invadir Afganistán, "oficialmente" para capturar a Osama ben Laden, "protegido" por los talibanes. Tres meses después ordenaba la apertura de la prisión de Guantánamo, donde llegaban deportados y eran torturados presuntos terroristas de diferentes partes del mundo. Año y medio más tarde, en respuesta a una solicitud de 77 senadores republicanos y demócratas –encabezados por Joe Biden– George W. Bush ordenaba atacar e invadir Irak, acusando a ese país de poseer armas de destrucción masiva, acusación que posteriormente resultó ser falsa. También ordenó aplastar la resistencia con mano de hierro, lo cual quedó confirmado por las imágenes de las torturas aplicadas en la cárcel de Abu Ghraib –reveladas en 2004.
También basándose en la ley de 2001, que lo autorizaba a «utilizar toda la fuerza necesaria y apropiada», el presidente Barack Obama autorizaba la CIA –diez años después– a realizar operaciones secretas en Libia para preparar la guerra de la OTAN, que destruiría el Estado libio.
Utilizando el mismo procedimiento “legal”, según documentaba el New York Times el 29 de mayo de 2012, se instituyó bajo la administración Obama la llamada «kill list», actualizada semanalmente, en la que se enumeran las personas de todo el mundo secretamente condenadas a muerte bajo la acusación de terrorismo, personas que –previa aprobación del presidente de Estados Unidos– son físicamente eliminadas, generalmente recurriendo al uso de drones asesinos. Ese fue el procedimiento utilizado en enero de 2020 por el presidente Donald Trump, al ordenar el asesinato del general iraní Qassem Suleimani, alcanzado por un dron estadounidense en el aeropuerto de Bagdad. Ataques similares con drones estadounidenses también han sido “legalmente” autorizados en Afganistán, Irak, Libia, Pakistán, Somalia, Siria y Yemen.
El ataque más reciente de un dron asesino fue realizado, con autorización del presidente Joe Biden, el 29 de agosto pasado, en Kabul, contra un vehículo que supuestamente transportaba explosivos para Daesh. Una investigación publicada el 10 de septiembre en el New York Times reveló que el vehículo –que el operador del dron había seguido por mucho tiempo, a miles de kilómetros de distancia– no transportaba explosivos sino depósitos de agua. Pero el vehículo fue volado –en medio de un barrio densamente poblado– por un misil estadounidense Hellfire (literalmente, “Fuego del Infierno”), que mató 10 civiles, entre ellos 7 niños.
El balance de "la guerra global contra el terrorismo" (otro artículo de Dinucci) sólo es una sucesión de despliegues de tropas de Estados Unidos en más de la mitad de los países de todo el mundo, con o sin la autorización de los gobiernos locales. En todos esos países, Estados Unidos lucha supuestamente contra un enemigo invisible, “enemigo” que Washington no vacila en respaldar secretamente en otras latitudes. El objetivo final es presentar a Estados Unidos como actor indispensable de una paz que ese mismo país sabotea permanentemente.
Dos noticias publicadas recientemente en el Washington Post –“Las familias del 11 de septiembre dicen que Biden no es bienvenido en los actos conmemorativos si no presenta las pruebas que obran en posesión del gobierno” y “Biden firma un orden ejecutiva que reclama la revisión, la desclasificación y la apertura de documentos clasificados sobre el 11 de septiembre”– abren nuevas y profundas grietas en la versión oficial. El hecho que 20 años después de los atentados del 11 de septiembre todavía haya en los archivos de Washington documentos secretos sobre aquellos hechos significa que su verdadera dinámica todavía está pendiente de examen.
Lo que sí está claro es el proceso que el 11 de septiembre puso en marcha. Durante la década anterior, marcada por la retórica sobre «el Imperio del Mal», la estrategia de Estados Unidos se había concentrado en las «amenazas regionales», conduciendo a las dos primeras guerras posteriores a la llamada guerra fría: la guerra del Golfo y la guerra contra Yugoslavia.
Esas dos guerras tuvieron como objetivo fortalecer la presencia militar y la influencia política de Estados Unidos en el área estratégica del Golfo y en Europa, en momentos en que se redefinían sus contornos. Simultáneamente, Estados Unidos fortalecía la OTAN, atribuyéndole –con el consentimiento de los demás miembros de ese bloque militar– el derecho a intervenir de “su área” y extendiéndola hacia el este, al incorporar los países del desaparecido Pacto de Varsovia a la alianza atlántica.
La economía estadounidense –a pesar de seguir siendo la primera del mundo– había perdido terreno ante la economía de la Unión Europea. En el mundo árabe se veían indicios de rechazo a la presencia y la influencia de Estados Unidos mientras que en Asia el acercamiento entre Rusia y China presagiaba el posible surgimiento de una coalición capaz de desafiar la supremacía estadounidense. Fue precisamente en aquel momento crítico que los acontecimientos del 11 de septiembre de 2001 permitieron a Estados Unidos abrir una nueva fase estratégica, justificándose oficialmente con la necesidad de enfrentar «la amenaza mundial del terrorismo».
La «guerra contra el terrorismo» es una guerra de nuevo tipo, una guerra permanente, que no conoce fronteras geográficas, contra un enemigo que puede ser –de un día para otro– no sólo un individuo o una organización terrorista sino cualquiera que se oponga a los intereses de Estados Unidos. Es el enemigo perfecto, incapturable y sempiterno, sin rostro y por ende “presente” en todas partes. El presidente George W. Bush lo definió como "un enemigo que se esconde en oscuros lugares del mundo", de donde sale de improviso para perpetrar actos aterradores a la luz del día, de fuerte impacto emocional en la opinión pública.
Así comenzó la "guerra global contra el terrorismo": En 2001, Estados Unidos ataca Afganistán y ocupa ese país, con la participación de la OTAN a partir de 2003; en 2003, Estados Unidos ataca Irak y lo ocupa, con la participación de aliados de la OTAN; en 2011, Estados Unidos ataca Libia y la destruye, como ya lo había hecho antes con Yugoslavia; también en 2011, Estados Unidos emprende una operación similar contra Siria, operación paralizada 4 años después por la intervención de Rusia en apoyo al gobierno sirio; en 2014, con el putsch de la Plaza Maidan, Estados Unidos abre en Ucrania un nuevo conflicto armado.
Mientras dice librar la «guerra global contra el terrorismo», Estados Unidos financia, entrena y arma –con ayuda principalmente de Arabia Saudita y de otras monarquías del Golfo– toda una serie de movimientos terroristas islamistas y explota las rivalidades locales.
En Afganistán, Estados Unidos arma a muyahidines y talibanes. En Libia y en Siria, Estados Unidos arma también un montón de grupos que hasta poco antes Washington clasificaba como terroristas y cuyos combatientes provienen de Afganistán, Bosnia, Chechenia, etc. Posteriormente, en mayo de 2013 –un año después de la fundación de Daesh–, el futuro «califa» de ese ente yihadista se reúne en Siria con el senador estadounidense John McCain, cabecilla republicano a quien el presidente demócrata Barack Obama había confiado la ejecución de ciertas operaciones secretas por cuenta de su administración.
En la «guerra contra el terrorismo» Estados Unidos utiliza no sólo fuerzas aéreas, terrestres y navales sino también, y cada vez con más frecuencia, unidades de fuerzas especiales y drones “asesinos”, cuyo uso presenta la gran ventaja de no requerir aprobaciones del Congreso y poder mantenerse en secreto, lo cual evita suscitar reacciones de parte de la opinión pública.
Los elementos de las fuerzas especiales estadounidenses que participan en operaciones secretas suelen no estar uniformados y vestirse según la usanza local, evitando así que Estados Unidos se vea acusado de los asesinatos y torturas que perpetran.
Para la «guerra no convencional», el Mando estadounidense para las operaciones especiales (USSOCom o SOCom) recurre cada vez más frecuentemente a compañías que le proporcionan «contractors» (léase mercenarios). En el área del CentCom, o sea en el Medio Oriente, los «contractors» que trabajan para el Pentágono son más de 150.000. Pero a ellos hay que agregar también otros «contractors» utilizados por otros departamentos del gobierno estadounidense y por los ejércitos de los países aliados, «contractors» provenientes de todo un oligopolio de grandes «compañías de seguridad», estructuradas como verdaderas transnacionales.
Así nos ocultan la guerra de manera cada vez más eficiente, poniéndonos con ello en la posición de quien cree caminar sobre terreno seguro, sin saber que bajo nuestros pies se mueven fuerzas que pueden provocar un terremoto catastrófico.
Manlio Dinucci
La ley que da al presidente de Estados Unidos licencia para matar