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14 octubre 2018

Mafia como política, política como mafia



Reproducción de la portada de el diario "El Independiente", con un excelente análisis sobre "Los banqueros que sellaron la amistad entre Dios y la mafia", publicado el 17 junio 2017



por Luis M. Linde
Revista de Libros (RdL)
2006



NOTA del editor del blog: Las fotografías, notas que acompañan a las fotografías, subrayados, cursivas y negrillas son adiciones que hace el editor de este blog al artículo original. Así mismo, he omitido las referencias bibliográficas del texto original ya que ocupan algunas páginas del editor de Word y que rara vez suele ser consultada por el lector; sin embargo, el interesado podrá acceder a ellas en la versión original accediendo al respectivo enlace en las notas a pie de página. También es necesario aclarar que las discusiones sobre los orígenes de la mafia ya las hemos tratado en un trabajo anterior, por esa razón resumiremos u omiteremos algunos párrafos del trabajo de Linde, sin alterar para nada el sentido de su investigación.


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Cualquier poder político que pueda hacerse obedecer da miedo visto de lejos y debe de dar mucho más visto de cerca. En las alturas en que hay que tomar decisiones difíciles, donde no suele haber testigos desinteresados, tampoco debe de haber lugar, ni tiempo, para disimulos o eufemismos: serían poco funcionales. Allí donde, de verdad, se ejerce el poder sobre los demás, los argumentos y las acciones de los que mandan tienen que aparecer, inevitablemente, en una dura «desnudez». Y eso debe de ocurrir, incluso, en casos muy alejados de aquellos –el siglo XX nos ha dado ejemplos terribles, sin precedentes en la historia– en los que esa desnuda dureza alcanza un paroxismo patológico y el poder se expresa, directa y habitualmente, a través del crimen y el genocidio. El poder mafioso puede considerarse una imagen de cualquier poder político visto en su desnuda dureza y, eventualmente, en su intimidad criminal.

La mafia se ha entendido, desde hace más de un siglo, como una forma de poder criminal que reproduce o remeda elementos del poder estatal y trata de recibir compensaciones que pueden considerarse análogas a las que, normalmente, están reservadas al Estado. Las buenas historias sobre mafiosos son, en lo fundamental, ilustraciones sobre la mecánica de un poder que no tiene otro objeto que el reforzamiento de su propia capacidad de dominación (éste es un rasgo esencial de lo que los expertos en ciencia política denominan Estado depredador), tratando de aprovechar, para ello, los espacios que el poder constituido –el que existe y actúa en virtud de reglas que la mayoría de los súbditos acepta expresa o tácitamente, voluntaria o involuntariamente– no sabe o no puede ocupar. Las conexiones entre mafia y política, entre el modelo criminal mafioso y la realidad de algunos regímenes políticos, incluso de algunos tipos de actuación política en democracia, ha sido siempre un tema fascinante.

En la abundantísima bibliografía sobre la mafia, el libro de Diego Gambetta, "La mafia siciliana. Un’Industria della Protezione Privata", publicado en Italia en 1992 y en Estados Unidos en 1993 (reeditado en 1996), es ya un clásico sobre la materia, émulo moderno de "La Sicilia nel 1876", de Leopoldo Franchetti y Sidney Sonnino, que ha sido durante más de un siglo el estudio imprescindible y no superado sobre el fenómeno mafioso. La "Historia de la ­mafia", de Giuseppe Carlo Marino, uno de los primeros especialistas italianos en la materia, publicada en 1998, es, dejando a un lado su algo pesado academicismo, un excelente recorrido, desde sus orígenes en los siglos XVII y XVIII hasta nuestros días, por lo que podríamos llamar la «historia política» de la mafia siciliana y su significado en la historia de Italia del último siglo y medio. "Five Families", del periodista del New York Times y gran experto en la Cosa Nostra, Selwyn Raab, es uno de los mejores relatos disponibles sobre la vida y negocios, desde sus orígenes hasta la actualidad, de los cinco grandes grupos mafiosos de Nueva York, que es casi tanto como decir de Estados Unidos, y la larga lucha de las autoridades norteamericanas contra esas cinco «familias», máxima expresión del crimen organizado en el país. "Cosa Nostra. Historia de la mafia siciliana", de John Dickie, publicado en 2004 y traducido recientemente al español, es un buen complemento a los libros de Marino y Raab, en particular por lo que se refiere a la historia de la mafia siciliana durante los años setenta y ochenta del pasado siglo y la lucha realmente heroica de los jueces Falcone y Borsallino. "Mobsters, Unions, and the Feds. The Mafia and the American Labor Movement", del profesor de la Universidad de Nueva York, James B. Jacobs, se centra en un rasgo notable de la historia social de Estados Unidos, importante por sus consecuencias pero, sorprendentemente poco estudiado: la implicación mafiosa, que data de hace casi un siglo, en el control y explotación del movimiento sindical norteamericano y, por esta vía –aunque hay otras– la presencia de la Cosa Nostra en la vida política de Estados Unidos.


Fotografía del Museo de la Mafia en las Vegas - Nevada - USA


EL MODELO SICILIANO

Joseph Bonnano, con su punto de vista subjetivo sobre la mafia, considera a sus componentes como "hombres de honor", hombres de respeto", que serían los verdaderos héroes del pueblo siciliano, que ayudaban a los humildes ante la injusticia del poder oficial y hasta quienes ayudaron a Garibaldi a derrocar a los Borbones, a quienes otros tildan de incompetentes; incluso, un siglo después brindaron su esfuerzo para derrocar el fascismo ayudando a la liberación de la isla por las fuerzas aliadas. Aquel sistema adoptó un sentido personal de justicia, un "sistema subcultural de justicia que no derrocaba el orden oficial, sino que sobrevivía junto a él. En un mundo injusto era necesario crear una justicia propia". La mafia sería, en suma, según Bonanno, «un estilo de vida para sobrevivir» Como eco de este envoltorio folclórico y mítico, en la jerga de la Cosa Nostra, heredera norteamericana de la mafia siciliana, los «hombres de honor» pasan a ser «wise guys», «hombres sabios», «los que saben lo que hay que hacer»

El telón de fondo histórico es una sociedad de rasgos arcaicos, prácticamente feudales, descrita con frecuencia como una «sociedad sin Estado», en la que durante siglos nunca se había impuesto otro poder efectivo que no fuera el de los nobles locales, dueños de una gran parte de las tierras de la isla y acostumbrados a disponer de matones y bandas armadas privadas –los campieri–, reclutados tanto entre sus propios campesinos-siervos como en el ámbito del bandidaje, muy activo y poderoso a mediados del XIX en Nápoles, Calabria y Sicilia. 

A finales del siglo XIX y comienzos del XX, la mafia es ya un denso y poderoso tejido de agentes, relaciones e influencias, extendido y enraizado en la sociedad siciliana, que ha adquirido autonomía. Franchetti escribió en 1876 (descripción válida aun hoy): 


«Los crímenes ya no se cometen para servir a los propósitos de los más poderosos. Los villanos [los criminales mafiosos], dispuestos a servir a los intereses y propósitos de otros, se han convertido en sus propios empleadores, y la industria representa una nueva fuente de crímenes que son mucho más numerosos que los cometidos en épocas anteriores por los bravi de los barones. Así, haciéndose más democrática, la organización de la violencia es ahora accesible a muchos y puede dar su apoyo incluso a pequeños intereses que antiguamente sólo podían contar con la energía y los músculos de sus titulares».

Aunque, inicialmente, la mafia proporcionó protección sólo a los propietarios agrarios y a los grandes aparceros, los gabellotti, la ofreció después a otros «clientes» industriales y comerciales ligados al mundo urbano, no al rural. Siempre fue indiferente respecto a legitimidad de los intereses a proteger, y siempre estuvo dispuesta a servir al mejor postor. La idea de servir a todos los ciudadanos por igual habría sido absurda: ninguna empresa lucrativa puede sobrevivir si suministra los bienes o servicios que produce a todos por igual, sin tener en cuenta quién los paga y quién no. Aun así, muchos pudieron convivir con la mafia y, en un momento u otro de su vida, utilizar sus servicios. La distinción siciliana entre una mafia benigna y una mafia maligna refleja esa ambivalencia, que respondía, en parte, a una realidad y, en parte, a una impostura alimentada desde el localismo o nacionalismo siciliano, para el que, como defendía Bonanno, los verdaderos mafiosos no sólo no eran criminales, sino uomini d’onore, verdaderos y desinteresados protectores de los ciudadanos honrados, del orden y de la «sicilianidad». En todo caso, afirma Gambetta, carece de sentido cualquier pretensión de asimilar mafia y Estado, algo que, dando un paso más en la interpretación mítica, y con indudable audacia, han defendido algunos jefes mafiosos (el ya mencionado Calogero Vizzini, por ejemplo), sus aliados políticos e, incluso, ciertas teorías jurídicas que han gozado de apoyos académicos en Italia: «Considerar a la mafia un orden legal es tan absurdo como pensar que la industria del automóvil es un orden jurídico».


Fotografía del Museo de la Mafia en las Vegas - Nevada - USA


EXTORSIÓN Y PROTECCIÓN

En 1876, Leopoldo Franchetti definió a la mafia siciliana como «la industria de la violencia». Gambetta rechaza esta caracterización. Cree que la violencia «es un medio, no un fin; un factor de producción, no el producto acabado. La mercancía que se produce verdaderamente es protección», y no basta con ser violento, haber cometido algún crimen o pertenecer a determinada co­fradía o corporación profesional para poseer los atributos del mafioso. Los mafiosos no son «protectores que dependen sistemáticamente de un solo lado de determinada transacción, sino [que son los que] pueden escoger servir a los intereses del lado que les resulte más provechoso». Finalmente, «unirse a la mafia equivale a recibir una licencia para proporcionar protección, antes que, simplemente, consumirla».

Para entender lo que realmente hace la mafia, dice Gambetta, no hay que solapar «el mercado del bien que se protege [por ejemplo: los servicios de estiba y desestiba en un puerto; o el ­suministro de frutas en un mercado mayorista; o las obras públicas que se adjudican mediante concurso; o la publicidad que se contrata con una cadena de televisión o un periódico] con los servicios de protección que pueden prestarse a ciertos participantes [el control del sindicato de estibadores para garantizar la ausencia de huelgas o determinados niveles salariales y, a la vez, extorsionar a las navieras y empresas comerciales usuarias de sus servicios; el control de la oferta que llega al mercado de frutas, garantizando a los protegidos la imposibilidad de que los demás puedan competir; el trato de favor en los medios de comunicación a los políticos que pueden proporcionar una mejor y más fuerte posición de dominio, lo cual puede combinarse y hacerse más eficaz, naturalmente, con la persecución mediática de los adversarios que se nieguen a hacer favores]». La protección «puede ser una mercancía genuina y puede desempeñar un papel crucial como lubricante del intercambio económico [...] incluso si es un sustituto pobre y costoso de la confianza [...]. El mercado [para la protección mafiosa] es racional, en el sentido de que hay gente que considera que la compra de protección conviene a sus intereses» . Nadie quiere ser extorsionado, pero algunos, o muchos, sí quieren ser protegidos.

Aceptando que lo que mejor caracteriza a la mafia es la venta de protección, hay que intentar distinguirla de la extorsión (pizzu o pizzo en la jerga mafiosa siciliana), lo que es bastante difícil. La dificultad tiene su origen, al menos en parte, señala Gambetta, en el hecho de que «la protección, como mercancía, tiene externalidades positivas y negativas». En efecto, en cualquier sector de actividad o negocio, cuantos más participantes compren protección, más necesidad tienen de comprarla los que aún no lo hacen (esta es una externalidad negativa, y los que la sufren se sienten extorsionados), algo, apunta también Gambetta, no muy diferente de lo que ocurre con otros gastos empresariales, como los de publicidad, en los que hay que incurrir incluso si se es muy escéptico sobre su eficacia, simplemente porque los demás lo hacen. Pero, en otros casos, «la protección funciona como un bien público (indivisible, es decir, que puede ser disfrutado incluso por los que no lo pagan)» y entonces genera una externalidad positiva [si la mafia protege algunos negocios situados en una determinada calle, es posible que los ladrones se sientan menos inclinados a aparecer por allí, lo que beneficia incluso a los no protegidos].

Independientemente de esas «externalidades», dar protección es un servicio cuya producción tiene características muy particulares.

1) Los medios y procedimientos que sirven para proporcionar protección pueden utilizarse igualmente para explotar a los protegidos, del mismo modo que unas fuerzas armadas o de seguridad que deben proteger a los ciudadanos de un país de los delincuentes o de los enemigos extranjeros pueden volverse contra esos ciudadanos para imponerles un régimen político no deseado, o para explotarlos económicamente todavía más intensamente de lo que podrían hacer los delincuentes que llamamos «comunes».
2) La experiencia indica que la competencia entre los protectores no se lleva a cabo mediante rebajas en los precios o mejoras en la calidad del servicio, sino, más bien, mediante luchas –a veces, sangrientas– por el control monopolístico del mercado, es decir, luchas por el control en exclusiva del territorio donde se si­túan sus potenciales clientes. La experiencia indica que la competencia no sólo no beneficia a éstos, sino que puede serles gravemente perjudicial o, incluso, mortal.
3) La protección de corte mafioso puede y suele incluir entre sus instrumentos la amenaza de la violencia o la violencia efectiva. Pero en muchos casos y, desde luego, en muchos de los que tienen peso económico significativo, lo más importante no es la violencia, sino los arreglos que llevan a la restricción ilegal o criminal de la competencia, a la creación de espacios de impunidad para el protegido y de gran riesgo y castigo para el refractario.

Los servicios de protección que podemos considerar de naturaleza mafiosa son muy variados. El comerciante que paga una extorsión para evitar los daños que pueda causarle el mismo «protector» u otros delincuentes; el contratista de obras que paga comisiones para recibir adjudicaciones que, en otro caso, no obtendría (aquí, claro, la «protección» se suministra mediante la restricción ilegal de la competencia); el capo sindical que sólo permite la contratación de sus afiliados, de los que recibe comisiones o que cobra de las organizaciones patronales para llegar a acuerdos o resolver o no provocar huelgas (si los empresarios pagan, evidentemente, ellos también están «protegidos»). El medio de comunicación, periódico o cadena de televisión, por ejemplo, que censura o deforma noticias e historias sobre personajes, empresas o autoridades a los que desea favorecer a cambio de compensaciones económicas, administrativas o políticas (o lo contrario: difamar o sesgar noticias y comentarios para castigar a los que no cooperan y ayudar así indirectamente a los «amigos»), todos estos son ejemplos de servicios de protección que pueden considerarse, con propiedad, de naturaleza mafiosa.

Algunos casos de protección escapan a los modelos más conocidos o frecuentes. Por Ejemplo, al amparo y bajo el disfraz de la defensa de la igualdad racial y de los derechos civiles, el «reverendo» Jesse Jackson dirige en Estados Unidos, desde hace décadas, un negocio de extorsión a grandes empresas que no sólo ha enriquecido a él y a su familia, sino que lo ha convertido en uno de los líderes de la comunidad negra, en una figura política nacional e, incluso, en consejero espiritual del matrimonio Clinton.


Fotografía del Museo de la Mafia en las Vegas - Nevada - USA


Volviendo a la mafia tradicional, mediante la protección, el mafioso se apropia de una parte de los ingresos o beneficios que el protegido podría reclamar legítima –si se trata de pura extorsión bajo amenaza de sufrir violencia– o ilegítimamente –si el protegido es beneficiario de un acuerdo de colusión o de restricción criminal de la competencia controlado por el protector–. Desde luego, el mafioso puede actuar también en negocios lícitos por cuenta propia, imponiendo precios y condiciones abusivas, y hay multitud de ejemplos en este sentido. Pero otras veces la intervención mafiosa se limita a imponer y a hacer cumplir acuerdos de restricción de la competencia solicitados por terceros. De hecho, las noticias sobre la imposición mediante amenazas de acuerdos para restringir la competencia son tan antiguas en Sicilia como las noticias sobre venta de protección, digamos, «pura».

Podemos resumir en tres apartados los negocios normalmente asociados a la actividad mafiosa

1) la venta de protección-extorsión, donde podemos incluir la imposición de acuerdos de cártel en los que reciben protección terceros, clientes del mafioso protector, y el tráfico de influencias a cambio de comisiones ilegales, una vía fundamental, en Sicilia y en todas partes, en la búsqueda parasitaria de rentas;
2) la imposición por medios criminales de restricciones a la competencia en negocios y actividades lícitos llevados a cabo por los miembros de las familias mafiosas, y
3) los negocios propiamente criminales (tráfico de drogas, robos en gran escala, que se ejecutan, típicamente, en las terminales de aeropuertos y puertos, contrabando, préstamos usurarios, secuestros, asesinatos por encargo, prostitución, apuestas y juegos ilegales, etc.). 

Pues bien, lo que caracteriza mejor el modelo de delincuencia mafiosa y distingue a la mafia de otros tipos de criminalidad organizada son, sin duda, los dos primeros: la venta de protección-extorsión (incluido el mantenimiento de cárteles, el tráfico de influencias en beneficio de terceros «protegidos» y los negocios ligados al control de sindicatos; enseguida veremos de qué se trata), y el abuso criminal de posiciones de dominio en actividades lícitas llevadas a cabo por cuenta propia.


EL CAPITALISMO MAFIOSO


Cuatro personajes de la mafia estadounidense que son un ejemplo del capitalismo mafioso: Arriba: "Charlie "Lucky" Luciano  y Meyer Lansky; abajo: Frank Costello y Bugsy Siegel


Hace ya cerca de un siglo, en 1928, John Landesco, el primer investigador académico que se ocupó del crimen organizado en Estados Unidos, señaló que los extorsionadores y mafiosos «no siempre imponen por la fuerza su intervención en una industria o en una organización sindical. Frecuentemente, se les invita a ello porque se desea obtener sus servicios».

Para Landesco, «los gángsters llevan a cabo por medios ilegítimos lo que es una tendencia normal en los negocios legítimos [la estabilización o suavización de la competencia entre los participantes en un mercado]». 

Investigando sobre la situación que existía en Chicago durante los años veinte del pasado siglo, Landesco sostenía que la intervención del crimen organizado en el mantenimiento de acuerdos de colusión en diferentes sectores comerciales y de servicios, así como en el control y explotación de organizaciones sindicales, era la consecuencia directa, por un lado, de las leyes antitrust (ley Sherman de 1890 y ley Clayton de 1914) que hacían ilegales los acuerdos para fijar precios y condiciones de competencia, y, por otro, de la prohibición judicial de las negociaciones colectivas para acordar salarios y condiciones de trabajo, lo cual creó una situación proclive, en opinión de Landesco, al uso de la violencia para conseguir por esa vía lo que resultaba imposible por la vía legal.

En la misma línea, Gambetta y otro destacado experto en la economía del crimen organizado, Peter Reuter, señalan que la realidad de la intervención mafiosa en los mercados legales chocan contra dos ideas muy extendidas. Por un lado, que esa intervención consiste, meramente, o sobre todo, en la extorsión o en la protección de «monopolios» mediante la amenaza de la violencia o la violencia efectiva; por otro, que los mafiosos extorsionadores se imponen a empresarios inocentes que po­drían desarrollar su actividad sin esa intervención. Ambas ideas son, si no siempre falsas, sí muy insuficientes para dar cuenta de la rea­li­dad de los mercados legales controlados por mafiosos.

En primer lugar, la protección mafiosa no es, en general, aplicable a la defensa de los intereses de una empresa monopolista, una empresa cuya posición de dominio sea difícil de de­sa­fiar, dado que el servicio que el mafioso proporciona consiste, antes que nada, en la intimidación contra los competidores, reales o potenciales, del «cliente» protegido. Si no hay, ni puede haber, competidores, no puede venderse protección. 

En segundo lugar, un acuerdo de colusión que dure y sea exitoso tiene que apoyarse en acuerdos funcionales y realistas que puedan mantenerse a lo largo del tiempo, independientemente de que la intimidación y la amenaza de violencia para castigar a los intrusos y los incumplimientos contribuyan eficazmente a su vigencia. Y esto se aplica al papel de la mafia en todos los mercados, legales e ilegales, lo que quiere decir que los empresarios protegidos no son, finalmente, tan inocentes.

Los acuerdos de colusión, que tratan fundamentalmente de repartir el mercado entre los participantes e impedir la entrada de nuevos competidores, pueden llevarse a cabo mediante imposición de precios, establecimiento de cuotas (hay ejemplos muy antiguos de cartelización mafiosa en Sicilia a través de la fijación de cuotas), reparto de mercados (por zonas, por clientes o colas, ya de compradores, ya de vendedores). Algunos de los acuerdos más importantes se han llevado a cabo y se han podido mantener a lo largo del tiempo mediante el reparto de clientes. Por ejemplo, el que ha existido durante décadas en la recogida de la basura en Nueva York, que dispone, de hecho, de un «mercado secundario» (un mercado en el que los empresarios mafiosos se traspasan a sus clientes) a un precio medio que viene a ser cuarenta veces su facturación mensual.

Para que una actividad o mercado pueda ser interesante como objeto de colusión mafiosa deben darse dos condiciones: que la colusión pueda rendir, potencialmente, grandes beneficios, y que sea difícil de imponer y mantener, de tal modo que se necesite un «garante» externo creíble, aceptado por los empresarios protegidos. Diferentes circunstancias pueden servir de desencadenantes de la intervención mafiosa en mercados o actividades que estaban libres de ella. Por ejemplo, empresas que no pueden pagar deudas a los prestamistas mafiosos y que éstos se cobran tomando el control de las mismas; o luchas entre empresas intermediadas o zanjadas por la intervención mafiosa. Existen bastantes casos, en Sicilia y en otras partes, en los que la mafia aparece porque su intervención es reclamada o deseada por uno o más empresarios en sectores de los que los mafiosos no se habían ocupado, al objeto de regular o poner fin a una competencia demasiado dura, obtener contratos mediante tráfico de influencias, etc.

Los efectos de la colusión en actividades legales, promovidas, llevadas a cabo o garantizadas por la mafia no son distintos que los de la colusión no mafiosa (precios más altos para el consumidor, peor calidad del producto o servicio, dificultad de innovación, etc.). La diferencia está en que una colusión impuesta por la mafia, mantenida bajo la amenaza de represalias violentas, puede ser más dura y más difícil de superar que una colusión sin mafia. Pero, en general, más allá de las restricciones que impone la violencia, la condición necesaria para que los acuerdos de colusión mafiosos en actividades legales persistan en el tiempo es que el grueso de los beneficios de esa colusión sean, en primer lugar, para las empresas colusionadas, no para el protector mafioso.


SINDICATOS, PRÉSTAMOS, JUEGO

Fotografía del Museo de la Mafia en las Vegas - Nevada - USA


La industria mafiosa de la protección, tanto en su modelo siciliano como en el norteamericano de la Cosa Nostra, puede representarse en su organización jerárquica y financiera mediante la imagen de las muñecas rusas: cada muñeca está contenida en otra más grande y así hasta llegar a la que las contiene a todas. El estrato representado por la muñeca más grande protege al representado por la más pequeña y, a cambio, cada estrato paga al superior un porcentaje o impuesto de todo lo que llega a ganar gracias a la protección de que disfruta. En una familia o borgata, los soldados –el escalón más bajo en la jerarquía mafiosa– tienen sus «clientes», sus protegidos, a los que, en la jerga de la Cosa Nostra, «registran» como «suyos» ante sus capos o jefes inmediatos; éstos, a su vez, tienen sus propios protegidos, y así hasta el boss o jefe máximo, responsable último por todos los protegidos de la familia, a quien todos sus miembros pagan, directa o indirectamente. Las familias y jefes mafiosos pueden estar, a su vez, bajo protección de otras familias y otros jefes más poderosos, o de la propia policía, constituida, en tal caso, de hecho, en la muñeca rusa más grande de todas, «protectora» de los demás «protectores» .


Fotograma del film "El Padrino", la muerte del banquero italiano  Roberto Calvi, el "banquero de Dios", el 17 de junio de 1982, su apodo se debía a su estrecha relación con la Santa Sede (Banco del Vaticano) a través del Banco Ambrosiano que quebró en medio de un gran escándalo político en Italia (1982). Al principio, su muerte en Londres (junio 1982) fue declarada homicidio. El Banco del Vaticano era accionista principal del Banco Ambrosiano, controlado por la mafia. Se dice que Calvi utilizó el Banco Ambrosiano para lavar dinero de la mafia y la Logia Masónica P2 (Propaganda Due). En 1981, Calvi fue juzgado y condenado por hacer transferencias al exterior violando las leyes Italianas, en libertad bajo fianza mantuvo su posición en el banco. Pero ya hubo un antecedente anterior (1974), en que la Santa Sede perdió alrededor de 30 millones de dólares al quebrar el "Franklin National Bank", propiedad del financiero siciliano Michele Sindona. Préstamos dudosos y transacciones en moneda extranjera habían llevado al colapso del banco. Sindona murió en prisión después de tomar café con cianuro. En 1984, se llegó a un acuerdo por el cual el Banco del Vaticano pagaría 224 millones de dólares a los acreedores del Banco Ambrosiano, dado que hubo "implicación moral" en el colapso del banco.​ La hipótesis más divulgada es que Roberto Calvi fue asesinado por perder los fondos de la mafia al quebrar el banco Ambrosiano. Se dice que la orden para el asesinato fue impartida por Giuseppe Calò y Licio Gelli. Según fiscales italianos (2003) la mafia no actuó solo por sus propios intereses, debían, además, evitar el chantaje de Calvi a ciertos miembros de la masonería como la Logia P2.
La historia, ya larga, de la lucha de las autoridades norteamericanas e italianas contra la mafia y la Cosa Nostra muestra la naturaleza realmente insidiosa, maligna, de los delitos que se cometen cuando se explotan criminalmente actividades que, por lo demás, son perfectamente legales, y la dificultad de diseñar y aplicar procedimientos de investigación y examen judicial adaptados a las particularidades de la organización mafiosa que acabamos de describir. 

Los problemas empiezan en la identificación de los delitos que quieren perseguirse –separar los elementos o componentes criminales de los no criminales en las actividades legales es, naturalmente, crucial, pero, con frecuencia, difícil–, siguen con la necesidad de investigar largas series de delitos similares, pero inconexos, y terminan con la dificultad de llegar a las cabezas de las organizaciones mafiosas protegidas y aisladas de la ejecución de los crímenes por cohortes de consejeros, capos y soldados que conforman las pirámides de las familias o borgatas. De hecho, el salto decisivo en la lucha contra la Cosa Nostra se da cuando, en 1970, se aprueba en Estados Unidos el «Racketeer Influenced and Corrupt Organizations Act» (de difícil traducción, algo así como «Ley sobre organizaciones corruptas e influidas por extorsiona­dores»), conocida por su sigla RICO, diseñada expresamente para poder perseguir a los mafiosos en sus negocios legales y sindicales.


Michele Sindona fue un banquero italiano miembro de la Propaganda Due (P2), la logia secreta masona italiana vinculada a la mafia siciliana. Dejó la abogacía para dedicarse a la transferencia de dinero eludiendo impuestos, demostró ser muy hábil, por lo que se relacionó con jefes de la mafia. En 1957, ya manejaba fondos de la familia criminal Gambino. Sindona era amigo de un cardenal llamado Giovanni Battista Montini (futuro Papa Pablo VI). Con fondos de la mafia Sindona compró varios bancos italianos, a través de su grupo Fasco y se asoció con el Instituto para las Obras de Religión en 1969 de donde se transfirieron grandes cantidades de dinero mediante una triangulación: Bancos de Sindona, Ciudad del Vaticano, Banca Suiza. Con una participación mayoritaria en el 'Banco Nacional Franklin', Long Island - New York. En 1974 se produjo una caída en el mercado de valores produciéndose el " Crack Sindona". y la rápida quiebra del banco y la pérdida de la mayor parte de los bancos que Sidona había adquirido durante casi 20 años. Sin embargo, los mafiosos estaban dispuestos a luchar por recuperar su dinero y sus bancos. Sindona ordenó la muerte de Giorgio Ambrosoli (1979), quien liquidó los bancos de Sindona, otros asesinatos relacionados se perpetraron en el mismo periodo. También se vio involucrado en un falso secuestro para ocultar un viaje a Sicilia (agosto 1979) en un desesperado intento por chantajear a viejos aliados políticos de Sindona, como el primer ministro Giulio Andreotti, con la intención de rescatar sus bancos y recuperar el dinero de la mafia. El plan fracasó, Sindona "liberado" del "secuestro" se entregó al FBI. Fue procesado en EEUU por múltiples cargos en 1980. El gobierno italiano solicitó su extradición para ser juzgado por asesinato. Mientras cumplía una sentencia de cadena perpetua (por ordenar el asesinato de Ambrosoli), el 18 de marzo de 1986, fue envenenado con cianuro en la prisión de Voghera, falleció el 22 de marzo 1986. 

A lo largo del último siglo y medio, la mafia siciliana y su pariente norteamericana, la Cosa Nostra, han participado por cuenta propia, directa o indirectamente, en multitud de negocios, tanto legales, desarrollados con diferentes grados de criminalidad, como ilegales. En Nueva York, algunos negocios legales han estado desde hace decenios bajo control mafioso y han tenido y, probablemente, tienen todavía una gran importancia económica para las grandes familias. 

En sus páginas de información en Internet, el FBI señala, en particular, la recogida de basuras, el suministro de hormigón y el transporte de artículos de confección y ropa como sectores de tradicional y comprobado control mafioso. Pero si tuviéramos que elegir los negocios que no se han dado, o se han dado mucho menos, en otros modelos criminales y que, sin embargo, han sido fundamentales en la historia de la Cosa Nostra, deberíamos citar los préstamos clandestinos, los juegos y apuestas ilegales y, sobre todo, el negocio laboral-sindical.

El préstamo clandestino, de naturaleza siempre usuraria, para financiar actividades lícitas o ilícitas, aparece a finales del siglo XIX y comienzos del XX cuando se consolidan colonias de emigrantes italianos (sobre todo, sicilianos) en la costa Este de Estados Unidos, empezando por Nueva Or­leans y Nueva York. El capo Bonanno, que conocía bien el asunto, lo cuenta así: 
«Los emigrantes de Castellammare siguieron formando una comunidad estrechamente unida en el Nuevo Mundo [...] tenían que ayudarse entre ellos y cooperar. Por ejemplo, si un emigrante necesitaba dinero, no podía esperar mucha ayuda de la banca convencional. La mayoría de los sicilianos no tenían ningún crédito, ni podían ofrecer garan­tías para recibir un préstamo. Sin embargo, tenían lo que ellos llamaban el Banco italiano. Algunos de sus paisanos [Bonanno no lo dice, pero hay que entender que se refiere a los «hombres de honor», aquellos que tienen fondos para prestar y, sobre todo, capacidad para hacerse devolver lo prestado] tenían dinero para poder prestarles si no podían obtenerlo de nadie más y esos hombres actuaban como banqueros del vecindario. Sus tipos de interés podían ser más altos de los que cargaban los bancos, pero, por lo menos, podías hacer negocios con tu propia gente, no te dejaban tirado. Tenías que pagar a tiempo, pero eso es así en todo caso. Con el banquero del vecindario po­días, incluso, obtener un plazo adicional para devolver el préstamo, quizás haciéndole un favor al prestamista. Cada uno tiene sus talentos».


El arzobispo estadounidense Paul Marcinkus, también era llamado 'banquero de Dios', administraba el 'Instituto de las Obras Religiosas del Vaticano',  o mejor dicho el "Banco Vaticano", estaba implicado en la quiebra del Banco Ambrosiano.  Al asumir las funciones de banquero del Vaticano diversificó las inversiones internacionales de la Iglesia, colocando dinero en Estados Unidos, Canadá, Suiza y la ex República Federal Alemana. Sin embargo, Marcinkus, en la cúspide de su éxito, jueces italianos empezaron a indagar sus manjejos financieros. Fue Michael Sindona quien puso en alerta a las autoridades sobre Marcinkus, estaban juntos involucrados en diversas operaciones de alto riesgo. Sindona afirmó que fue él quien presentó a Calvi y a Marcinkus, quienes en 1971 fundaron en Nassau un paraíso fiscal, el 'Cisalpine Overseas Bank'. A través de esa y otras sociedades fachada, Calvi y Marcinkus operaron juntos, destinaron dinero a operaciones ocultas, pagaron sobornos, movieron dinero negro procedente de la evasión fiscal o lavando dinero de la mafia y otras organizaciones criminales.  En 1981, el Banco de Italia denunció la existencia de un agujero de 1.400 millones de dólares en las cuentas de las filiales extranjeras del Banco Ambrosiano. El Banco Vaticano era uno de los 13 accionistas del Ambrosiano y controlaba el 20% de su capital. El Ambrosiano fue declarado en bancarrota. Roberto Calvi huyó, su secretaria se suicidó, pocos días después, el 18 de junio de 1982, el cadáver de Calvi fue hallado colgado bajo un puente de Londres. El Vaticano se inundó de acreedores para responder por la quiebra. La Justicia italiana pidió permiso a las autoridades vaticanas para poder procesar a Marcinkus, pero la Santa Sede se lo negó, asegurando que el Vaticano no tiene nada que ver con la quiebra del Ambrosiano. No obstante, el cardenal Agostio Casaroli, secretario de estado Vaticano pagó  406 millones de dólares a los bancos acreedores del Ambrosiano, por "contribución voluntaria", al considerar que la Santa Sede tenía ante ellos una responsabilidad moral. La Santa Sede retiró a Marcinkus de la Banca Vaticana, éste fue a EEUU (Illinois). donde falleció el  20 febrero del 2006, llevándose a su tumba incontables secretos. (texto tomado y resumido de "El Mundo.es": "Paul Marcinkus, el 'banquero de Dios' ") 


Con el paso del tiempo y la agrupación de los mafiosos en torno a las familias, el préstamo clandestino pasó a ser un negocio habitual, pero gestionado mediante procedimientos peculiares. Las Familias (integradas por un jefe supremo o boss en la jerga en inglés de la Cosa Nostra, uno o varios «consejeros», vicejefes, capos inferiores y «soldados»), como tales, ni prestan ni toman prestado; a estos efectos, las familias no existen, no son, desde luego, «personas jurídicas»: sólo existen los individuos. Las operaciones de préstamo, ya sea para actividades lícitas o ilícitas, se llevan a cabo desde la cumbre a la base de cada «familia»: el jefe máximo presta a sus segundos a tipos de interés «moderados» –del orden de un 1% semanal, por ejemplo–, éstos prestan a sus capos inferiores a tipos más elevados, éstos prestan, a su vez, a sus «soldados» con recargos adicionales, y la cadena termina en los capos inferiores y «soldados», quienes aparecen como prestamistas frente a la clientela externa «menuda».

Las actividades lícitas no pueden, casi por definición, ofrecer rentabilidades tan altas y rápidas como para hacer frente a los términos exorbitantes del préstamo mafioso, pero una operación de distribución de drogas, unas apuestas amañadas, un robo importante sí que pueden ofrecer esas rentabilidades. 

En la historia de la Cosa Nostra durante el siglo XX fue, quizá, la familia Gambino, de Nueva York, la que se dedicó más intensa y provechosamente a este negocio: «La familia [Gambino] se convirtió en un Citibank subterráneo para la gente que no podía obtener préstamos por vías legítimas». Cuando el deudor no podía pagar a tiempo, funcionaba una especie de garantía ­tácita mediante la cual cancelaba su deuda, entregando el control de sus activos y los beneficios de su negocio a Gambino, aunque esta toma de control fuera, casi siempre, secreta, porque los miembros de la familia no querían aparecer como propietarios de casi ningún negocio. Al combinar protección y financiación (que puede entenderse como parte de la protección) para invertir en la preparación y ejecución de actividades ilegales –que pueden precisar de financiación ajena como cualquier otro negocio–, las familias mafiosas se constituyen en potentes y eficientes empresas criminales, pero «empresas sombra», sin existencia jurídica, aunque muy reales, sin embargo, en el sentido de proteger a sus miembros, que son los que actúan real­mente en los mercados ilegales.

Las loterías (los «números»), apuestas (amañadas o no) y juegos ilegales han sido otra importante actividad mafiosa, una actividad que aparece también cuando se forman las primeras colonias sicilianas en Estados Unidos. Aunque tiene multitud de variantes, el papel del mafioso es siempre el mismo: a cambio de un sustancioso porcentaje del dinero puesto en riesgo, protege el desarrollo del juego, garantiza que los premiados cobren sus premios y que los perdedores que no han adelantado su dinero (por ejemplo, en una partida de póquer) hagan frente a sus deudas. Los beneficios obtenidos por las grandes familias de la Cosa Nostra mediante las apuestas deportivas ilegales llegaron a ser realmente fabulosas en los años setenta del pasado siglo. Según Selwyn Raab, «un solo juego, un solo día [las apuestas sobre el llamado Super Bowl de la National Football League, lo que llamamos vulgarmente en España «rugby»] pudieron proporcionar unos ciento cincuenta millones de dólares al conjunto de las familias mafiosas activas en este negocio [...]. Uno de los más activos capos y corredores de apuestas de la familia Gambino [...] desarrolló una red de cuarenta despachos para hacer apuestas deportivas cuya cifra de negocio era de unos trescientos millones de dólares al año».


Sin duda, una de las figuras más relevantes del sindicalismo y las relaciones con el poder es James Riddle "Jimmy" Hoffa. Fue más conocido en la rama del transporte. En la década de los 50 del siglo pasado fue acusado de utilizar a miembros de la Mafia para intimidar a empresarios reacios que se negaban a negociar con su gremio, en contrapartida Hoffa apoyaría a la Mafia para lavar el dinero de sus actividades ilegales. En 1964 Hoffa fue encarcelado por sobornar a un jurado que investigaba sus vínculos con jefes de la Mafia. Sorprendentemente el presidente Richard Nixon, el 10 de septiembre de 1971, conmutó su sentencia, condicionándolo a no participar en actividades gremiales durante diez años. El 30 de julio de 1975 desapareció en Detroit (Míchigan), al parecer tenía una cita con dos jefes mafiosos, Anthony Giacalone de Detroit y Anthony Provenzano de Nueva York. Nunca se supo más de él. El 30 de julio de 1982 fue  declarado legalmente muerto.


Pero hay un negocio del que no se ha ocupado o se ha ocupado muy poco el crimen organizado en otros países y que es, sin embargo, verdaderamente característico de la mafia norteamericana, una auténtica «especialidad» a lo largo de su historia: la explotación de los movimientos laborales y de organizaciones profesionales y sindicales. Algunas interpretaciones de inspiración, digamos, marxista sostienen que en este terreno la mafia puede entenderse como una fuerza de choque al servicio del capitalismo. Pero los hechos no parecen confirmarlo. Más bien, los mafiosos se han colocado siempre del lado que prometía mayor rentabilidad económica y mayor poder y no siempre, necesariamente, del lado de los patronos. La mafia ha sido, casi siempre, estrictamente oportunista.

El interés de los mafiosos italo-americanos por lo que podemos llamar «el negocio laboral» empezó a manifestarse a comienzos del siglo XX. Según algunos relatos, tuvo su origen en la contratación de mafiosos por grupos de trabajadores y sindicatos para defenderse de los matones a sueldo de las patronales y de los empresarios, empleados por éstos para romper huelgas y amenazar a los huelguistas o a los líderes obreros, y parece que en una serie de casos ocurrió así. Pero la infiltración mafiosa en el movimiento laboral y sindical norteamericano presenta una mayor riqueza de situaciones y procesos. En la tipología que expone Jacobs ha habido creación de nuevos sindicatos, dirigidos y organizados desde su nacimiento por los mafiosos; toma de control de sindicatos ya existentes mediante la amenaza, la violencia y la extorsión o, simplemente, mediante el fraude electoral sostenido y apoyado en la intimidación; y toma de control de sindicatos por medio de la obtención previa, también mediante amenazas y violencia, del «reconocimiento» de las patronales como único interlocutor laboral en un sector o área determinados.

No todos los sindicatos presentan igual vulnerabilidad a la infiltración, ni igual potencial o interés para la explotación mafiosa, afirma Jacobs. En general, la mafia se ha interesado por los sectores laborales en que se da una gran dispersión de oferta –servicios en restaurantes, hoteles, casinos, bares, comercios, construcción, transportes, recogida de basuras– y escasa especia­lización de los trabajadores, que son fáciles de reemplazar; también ha sido tradicional la presencia mafiosa en sectores que son «cuellos de botella» o puntos de paso obligado en los flujos comerciales, como la carga, descarga y almacenamiento en los puertos y aeropuertos (el control mafioso del trabajo de estiba y desestiba en Nueva York es el ejemplo más clásico), donde su capacidad para provocar problemas graves y colapsos en el tráfico mercantil es muy elevada.

El control sindical ha sido siempre una doble palanca para la mafia. Por un lado, el negocio mafioso se materializa en la venta de protección a los empresarios o empleadores (ausencia de huelgas o de vandalismo, establecimiento de condiciones de trabajo o fijación de retribuciones peores que las establecidas o legales en el sector) y a los propios trabajadores afiliados (seguridad en el empleo a cambio de cuotas, fundamentalmente); gestión y expolio de los diferentes negocios ligados a la vida del sindicato: fondos de pensiones, seguros médicos y de otra clase, que han sido, frecuentemente, fuentes de financiación para las inversiones y los préstamos mafiosos; gestión de beneficios sociales en especie; obligación de contratar con empresas de propiedad mafiosa o, lo más sencillo, obteniendo empleos ficticios bien remunerados en las burocracias sindicales: los contratos no show o sweetheart de la jerga de la Cosa Nostra. Lo fundamental es entender que el negocio mafioso se genera en los dos lados: la extorsión y el expolio se producen tanto contra los empresarios como contra los trabajadores, aunque según el momento en que se haga la instantánea podrá parecer que los protegidos son unos y las víctimas, otros.

Pero, en segundo lugar, el control sindical ha sido, además, un instrumento crucial para imponer posiciones de dominio o acuerdos de colusión en actividades lícitas en las que los mafiosos actúan por cuenta propia. A través de la amenaza de boicot o de no colaboración sindical, los mafiosos hacen imposible, o muy difícil, tanto la entrada de nuevos competidores como la oferta de condiciones o la fijación de precios que no respeten los acuerdos de colusión o las condiciones y precios fijados por las empresas de propiedad o control mafioso. Por ejemplo, el control mafioso, mantenido durante décadas y, probablemente, todavía en alguna medida, en la actualidad, sobre la distribución de carne, licores, hormigón preparado o ropa en Nueva York y territorios cercanos ha sido posible en todos los casos por el control previo del sindicato dominante o único en cada sector.

En Estados Unidos, la venta de protección a trabajadores y empresarios y la explotación de los servicios que prestan los sindicatos no sólo han sido componentes importantes de los negocios mafiosos durante el último medio siglo, sino también su vía de acceso a los aparatos de los partidos y de las administraciones públicas, y, mediante esta infiltración, de influencia política, sobre todo a nivel local. 

Pero la contaminación mafiosa de la política no se ha dado solamente en el modo criminal típico de la acción y de la historia de la mafia siciliana y de la Cosa Nostra, es decir, no se ha dado solamente como un capítulo más de gestión criminal de actividades lícitas por parte de los criminales miembros de las familias mafiosas. El modelo criminal mafioso puede ayudar a entender fenómenos políticos que se dan en marcos alejados del crimen organizado, incluso en sistemas democráticos.
  

Joseph Patrick Kennedy, proviene de la comunidad católica-irlandesa y miembro del Partido Demócrata. No solo fue padre de los famosos hermanos Kennedy (John, Robert y Ted), además era un habilidoso político y hombre de negocios como inversor y empresario. Sus poderosos negocios e intereses económicos formaron el clan Kennedy. Se vinculó a los negocios del whisky una vez terminada la 'Prohibición' y a otras actividades comerciales.  A pesar que legalmente no se le ha podido probar, se dice que fue un mafioso, aunque no muy prominente,  pero siempre se manejó en la política y la empresa en un ambiente lleno de conspiraciones, muchos rumorean que solía contratar los servicios de mafiosos para amedrentar a otros políticos y que manipulaba elecciones. Otros afirman que se convirtió en un contrabandista reconocido en el submundo criminal de Nueva York y Chicago y que allí se encuentra el origen de su fortuna. Respecto a John F. Kennedy también existen rumores de viejos lazos de los Kennedy con la mafia para apoyar el triunfo de JFK en las elecciones presidenciales de 1960. Aunque ha sido desmentido siempre, hay quienes afirman su veracidad. De allí surge la historia de Frank Sinatra que habría sido intermediario entre el presidente y el capo de la mafia Sam Giacana (entre otros), así lo habrían confirmado la hija de Sinatra y la amante de Kennedy. Giancana era el hombre fuerte de Chicago, mandaba en la extorsión, loterías y apuestas clandestinas, además era quien controlaba el sindicato de mineros del carbón en Virginia Occidental, varias fuentes afirman que fue Giancana quien consiguió los votos necesarios para que Kennedy derrote a Richard Nixon. También se dice que Mario Puzo, el autor de la novela “El Padrino” se inspiró en otro jefe mafioso, Carlo Gambino, para el personaje de  “Vito Corleone”  y en Sinatra para el cantante “Johnny Fontane”. De todas formas, hasta en los casos derivados de la muerte de JFK implicó cierta participación de mafiosos, como el asesino de Oswald.


La historia de la mafia italiana, que ya la hemos revisado en dos entregas anteriores sigue manteniendo ese halo de misterio. En el presente siguen habiendo expertos investigadores que están convencidos que la mafia aun conserva mucha influencia sobre la política italiana. De lo más reciente han sido los bullados casos judiciales en que se acusaba a Marcello Dell’Utri, ex senador y consejero político del ex primer ministro Silvio Berlusconi y a Nicola Mancino, ex ministro del Interior. Acusados de ser los intermediarios en las negociaciones entre políticos y jefes de la mafia, hechos que se remontan a principios de los 90 del siglo pasado. Marcello Dell’Utri fue encausado por presuntamente actuar como intermediario entre la mafia y la élite empresarial de Milán, a Berlusconi se le acusó de iniciar negociaciones con la mafia para detener los asesinatos y Mancino fue procesado por falso testimonio. Debo entender que los procesos aun siguen su trámite.


EL POLÍTICO CRIMINAL Y EL MAFIOSO DEMOCRÁTICO

La mafia es un modelo de crimen organizado, pero es algo más, y ese algo más lo hace fascinante. Entre otras cosas, el modelo criminal mafioso puede servir para entender mejor regímenes políticos caracterizados por la violencia más extrema, de los que el siglo XX ofrece un amplio abanico de ejemplos. 

Señalar esta conexión no es nada original, desde luego. Ya a mediados del siglo pasado, Hans Magnus Enzensberger abordó, en un libro bastante famoso, las relaciones entre política y crimen con el modelo mafioso como uno de sus paradigmas. Con lo ocurrido en el último medio siglo y con lo que hoy sabemos sobre el terror estalinista y el maoísta, Política y delito de Enzensberger podría ampliarse y profundizarse notablemente.

Pensemos en el estalinismo durante las oleadas de terror planificado de los años treinta; o en el nazismo y sus diferentes políticas de terror, empezando por la aniquilación de la oposición interior, siguiendo por la política de exterminio de rusos y polacos y terminando en el genocidio contra los ju­díos; pensemos en la llamada «Gran Revolución Cultural» maoísta; o, salvando todas las diferencias, en escenarios muy alejados geográfica e ideológicamente, en la dictadura del Benefactor Trujillo en la República Dominicana durante los años cuarenta y cincuenta, o en el régimen de terror del líder «marxista-leninista», según el título que él mismo se daba, de Etiopía, entre 1974 y 1991, Haile Mariam Mengistu, o en el régimen gangsteril de Robert Mugabe en Zimbabue en la actualidad (protector, por cierto, de Mengistu desde la huida de éste de su país). Pero Hitler y sus secuaces, Stalin y su camarilla y Mao podrían entrar también en el apartado de «criminales en la política», y lo mismo, con todas las diferencias y matizaciones que se quiera, podría decirse del dictador caribeño, de Mengistu, de Mugabe y de tantos otros políticos y dictadores y movimientos o bandas político-mafiosas.

Hoy casi nadie se atreve a defender a Hitler y lo que hicieron los nazis, o lo que han hecho, más recientemente, tiranías primitivas y enloquecidas adornadas con etiquetas y verborreas «socialistas», «comunistas» o «marxistas-leninistas», como la de Pol-Pot, en Camboya, o la de Mengistu, en Etiopía: la naturaleza criminal de estos regímenes parece estar fuera de discusión. Sin embargo, en cuanto a lo que hicieron las dos grandes revoluciones «comunistas» del siglo XX y sus líderes indiscutibles, Stalin y Mao, la cosa cambia, y muchos rechazarían calificar de «mafioso» el terror político que impusieron. No es infrecuente encontrar, junto a condenas genéricas –cuya indignación suele ser, más bien, protocolaria–, lo que podríamos denominar «expresiones de comprensión», que se resumen en aceptar que, en fin de cuentas, esas atrocidades y terribles sufrimientos no fueron sino el precio a pagar por las inmensas y rápidas transformaciones económicas y sociales que Stalin o Mao lograron en sus atrasados imperios. De hecho, ésta ha sido, durante decenios, la autotranquilizadora explicación que se ha dado a sí misma gran parte de la izquierda: se condena el terror, pero se entiende y, en el fondo, se excusa.

Esta forma de dar por zanjada la cuestión sólo es posible desde el desconocimiento de lo que hoy sabemos sobre esas oleadas de terror, desde la aceptación, al menos parcial, de la explicación mítica y propagandística que el estalinismo y el maoísmo en el poder dieron acerca de sus propias actuaciones. Porque el terror estalinista o el maoísta no eran, de ningún modo, necesarios o convenientes para ninguna de las políticas de transformación económica acelerada con las que ambos dirigentes estaban, supuestamente, com­prometidos.

Hoy sabemos, mucho mejor que hace veinte o treinta años, que las campañas terroristas de Stalin y Mao fueron inmensamente, profundamente destructivas para la economía, la defensa, la ciencia y, en general, para todo el entramado social e institucional de la Unión Soviética y de China. En realidad, las campañas de terror de Stalin y de Mao fueron, antes que ninguna otra cosa, instrumento crucial en su lucha por el poder, una forma despiadadamente criminal de hacer frente, preventiva y masivamente a la vez, a las amenazas no de enemigos externos, sino de adversarios y competidores internos. Los enemigos últimos de Stalin en 1937-1938 no eran Hitler, Mussolini u otros líderes anticomunistas europeos, sino Bujarin y otros líderes soviéticos; no eran los principales generales del ejército alemán, sino los más brillantes generales del ejército soviético. Lo mismo puede decirse de la llamada «Gran Revolución Cultural» china, que no fue sino una gigantesca campaña terrorista desencadenada por Mao para impedir su desalojo del poder. Las grandes matanzas que Stalin y Mao pusieron en marcha y dirigieron sólo son realmente comprensibles si nos olvidamos de conceptos políticos tradicionales –los conceptos básicos del Estado contractual, democrático o no– y aplicamos modelos de crimen organizado y, en particular, el modelo mafioso que incluye, junto al exterminio de los enemigos y adversarios, la prestación de servicios de protección y la intervención criminal en actividades lícitas.

Pero el modelo mafioso da todavía para más en materia política. Lejos de los regímenes que pueden calificarse propiamente de criminales, en marcos políticos de mayor o menor pureza democrática hay también situaciones que pueden entenderse y describirse utilizando determinadas analo­gías con el modelo criminal mafioso. Es lo que podríamos llamar «mafiosidad democrática», el modelo «de influencia mafiosa» en sistemas en los que –cualesquiera que sean sus intenciones últimas– los políticos se someten al juicio electoral, deben soportar, al menos, cierto grado de libertad de expresión y deben aceptar que puede existir algún control por parte de un poder judicial más o menos independiente.

Para explicar la «mafiosidad democrática» volvamos a la definición de Gambetta, la mafia como industria de la protección. La característica crucial de los servicios que vende la mafia es que, a diferencia de lo que hace –o se supone que hace, o intenta hacer– un Estado respetable, en el que impera una ley igual para todos y se protegen por igual todos los derechos legítimos, la protección mafiosa proporciona ámbitos de impunidad, desigualdad y privilegio para los clientes, amigos y cómplices a expensas de los demás. Como veremos enseguida a través de algunos ejemplos, esa es también una característica destacada del modelo político «de influencia mafiosa» que se da bajo las restricciones de la democracia formal. Otra característica es la siguiente: los políticos actúan con autonomía respecto a sus mandatarios, los electores, ignorando o despreciando, siempre que es posible, cualquier limitación relativa a su propia legitimidad o representatividad, así como la legitimidad y representatividad del adversario; es decir, actúan sin respeto hacia las instituciones, ni leal­tad hacia su papel y funciones, tratando de obtener de ellas el máximo beneficio partidista posible.

La mafiosidad en democracia puede entenderse como lo contrario del fair play democrático. En este, el político defiende sus objetivos y prioridades sin aspirar a la anulación del adversario, respetando las restricciones inherentes a las mayorías parlamentarias surgidas de las elecciones que nunca, o casi nunca, otorgan mandatos aplastantes, de unanimidad o casi unanimidad, y, lo que es muy importante para el juego democrático limpio, sin apurar la literalidad de la ley. El político democrático que actúa de buena fe y respetando al adversario tiene siempre presente la relatividad y provisionalidad de sus poderes y la posibilidad de ser desalojado democráticamente del Gobierno. Por el contrario, el político que actúa mafiosamente apura –siempre en su favor, naturalmente– la letra de la ley; interpreta el mandato de sus electores despreciando el que han recibido los adversarios –es decir, decide que puede actuar igual apoyado en el 50,01% de los votos que en el 80%–, y no sólo no tiene en cuenta la posibilidad de ser desalojado del poder, sino que hace todo lo que está en su mano para dificultarlo. Por ejemplo, tratando de cambiar las reglas básicas del juego político, como las que hacen referencia al procedimiento electoral, o al funcionamiento de las Cámaras, o a los poderes de los jueces y su independencia.



La toma del poder por los nazis en Alemania entre enero y marzo de 1933 es, probablemente, el más conocido y más extremo ejemplo de actuación mafiosa en un marco político todavía formalmente democrático. El 30 de enero de 1933, Hitler fue nombrado canciller y a lo largo de los dos meses siguientes todos los resortes del Gobierno y de la Administración, es decir, todos los resortes del Estado fueron puestos al servicio de la aniquilación política –en unos cuantos casos, física– de sus adversarios, sin que hubiera todavía cambios sustanciales en las leyes fundamentales, aunque las violaciones abiertas o disimuladas de la Constitución de Weimar empezaran inmediatamente. En uno de los más penetrantes y lúcidos análisis que existe sobre la ocupación del poder por Hitler y el partido nazi, Sebastian Haffner resumió así la situación de la sociedad alemana en las primeras semanas del poder hitleriano:


«Lo que ocurrió fue una pesadilla, las circunstancias normales vueltas del revés: ladrones y asesinos actuando como fuerza de policía, disfrutando de toda la panoplia del poder del Estado, sus víctimas tratadas como criminales, proscritas y condenadas a muerte de antemano».

El 4 de marzo de 1933, es decir, apenas un mes después del nombramiento de Hitler por el presidente Hindenburg, tras una masiva campaña de propaganda e intimidación contra todos sus adversarios, con una parte de la oposición de izquierdas ilegalizada, pero en un marco en el que los partidos de centro y derecha aún pudieron hacer oposición y presentarse a las elecciones, con cierta libertad de prensa y con jueces todavía teóricamente independientes, los nazis obtuvieron el 44% de los votos, es decir, el 56% de los electores votaron, aun fragmentados, contra los nazis. Pero con los resortes del poder en sus manos, Hitler no tuvo dificultades en hacer callar y dominar cualquier oposición y en tomar las medidas necesarias para hacer imposible cualquier cambio democrático en el Gobierno del Reich.

El episodio nazi de mafiosidad democrática fue muy breve, y pronto se convirtió en algo todavía mucho peor. Pero ha habido otros casos menos extremos y más duraderos. En la historia de Estados Unidos en el siglo XX, en episodios aislados y más limitados, se han dado casos de ciudades o estados que, en un momento u otro, vivieron bajo modelos políticos de naturaleza o influencia mafiosa. 

Un buen ejemplo es el peronismo argentino.


    El Peronismo argentino


Tras el golpe militar de 1943, cuyas inclinaciones fascistas y pro-Eje fueron siempre bastante claras, el nuevo Gobierno argentino, dirigido e integrado por militares, inició una política de acercamiento a los sindicatos cuyo principal inspirador fue el entonces coronel Perón, secretario de Trabajo y Bienestar Social y secretario del Ministerio de Guerra en ese Gobierno. Entre 1943 y 1945, Perón consiguió mejorar y reforzar enormemente la posición política y económica de los sindicatos, utilizando diversos procedimientos (entre ellos, compra de voluntades mediante empleos y privilegios varios) pero, sobre todo, protegiendo su papel protagonista en las negociaciones colectivas. Los acuerdos colectivos, que se negociaban y firmaban con la intervención y aprobación del propio Perón en representación del Gobierno, eran, además, una gran fuente de ingresos para los sindicatos, pues recibían automáticamente una participación en los incrementos salariales pactados. A cambio, Perón promulgó una regulación enteramente nueva en Argentina, que otorgaba reconocimiento oficial a sólo una organización sindical en cada industria o sector de actividad en cada área geográfica, la única autorizada para negociar acuerdos colectivos y relacionarse con las autoridades, creando una fuerte relación de mutua dependencia y de colaboración entre el Gobierno y los sindicatos elegidos. Perón se construyó, así, una poderosa clientela política que despreciaba las acusaciones de la izquierda y de ciertos sindicatos más ideo­lo­gi­za­dos que tachaban a Perón y a su política de «fascistas». En octubre de 1945, esa clientela sindical consiguió reponer a Perón en el Gobierno y un año después, en junio de 1946, lo hizo presidente.

A partir de 1947, el movimiento «justicialista» procede, todavía en un marco formalmente democrático, a «peronizar» la Administración del Estado, las universidades, los medios de comunicación y el Tribunal Supremo. En 1949 se aprueba una nueva Constitución, intervencionista y corporativista, se sigue protegiendo y estimulando el crecimiento de los sindicatos controlados por el poder y protegidos por éste, verdaderas máquinas seudomafiosas para dispensar protección y para capturar y distribuir rentas parasitarias. Después, las grandes victorias electorales de 1948 y 1951 permiten a Perón aniquilar políticamente a su adversario, el Partido Radical; y, apoyándose en el movimiento sindical termina, de hecho, con el régimen democrático y la separación de poderes. El poder sindical nacido con el primer peronismo ha demostrado ser muchísimo más correoso y estar mucho más arraigado en la sociedad argentina en el presente, un modelo caracterizado, entre otras cosas, por una muy extendida corrupción que afecta profundamente a todos los ámbitos de la sociedad, empezando por la policía y los órganos judiciales.


EPILOGO



Por supuesto, el modelo ha cambiado con el tiempo. Hoy en día, un elemento crucial de mafiosidad en los sistemas democráticos es la existencia de medios de comunicación objeto de protección especial que, a su vez, «compran» esta protección protegiendo al poder contra sus adversarios. Por otra parte, la mafiosidad política sometida a las restricciones de los sistemas democráticos no se queda, desde luego, en las decisiones que afectan a la lucha por el poder y su marco legal. Los poderes económicos del Estado benefactor e intervencionista son un campo enormemente propicio para el establecimiento de relaciones de protección, impunidad y privilegio. Refiriéndose a los países latinoamericanos, un escritor mexicano afirmaba hace poco:


«La república mafiosa ha sido, en principio, la de nuestros estados grandes, proteccionistas, nacionalistas, con muchas empresas públicas, lo que es un espacio fantástico para alimentar clientelas, para repartir canon­jías, para hacer “justicia social”».

En un famoso artículo publicado en 1997, «The Rise of Illiberal Democracy», Fareed Zakaria, entonces editor de Foreign Affairs y actualmente editor internacional en Newsweek, se refería a los dos elementos que componen el sistema democrático occidental desde el siglo XIX: la democracia, es decir, la posibilidad que tienen los ciudadanos de elegir y cambiar a sus gobernantes cada cierto tiempo –un gobierno puede ser odioso, puede ser un desastre, pero si ha sido elegido sin trampas es democrático– y lo que él llamaba «liberalismo constitucional», el «Estado de derecho», el imperio de la ley interpretada y aplicada por jueces independientes, que ha venido incluyendo la libertad de expresión, la libertad religiosa y la protección de los derechos de propiedad. Zakaria señalaba que mientras que la democracia se refiere a la acumulación de poder en manos de los gobernantes elegidos, el «liberalismo constitucional» se refiere a lo opuesto: las limitaciones al poder de los gobernantes. Éste era el elemento crucial de las tesis políticas de los «Padres Fundadores» de la democracia norteamericana: el constitucionalismo como «contrapeso antidemocrático», el conjunto de frenos y restricciones a imponer a los gobernantes elegidos a fin de impedir o limitar los abusos contra los ciudadanos que pueden resultar en cualquier sistema que anteponga democracia –el derecho a decidir de las mayorías que, muchas veces, no son sino minorías bien organizadas frente a mayorías dispersas– a «constitucionalismo liberal», es decir, al imperio de la ley, al Estado de derecho.

Las transformaciones políticas de los años noventa del pasado siglo, casi todas ellas conectadas directa o indirectamente con la desaparición de la Unión Soviética y el colapso del «socialismo real», han hecho proliferar nuevas democracias –los ciudadanos pueden, mejor o peor, elegir cada cierto tiempo a sus gobernantes– en las que, sin embargo, no se cumplen los principios del «constitucionalismo liberal». Los gobiernos «explotan» en beneficio político propio la letra de la ley y las instituciones y no aseguran que todos los ciudadanos tengan sus derechos y libertades protegidos por igual. Un ejemplo de «usurpación» citado por Zakaria se refiere a los casos, bastante frecuentes, en que políticos elegidos por minorías relativamente exiguas (menciona el caso de Salvador Allende, elegido por sólo el 36% de los votantes en las elecciones de 1970) tratan de imponer políticas radicales que exigi­rían mandatos mucho más amplios. Éste es uno de los aspectos en que puede considerarse que el «modelo político de influencia mafiosa» se solapa con el modelo de «democracia no liberal» de Zakaria.

Lo que hemos llamado «modelo político de influencia mafiosa» puede describir una forma de actuación en sistemas democráticos que respetando, aparentemente, sus restricciones y procedimientos, conspira al límite de la legalidad para ignorarlas y violarlas, tratando, ante todo, de asegurarse el mantenimiento en el poder. El modelo criminal mafioso puede ser una representación del Estado depredador. El modelo político de «influencia mafiosa» puede ser su imagen desvaída, escurridiza, no siempre criminal, pero no menos real, en los sistemas democráticos. Y el «mafioso democrático», su protagonista.




versión original 
Luis M. Linde
Revista de Libros (RdL)


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