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17 junio 2019

El templo y los mercaderes (I)





Nota previa del editor del blog

Hace menos de un año (octubre 2018) había publicado uno de los mejores ensayos que se ha escrito sobre la mafia: Mafia como política, política como mafia redactado por Luis Linde en 2006. Pese a la existencia de evidencia documental, histórica y procesal, sobre una extraña relación MAFIA-VATICANO, persiste, a modo de rumor (desde hace mucho tiempo) un intento por ocultar la verdad por cualquier medio.  Libros,  reportajes en la prensa escrita, documentales de televisión ya no son novedad sobre el tema, un fascinante artículo del diario "El Independiente" analizaba la historia de "Los banqueros que sellaron la amistad entre Dios y la mafia", publicado en 2017.

Decía Linde que

"cualquier poder político que pueda hacerse obedecer da miedo visto de lejos y debe de dar mucho más visto de cerca. El poder se expresa, directa y habitualmente, a través del crimen y el genocidio. El poder mafioso puede considerarse una imagen de cualquier poder político visto en su desnuda dureza y, eventualmente, en su intimidad criminal".

En tiempos pasados, en algunas culturas y religiones, estaba -por mandato "divino"- prohibido la usura; hoy, la usura no solo es permitida sino practicada por la Iglesia Católica que justificó ese cambio al diferenciar el interés moderado (legal) y las prácticas usureras (realizada por abusivos prestamistas). Es decir, la iglesia condena y práctica la usura. La Iglesia renunció a una prohibición de siglos para entrar en el negocio.

La definición auténtica de USURA proviene del latín usura o interés que alguien cobra cuando presta dinero, un contrato que implica el crédito y el derecho a la ganancia o utilidad del mismo. Coloquialmente calificamos de usureros a entidades y personas que cobran intereses (bancos, instituciones que prestan dinero para hipotecas, préstamos de consumo, como mutualistas, cooperativas, etc.). Esa es la función de la banca comercial, el préstamo de dinero (usura en su correcta interpretación).

La iglesia católica y los alfaquíes islámicos prohibían la usura porque está prohibido en las escrituras sagradas, sin embargo, esa actividad no solo que era necesaria para los intereses estatales, era vital para comerciar.

Tanto los reyes cristianos como los califas musulmanes, fueron los responsables del surgimiento de una importante banca judía en el corazón del mundo islámico y de la cristiandad al recurrir a quienes ya gozaban de “licencia de Dios” para tales asuntos, los judíos. 

LTorah desde tiempos de Moisés prohibe que entre judíos se cobre interés alguno por préstamos, excluye el caso que un préstamo se haga a un extranjero: 

“No obligues a tu hermano a pagar interés, ya se trate de un préstamo de dinero, de víveres, o de cualquier otra cosa que pueda producir interés. Al extranjero podrás prestar a interés, más a tu hermano no prestarás así” (Deuteronomio, 23:20).

Por siglos el naciente Islam se valía de los judíos para la práctica comercial del préstamo de dinero (usura), la misma actividad era practicada por la sacrosanta iglesia católica en la Edad Media contratando judíos como sirvientes de las Cortes de los Monarcas Cristianos - los Hofjuden- ("Judíos de la Corte”), bajo esa protección, ellos se encargaban de administrar las finanzas de los reinos y de la clase pudiente (aun en el presente). 

A lo largo de la historia ha sido una total hipocresía el dicho que uno no se “mancha las manos con la usura”. Queda establecido de donde proviene la "fama" del "judío prestamista" o del "avaricioso judío". En la Edad Media los judíos no estaban autorizados laborar en profesión u oficio que no sea el ligado a las prácticas "bancarias" del pasado. (este tema en particular ha sido analizado en anteriores ponencias).  

En el presente, con la incursión de la Iglesia en el negocio de la usura, el costo ha sido una secuela de muy terrenales escándalos financieros, el Banco Ambrosiano es un buen ejemplo.

En fin. Tenía intención de profundizar el tema anotado al principio, los modernos baqueros de Dios. Documentándome encontré un excelente reportaje, la idea básica que pretendía desarrollar en un nuevo proyecto: los obscuros negocios vaticanos, sus altas finanzas y sus relaciones con el mundo legal y el submundo de los negocios. No hay necesidad de investigar más, una reseña histórica del Vaticano desde 1870 al presente está disponible, su autor prefiere el anonimato. Pongo a disposición esta investigación.

Tito Andino

*****

El Templo y los Mercaderes (I)
La historia oculta de las finanzas vaticanas y las cosas extrañas que han sucedido en torno a las mismas entre 1870 y la actualidad.


Escrito está, mi casa será llamada casa de oración para todas las naciones, pero vosotros la estáis convirtiendo en una cueva de ladrones.

El loco Amaro

No sé si os habéis parado a pensar en ello alguna vez, pero es bien conocido (porque lo cuentan los Evangelios) que, en vísperas de la Pascua judía, el agitador religioso Yeshua bar Yosef, más conocido como Jesucristo, protagonizó una acción contra la explotación económica del Templo de Jerusalén por parte de mercaderes y cambistas, a los cuales expulsó del recinto o al menos amonestó públicamente. Esos comerciantes actuaban en connivencia con las altas jerarquías sacerdotales, las cuales eran perfectamente conscientes de las irregularidades en algunas de aquellas actividades, más aún al ubicarse dentro del mismo recinto sagrado, pero las consentían porque obtenían pingües beneficios económicos con los impuestos que recaudaban gracias a ellas.

Dicho altercado constituye, que sepamos, la única confrontación pública y realmente violenta protagonizada directamente por Jesús contra el orden establecido en su época. El caso es que siempre me ha llamado la atención el que muy posiblemente esto ocurriese durante el último año de vida de Jesús (aunque los propios Evangelios discrepan sobre esto). De ser así da la casualidad de que casi inmediatamente después de esos hechos es cuando Jesucristo -que hasta entonces había podido predicar sin ser molestado que sepamos- fue sujeto de algún tipo de denuncia ante el poder romano por parte de las mencionadas élites sacerdotales judías, juzgado con gran diligencia y ejecutado públicamente. Sucesos, éstos últimos, que a su vez se conmemoran en la Pascua cristiana, aunque dotándolos de un componente puramente místico y simbólico y descartando cualquier relación de causa-efecto entre lo ocurrido en el Templo y el posterior procesamiento de Jesús. A fin de cuentas desde una perspectiva teológica su muerte estaba predestinada por Dios para salvarnos a todos y no tuvo nada que ver con vulgares cuestiones de este mundo relacionadas con el orden público, la política, o los pingües beneficios fiscales relativos a actividades dudosas.


Palacio Arzobispal de Sevilla


Dicho esto, quiero dedicar a recordaros un relato de Manuel Halcón perteneciente a los Cuentos del buen ánimo (1979). En esos cuentos se narra entre otras la historia de un cardenal Arzobispo de Sevilla el cual, mientras se construía el Palacio Arzobispal de dicha ciudad, bajaba muchas tardes a sentarse junto a la llamada Puerta del Lagarto, que daba al Patio de los Naranjos de la catedral, para desde allí presenciar los avances en las obras.

Ocurrió que un día en que el Arzobispo se encontraba en ese lugar, precisamente acompañado de algunos de sus familiares y subordinados, vio acercarse por la calle Placentines a un individuo estrafalario vestido con harapos. El Arzobispo preguntó a sus allegados que quién era aquel pobre hombre y estos le informaron de que se trataba de un loco o un deficiente mental conocido como Amaro y que al parecer era muy famoso y querido en la ciudad por lo que todo el mundo solía darle limosna y así iba sobreviviendo. Al oír eso el humilde prelado, que era muy campechano, le llamó a voces y le mandó por señas que se acercara.

Tras dudar unos instantes Amaro se aproximó al grupo y se quedó delante del señor Arzobispo, el cual le dijo medio en broma:

- Me alegra conocerte, Amaro. No te incomodes que no te llamo por nada malo. El caso es que me han hablado muy bien de ti. Puede verse que eres una persona humilde pero sincera y se que me dirás la verdad, no como todos estos aduladores que me rodean. Así que dime Amaro, ¿qué te parece como van las obras del nuevo palacio que he mandado levantar?.

Y Amaro, con voz respetuosa, le contestó:

- Que su eminencia reverendísima, al revés que Jesucristo, convierte el pan en piedras.

Y así acaba el cuento, con el obispo quedándose escandalizado mientras Amaro se aleja para seguir con su ronda pidiendo limosnas. Puede que no veáis ahora el sentido de esto que os he contado, pero dentro de un rato creo que lo comprenderéis.


El ladrillo y la burbuja

En 1835 unos inversores francobelgas fundaron una institución llamada Banca Romana que, algunos años después, concretamente en 1851, se convirtió en el banco oficial de los Estados Papales. Todo ello en una época en que el Papado -herencia de su pasado como señorío feudal y no solo como entidad espiritual- aún controlaba grandes territorios en el centro de Italia. 


Estados Pontificios


Sin embargo, en las décadas siguientes y debido al proceso de unificación italiana, el Estado Vaticano perdió la mayor parte de esos territorios y quedó más o menos reducido a lo que es hoy llegado el año 1870, en época de Pío IX. Debido a ello, en 1874, esa Banca Romana quedó integrada en la estructura bancaria del Reino de Italia convirtiéndose así en uno de los escasos bancos autorizados a emitir billetes de curso legal dentro del territorio del joven Estado. Las otras entidades autorizadas eran la Banca Nacional de Torino, el Banco de Nápoles, el Banco de Sicilia, la Banca Nacional de Toscana y la Banca Toscana de Crédito.

Pues bien, durante los quince años siguientes se desarrolló en el centro-Norte de Italia un contexto, que resultará fácil de entender para cualquier español actual, caracterizado por un boom económico propulsado por la bonanza en el sector de la construcción y los negocios especulativos ligados al mismo. En esa tesitura la Banca Romana empezó a superar ilegalmente los límites de crédito que estaba autorizada a respaldar. A fin de cuentas cada nuevo crédito concedido parecía ser un negocio redondo, ¿qué no se poseían los fondos para otorgarlo?, daba igual, ya se compensarían los balances con las ganancias derivadas de correr esos riesgos. 

Pero claro, en economía siempre después de la subida llega la bajada y a finales de los años 80 se produjo una recesión. En 1889 tres pequeños bancos de Turín muy implicados en la especulación inmobiliaria en la ciudad de Roma suspendieron pagos exponiendo gravemente a otras instituciones que a su vez les habían transferido fondos. Entre ellas, claro está, la Banca Romana


Billete de la Banca Romana


En junio de ese año el Ministro de Agricultura encargó a un senador llamado Giuseppe Giacomo Alvisi una inspección en dicha Banca Romana, la cual reveló inicialmente la existencia de un agujero en los fondos por valor de al menos 9 millones de liras. Sin embargo los contables de la Banca alegaron que esa discrepancia en los balances era debida a la “impericia” de los autores de la encuesta. De hecho la cantidad de dinero que supuestamente faltaba apareció misteriosamente de la nada al día siguiente de notarse su ausencia. Obviamente dichos movimientos de capital, cuanto menos extraños, no convencieron a Alvisi ni a los funcionarios del Tesoro que lo asistieron en la inspección, y por ello reflejaron todo lo sucedido en un informe que el propio Alvisi hizo llegar al Gobierno.

De esa forma el primer ministro italiano de la época, Francesco Crispi, así como el Ministerio del Tesoro, Giovanni Giolitti, fueron informados de la anómala situación de la Banca Romana, no obstante durante los tres años siguientes el "informe Alvisi" se mantuvo en secreto y ni ellos ni el siguiente gabinete de Gobierno, encabezado por Antonio di Rudini, hicieron nada al respecto, fuese por presiones extraoficiales de poderes en la sombra o por puro miedo a que una intervención en la Banca que descubriese la situación agravase aún más la crisis económica en el corazón del país al provocar un pánico masivo en los inversores. De hecho en 1891 el gobierno de Rudini impidió en el último momento que el senador Alvisi llegase a exponer en el Senado públicamente los resultados de su inspección.

En mayo de 1892 Giovanni Giolitti (recordemos, había sido por así decirlo Ministro de Economía unos años antes, en la época en que se había descubierto la probable insolvencia de la Banca Romana) fue elegido a su vez Primer Ministro y lo primero que hizo fue intentar que el presidente de la Banca Romana desde hacía más de una década, Bernardo Tanlongo, fuese elegido senador, para que así no se le pudiese procesar en caso, digamos, de que algún día la situación se escapase de control. De hecho Tanlongo constituía un director de banco muy peculiar ya que en origen era un granjero semianalfabeto que había empezado a tejer una red de relaciones ejerciendo como espía, había entrado en el negocio bancario de la mano de desconocidas amistades en el Vaticano y luego había sido mantenido en su puesto al entrar capital toscano en la Banca no se sabe muy bien por qué. Era probablemente un hombre de paja, pero aún hoy no se sabe de quién en concreto. 

En cualquier caso, a finales del año 92, antes de que el Primer Ministro pudiese confirmar a Tanlongo como senador, el primitivo informe destacando las  irregularidades en la Banca Romana fue filtrado a la opinión pública por amigos de Alvisi, quien había fallecido amargado en los meses previos. El escándalo subsiguiente desencadenó la creación de una comisión parlamentaria para verificar la seriedad de las acusaciones vertidas. Estas fueron, cómo no, corroboradas con creces a comienzos del año siguiente, descubriéndose un agujero de más de sesenta millones de liras. Básicamente la Banca Romana había prestado dinero muy por encima de sus posibilidades (hasta acumular deudas que doblaban la suma de sus reservas). De hecho gran parte de los activos inmobiliarios que poseía la entidad en garantía por los préstamos ya no respaldaban las cantidades avaladas debido a la caída de precios en el sector. Incluso, en un intento desesperado de camuflar lo anterior, la Banca Romana usando sus privilegios había llegado a emitir de forma incontrolada y subrepticia billetes por valor de unos 40 millones de liras (una cantidad de dinero enorme en aquella época) de cara a respaldar sus pérdidas.

Al día siguiente de que se conociese todo esto Tanlongo fue detenido y la Banca Romana cerrada en agosto del año siguiente, pero el juicio a Tanlongo y el resto de implicados en la gestión de aquel banco se fue retrasando hasta que todos resultaron exonerados de los cargos que se les imputaban a mediados de 1894 debido a la desaparición, probablemente a manos de la propia policía, de los documentos que probaban su culpabilidad y en los que al parecer se implicaba a personalidades e instituciones muy importantes. 


Aquí no pasa nada


Pero me diréis, ¿y esto que tiene que ver con Jesús y la Iglesia y esas cosas?. Si no os habéis aburrido ya y seguís leyendo dentro de un rato igual lo empezáis a percibir más claramente. 

Sigamos.

No hay que poner todos los huevos en la misma cesta

Casi al mismo tiempo que sucedía todo lo anterior se detectan una serie de movimientos muy curiosos creando o bien posicionando bajo el control de la Iglesia católica una serie de instituciones bancarias. Es una madeja compleja pero la voy a resumir muy rápido.

En el año 1892 se creaba la Banca Cattolica Vicentina, oficialmente casi una institución de caridad y de “socorro mutuo” dependiente indirectamente de la diócesis de Vicenza. A partir de unos orígenes tan humildes dicha sociedad, nacida para “estimular la solidaridad y la colaboración” entre las fuerzas productivas de una modesta diócesis, empezó a adquirir, muy poco a poco, otras entidades como el Banco Bassano del Grappa,  la Banca Cadorina, la Banca Cattolica Atestina, la Banca Cattolica di Udine, la Banca Cattolica di San Liberale, la Banca Feltrina y la Banca Depositi e Prestiti, la Banca provinciale di Belluno, la Banca Agricola Distrettuale, la Banca Veneziana di Crediti e Conti Correnti, la Banca San Daniele, etc., etc. Ya se sabe, lo que sea por los pobres.

De esta forma, ya entrado el s. XX, a medida que iba creciendo dicha Banca Vicentina pasó a ser conocida como Banca Cattolica del Veneto al convertirse en una fuerza financiera a tener en cuenta en toda esa región del Norte del país. Eso sí, manteniéndose como una institución siempre controlada en la sombra por la Iglesia




Por otra parte en 1896 un abogado de fuertes creencias católicas y muy relacionado con la orden franciscana llamado Giuseppe Tovini creaba en Milán el Banco Ambrosiano, oficialmente una institución privada e independiente pero que por algo pronto pasó a ser conocido como “el banco de los curas” ya que de forma subrepticia era teledirigida también por la Iglesia romana. De hecho entre los miembros del consejo de administración de la entidad en las siguientes décadas encontramos hasta un sobrino del Papa Pío XI; aunque por pura proximidad pasó a ser el Arzobispado de Milán el brazo eclesiástico encargado de vigilar de cerca las actividades de dicho banco. Por supuesto pasado el tiempo el caritativo Giuseppe Tovini fue beatificado.

Finalmente, un poco antes de todo lo que he contado hasta ahora, concretamente en 1887, el Papa León XIII creó una “Comisión para las Causas Pías” la cual durante los siguientes cincuenta años no dejó de ser una especie de institución caritativa muy pequeña. Sin embargo dentro de un rato vamos a ver que llegado un determinado momento esa pequeña institución “para las Causas Pías” iba a cobrar una gran importancia.

Durante el último tercio del s. XIX, una vez perdidos sus territorios y rentas feudales y en un contexto de disminución de las donaciones por la secularización de la sociedad, la Iglesia moderna creó o instrumentalizó una serie de instituciones bancarias a través de las cuales mover dinero y realizar operaciones e inversiones financieras con las que obtener liquidez. 

En esa etapa en todo caso no aparece nada particularmente extraño, nada especialmente sucio, salvo por el caso de la Banca Romana, y aun así no hay evidencias claras de la implicación del Vaticano con aquella institución en la época de su quiebra. Quizás la única pista respecto a esto último es que, como acabamos de ver, la génesis de las instituciones que en adelante iban a controlar una parte sustancial de los fondos de la Iglesia, al menos en Italia, surgieron casi de forma simultánea a la crisis y posterior colapso de la Banca Romana, como si hubiese sido necesario de repente crear alternativas a aquella vía.

Dicho esto hasta 1929 aproximadamente la tónica en las operaciones económicas emprendidas por la Iglesia iba a ser una paciente y cautelosa normalidad haciendo crecer las semillitas plantadas en las instituciones que he enumerado en este epígrafe. Sin embargo en ese año todo iba a cambiar, y no por la famosa crisis del 29 sino debido a algo totalmente diferente.


El pacto


Concordato. 1933

Para entenderlo hay que comprender a su vez el contexto político, no el económico. A ese respecto la gran preocupación de la Secretaría de Estado vaticana entre 1917 y 1991 fue contener la expansión del comunismo, sobre todo en Europa. 

A fin de cuentas la Iglesia es una institución peculiar cuya finalidad es salvar almas y en ese sentido el ateísmo propugnado por el nuevo régimen implantado por los bolcheviques en la URSS a finales de 1917 fue visto por diversos pontífices como una amenaza capital en caso de que lograse extenderse firmemente más allá de los confines del mundo ortodoxo. 

Por tanto, de cara a contener ese peligro mortal que supuestamente se cernía sobre el rebaño de la Iglesia, casi todos los Pontífices del período de entreguerras se mostraron dispuestos a contemporizar con sistemas “autoritarios” en lo político pero que gracias a ello se mostrasen útiles en la lucha contra la expansión del veneno rojo. Es así como se ha de entender por ejemplo el tácito apoyo de la Iglesia a diversos regímenes dictatoriales e incluso fuertemente represivos, caso del implantado en España tras la "Cruzada" nacional encabezada por Franco. También se explica así que el Vaticano firmase un Concordato con la Alemania nazi de Hitler en 1933, o que en el transcurso de las negociaciones para llegar a dicho acuerdo y probablemente por presiones del Vaticano el poderoso Zentrum, un partido católico de Baviera que llegó a ser la tercera fuerza en el Parlamento alemán, se autodisolviese a comienzos de julio de ese mismo año, ahorrándole a Hitler el engorro de tener que deshacerse por las malas de ese obstáculo en su ascenso hacia el poder absoluto.

Siendo sinceros respecto a esto último no es que la diplomacia vaticana desconociese las extravagantes tendencias paganas de parte de la cúpula nazi, su antisemitismo, o su violencia, pero en aquel momento se infravaloró la determinación nazi a la hora de llevar a cabo su delirante programa. Simplemente, como se ha dicho, desde el Vaticano se pensaba que en aquel momento era clave no obstaculizar la implantación de regímenes fuertes en países clave de la geopolítica europea, aunque fuesen dictaduras, incluso hostiles, si con ello se conseguía erigir un muro contra la posible expansión hacia el Oeste del ogro soviético. No se esperaba de esas dictaduras el grado de beligerancia que algunas de ellas acabaron mostrando. 


1929 Pactos de Letrán o Pactos Lateranenses


Teniendo presente todo eso volvamos a los años 20 y centrémonos en Italia. Allí se estaba produciendo la consolidación de un régimen de ese tipo, la Italia de Mussolini. En base a las coordinadas descritas el fascismo fue visto por la Iglesia del período como un mal menor con el que se podía negociar y al que se podía, supuestamente, controlar. Tal es así que entre ambos poderes se llegó a un acuerdo histórico en 1929, los Pactos de Letrán o Pactos Lateranenses, mediante los cuales se garantizaba de una vez por todas la absoluta soberanía pontificia sobre unas pocas hectáreas alrededor de la basílica de San Pedro, creándose de forma efectiva un Estado independiente dentro de la propia urbe romana, la Ciudad del Vaticano tal y como la conocemos en la actualidad. Lo que ocurre es que eso, aunque no era evidente en un primer momento, también implicaba a su vez privacidad para instituciones financieras que se instalasen allí. Por tanto, en esencia, desde ese momento el Vaticano se convirtió en varias cosas, entre ellas en un paraíso fiscal en potencia ubicado en medio de la propia capital de Italia. Si bien ya digo que inicialmente nadie se dio cuenta de las posibilidades que esto último implicaba. 




Por otra parte esos pactos con el Estado fascista proporcionaron a la Iglesia una importante aportación de capital (más de 750 millones de liras de la época contantes y sonantes así como 1.000 millones más en bonos del Estado) en tanto que para congraciarse con el Vaticano, y de paso obtener legitimidad ante el católico pueblo italiano, Mussolini aceptó incluir en los mismos una “indemnización” a la Santa Sede ¡¡por la pérdida de los antiguos Estados Papales de cuño feudal ¡¡. Gracias a ello la situación financiera de la Iglesia recibió un fuerte impulso, el cual se consolidó en los años siguientes a través de inversiones realizadas a través del aparato financiero que he descrito hasta ahora así como una especie de holding creado al efecto en Luxemburgo y luego desplazado a Suiza

En ese contexto el cerebro de la estrategia financiera que seguiría la Iglesia los siguientes veinticinco años fue Bernardino Nogara, un oscuro ingeniero y financiero milanés amigo de la familia de Pío XI y al que dicho Papa colocó en 1929 a cargo de una institución especialmente creada para gestionar el dinero obtenido de los pactos con Mussolini: la Amministrazione Speciale della Santa Sede. Institución que luego tendría un largo recorrido en el que no voy a entrar aquí.


Bernardino Nogara

Pues bien, durante los años siguientes el hábil Bernardino transformó parte de los fondos de dinero del Vaticano en reservas de oro, se hizo con importantes participaciones en las principales aseguradoras de Italia así como en la principal empresa de construcción del país y hasta contribuyó -con pingües beneficios- a la compraventa de la munición empleada por las tropas de Mussolini en sus campañas africanas de los siguientes años, particularmente la invasión de Etiopía. Tampoco están muy claras algunas inversiones en industrias farmacéuticas o, sobre todo, los movimientos llevados a cabo durante los años de la II Guerra Mundial. Todo ello por su propia iniciativa en contra de los deseos de la Santa Sede.    Obviamente. 

En cualquier caso la estrategia fue tan amoral como exitosa con lo que pronto el Vaticano se encontró con más dinero en sus manos del que podía canalizar con comodidad a través de los modestos bancos que controlaba indirectamente y por ello se hizo evidente la necesidad de crear una nueva entidad

Es así como durante la guerra, por mandato del polémico Pío XII, la vieja y modesta “Comisión para las Causas Pías” se convirtió en 1942 en el Instituto para las Obras de Religión, IOR, el cual poco a poco pasaría a ser conocido popularmente como el “Banco Vaticano” en tanto que, en parte, pasó a serlo.

El propósito oficial declarado de dicha institución sería en adelante conservar y administrar bienes pertenecientes a los ciudadanos del singular Estado vaticano o que tuviesen por objetivo “obras religiosas o de caridad”. Es decir se trataría en teoría de una especie  de banco privado para los peculiares funcionarios de la Iglesia católica -sacerdotes, abades, monjas, frailes- y dedicado no tanto a proporcionarles rentabilidad como a conservar a buen recaudo sus escasos ahorros y en ocasiones también mantener a salvo otro tipo de pecunios que le fuesen entregados a la Santa Sede “para hacer el bien” por así decirlo. Por ello técnicamente el “Banco Vaticano” no fue nunca considerado un banco al uso ya que oficialmente no se dedica a prestar dinero o realizar inversiones sino solo a servir de caja fuerte al personal que trabaja en la Curia Romana y poco más. Pero por otro lado en un determinado momento, como vamos a ver, su utilidad para la Iglesia estribó en poder centralizar en el mismo Vaticano, donde tiene su sede dicha institución, algunas de sus operaciones financieras más importantes y secretas

Por supuesto, pese a la creación del IOR, el Vaticano siguió controlando en la sombra los bancos de los que hablé antes, pero desde ese momento pasó a poseer en Roma una sucursal bancaria propia e independiente que, por efecto de los Pactos Lateranenses, resultaba opaca para cualquier organismo fiscal, policial o judicial externo. 

En otras palabras, a partir de ese instante lo que los Pactos Lateranenses habían convertido en una posibilidad rebuscada pasó a ser casi definitivamente posible. En adelante era cuestión de tiempo que un señor, digamos de Palermo o de la cercana Nápoles, se acercarse a Roma con una maleta llena de dinero de procedencia indeterminada. Una vez en la ciudad, confundido con los millares de peregrinos y turistas, es posible que el señor en cuestión y su maleta se adentrasen en el Vaticano y contactasen con un funcionario del IOR al que se podría hacer entrega de dicha maleta llena de dinero destinado a “obras de caridad” para que fuese custodiado allí, al abrigo de los ojos del mundo, de forma indefinida, o quizás para que ese dinero fuese transferido a salvo, fuera de las fronteras italianas, a una cuenta en otra institución financiera del extranjero.

Todo ello con la identidad del misterioso propietario de la maleta y de la consiguiente nueva cuenta en el IOR no solo protegida por todas las salvedades que caracterizan a un paraíso fiscal al uso, sino también por las peculiaridades del Vaticano como paraíso fiscal. A saber: posee un “jefe de Estado” que es técnicamente la cabeza de un régimen teocrático de cuño feudal, gracias a lo cual no debe responder de ninguna forma ante un Parlamento, unas elecciones democráticas o controles de algún tipo; y cuyos burócratas son esencialmente fanáticos religiosos, dispuestos a aceptar ciegamente las órdenes de la jerarquía, curtidos en un régimen de comportamiento donde el guardar secretos es una forma de vida y que pueden invocar excusas especiales, como el secreto de confesión, en el improbable caso de ser interrogados.  

Llegados a este punto puede que a algún lector le choque la asociación que llevo haciendo unos párrafos de las palabras “paraíso fiscal” y Vaticano. Lo cierto es que si bien no hay problemas en considerar a Mónaco, Liechtenstein o Luxemburgo como “paraísos fiscales”, pocas veces esas palabras se relacionan con el Vaticano en un párrafo impreso en un libro o pronunciado en un medio de comunicación. Obviamente la naturaleza esencial del Vaticano es otra, como destino turístico, como foco espiritual o como subestimado centro diplomático. Pero es que eso nos lleva a olvidar que también ha sido otra cosa en una fase muy concreta de su historia de la que voy a empezar a hablar ahora.

Antes de eso debo aclarar que en realidad en lo último que he contado hay una debilidad. Realmente en la historia del misterioso señor con una maleta llena de dinero que se acerca al Vaticano a ponerlo a salvo fallan dos detalles. Al margen de que en los años 40 con la Guerra Mundial y más adelante la ocupación nazi de Roma eso se hacía complicado, por decir algo, está la cuestión de que el hipotético señor para completar con éxito la transacción en aquellos primeros años del IOR necesitaría un pasaporte vaticano y la complicidad de algún tipo de un miembro del IOR.

Esas condiciones ya puedo decir que no se dieron en los siguientes treinta años. Pero el caso es que pasado ese tiempo… llegó un momento en que se dieron. Y, al darse, el IOR del Vaticano se convirtió en un escondite seguro y muy valioso por su invisibilidad pública para políticos corruptos de la democracia cristiana y para la mafia. Así como suena.


Giovanni Montini, Pablo VI, Papa desde 1963 a 1978  


Hasta aquí he explicado en detalle la compleja maraña de hechos que pusieron las bases para que algo tan grave como lo que he dicho pudiera cristalizar. Pero como he confesado, aún faltaban detalles. Así que ahora hay que explicar cómo se solventaron esos detalles y quienes lo hicieron posible.

Para ello hay que pegar otro pequeño saltito, esta vez hasta finales de los años 60 y principios de los años 70, concretamente hasta el Papado de Giovanni Battista Enrico Antonio Maria Montini, más conocido como Pablo VI, Pontífice romano entre 1963 y 1978.  

Los tres monos sabios, el señor lobo, los fascistas y los mafiosos

Ese Papa tomó en su momento varias decisiones que tiempo después iban a tener gran repercusión. Para empezar fue él quien elevó al cardenalato y otras dignidades a tres prometedores clérigos: Albino Luciani, Karol Wojtyła y a Joseph Ratzinger, los que acabarían siendo los tres siguientes Papas en la línea sucesoria. En cierta forma la camarilla que controló el Vaticano durante el último medio siglo se formó en aquel entonces

Por otra parte Pablo VI conocía muy bien el Banco Ambrosiano desde su etapa como Arzobispo de Milán cargo al que había accedido en 1954 y gracias al cual empezó a ser conocido como el “arzobispo de los pobres”. Pues bien, una vez ya elegido Pontífice es cuando se produce el ascenso en la jerarquía de dicha entidad bancaria, de un oscuro individuo llamado Roberto Calvi.

Calvi era milanés (igual que lo habían sido casi todos los financieros de los Papas, caso de Giuseppe Tovini o Bernardino Nogara), hijo de un funcionario de banca, había militado en movimientos estudiantiles fascistas pero tras el final de la IIª Guerra Mundial había recibido refugio en el Banco Ambrosiano en 1947. Allí ejerció de eficiente funcionario hasta que en los años 70 se convirtió primero en director general y luego presidente de dicha entidad; una empresa teóricamente privada pero como ya se ha dicho controlada de facto en la sombra desde el arzobispado de Milán y el Vaticano a través del Instituto para las Obras de Religión que era su máximo accionista


Roberto Calvi, el Banquero de Dios


Asimismo bajo la sombra de Pablo VI ascendió y prosperó otro curioso personaje llamado Paul Marcinkus, estadounidense nacido en Chicago de padres lituanos a quien Pablo VI tomó bajo su protectora ala durante su etapa de Arzobispo de Milán. En base a esa confianza, una vez convertido en Pontífice es a Marcinkus a quien Pablo VI encomendó la organización de sus viajes pastorales. Con el tiempo el fiel Marcinkus pasó a encargarse también de la protección del Papa durante dichos desplazamientos y fue durante el desempeño de dicha tarea cuando se produjo el hecho que asentó para siempre la fuerte relación de confianza existente entre ambos hombres.



Paul Marcinkus


A finales de 1970 durante un viaje a Filipinas, en el propio aeropuerto de Manila, un pintor surrealista boliviano de nombre Benjamín Mendoza intentó apuñalar al Papa y, aunque apenas logró herirlo superficialmente en el costado, la levedad del ataque se debió a la rápida intervención de varios de los clérigos que rodeaban al Pontífice romano y que impidieron que la situación pasase a mayores.  

Realmente el mérito de identificar y detener al agresor correspondía al obispo Dennis Galvin y sobre todo al secretario personal del Pontífice, Pasquale Macchi, que fue quien se jugó al tipo para detenerlo abalanzándose sobre él. Pero, al formar parte de los clérigos que rodeaban al Papa y sujetaron a Mendoza, de alguna forma Marcinkus logró atribuirse todo el mérito de haber evitado lo peor pese a que en parte fueron los fallos de la seguridad planificada por él los que posibilitaron que el agresor se acercase hasta el Papa sin ninguna dificultad. 


Benjamín Mendoza intenta atacar a Pablo VI


En cualquier caso, gracias al crédito hábilmente obtenido tras aquellos sucesos, unos meses después Marcinkus fue puesto a la cabeza del Instituto para las Obras Religiosas. Y es a partir de aquí donde la realidad empieza a superar a la ficción.

Marcinkus era un tipo ambicioso y con unas amistades extrañas en el mejor de los casos. De hecho, al margen de sus cargos religiosos, es probable que ya en este momento de su vida hubiese entrado a formar parte de la masonería junto con otros pesos pesados de la Curia vaticana de la época como el Secretario de Estado del Vaticano Jean Marie Villot, el propio secretario papal Pasquale Macchi antes citado, Roberto Tucci el director de Radio Vaticana, o el subdirector de L´Osservatore romano, órgano oficioso del Vaticano. 


Licio Gelli 


En ese sentido la particularidad de la masonería italiana de la época –y de ahí la presencia de tantos religiosos- era su carácter furibundamente anticomunista y conservador, por lo cual albergaba en su seno a antiguos señalados fascistas como Licio Gelli, un tipo del que se podrían hacer tres entradas como ésta contando solo sus trapos sucios, por ejemplo de joven estuvo implicado en la desaparición de veinte toneladas de oro procedente de Yugoslavia.

Llegados a este punto se dio la coincidencia de que el muy bien relacionado Gelli por un lado conocía a mafiosos como Michele Sindona, los cuales poseían maletas de dinero de procedencia dudosa que deseaban guardar a buen recaudo. Por otro lado Gelli conocía a políticos de signo democristiano moderadamente corruptos y siempre dispuestos a mirar hacia otro lado si valía la pena. Asimismo Gelli también trataba ocasionalmente con eclesiásticos y gente relacionada con la estructura financiera del Vaticano que igual que él formaban parte del mundillo masónico, aunque no se sabe muy bien si tomándoselo en serio, solo como pasatiempo pintoresco, o como informadores del Papado de cara a controlar e influir en lo que se cocía allí. En cualquier caso toda esa gente ligada a la estructura financiera vaticana, hagamos memoria, tenía en sus manos un paraíso fiscal por completo impenetrable al que todavía no se le había sacado jugo. Finalmente entre ese grupo de gente que movía dinero para el Vaticano y que intimaba ocasionalmente con Gelli también había seglares con similar pasado fascista olvidado, como Roberto Calvi, recordemos, el tipo que estaba en esos primeros años 70 haciéndose con la gestión del Banco Ambrosiano. ¿Cómo se conjugaron todos esos factores?. No se sabe con seguridad.




Lo que hoy sabemos es que Marcinkus desde el mismo momento en que se hizo cargo del IOR buscó centralizar y coordinar varias de las instituciones financieras instrumentalizadas por la Iglesia, antes dispersas. Por ello, para empezar, bajo Marcinkus el IOR afianzó su posición de control en el consejo de administración del Banco Ambrosiano como primer accionista del mismo al poseer una quinta parte de sus acciones. En adelante el Banco Ambrosiano pasaría a ser la herramienta a través de la cual saldría a la luz el dinero que a su vez llegaba a la Iglesia por los secretos cauces de las donaciones “caritativas” al IOR con sede en el propio Vaticano.

De cara a potenciar su nuevo instrumento clave, en 1972 y “por las malas”, Marcinkus le quitó el control de la Banca Cattolica del Veneto a otro de los protegidos del Papa y por entonces patriarca de Venezia, Albino Luciani, solo para a continuación entregarle el 37% de las acciones de dicha entidad financiera al Banco Ambrosiano, poniendo de facto a dicha banca véneta bajo control del Ambrosiano. De esta forma Marcinkus alineaba su artillería para ganar potencia de fuego y poder acometer empresas ambiciosas. 

A su vez, operando desde el Banco Ambrosiano, Roberto Calvi, previsiblemente por órdenes de Marcinkus aunque nunca se pudo probar nada, creó toda una red de cuentas y de filiales en países lejanos y paraísos fiscales. Así por ejemplo construyó en Nassau una filial bajo el nombre de Cisalpine Overseas Bank proceso que repitió en otros países como Perú.

Es de suponer que la idea era la siguiente: en adelante, señores misteriosos pero muy caritativos, ocasionalmente pertenecientes a la mafia, podían depositar dinero en el impenetrable y completamente opaco IOR del Vaticano, a salvo del fisco o la Justicia italianas. Luego desde allí, en cierta forma como pago a la Iglesia por esos servicios, una parte de ese dinero se movía hacia el Banco Ambrosiano y, desde él, se desperdigaba y desaparecía a través de múltiples cuentas secretas ocultas en paraísos fiscales distribuidos por todo el mundo. Todo ello con la connivencia de funcionarios y políticos pertenecientes a la democracia cristiana, quienes de vez en cuando también se beneficiaban del entramado de cara a sus propios fines. Por su parte, una vez dispersado el dinero internacionalmente, la Iglesia podía usar esos fondos escondidos para, digamos, operaciones especiales en las que el fin justificaba los medios.  

A su manera Marcinkus se encontraba con una herramienta potencialmente muy poderosa en sus manos. 


El problema es que también era muy peligrosa si algo de todo esto salía a la luz porque alguien de los implicados en esta cadena se volviese codicioso o descuidado. Qué operaciones eran esas para las que se usaba el dinero, qué salió mal, qué pasó después de que saliese mal, o qué relación tiene todo esto con cosas que han sucedido últimamente en el Vaticano?.


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11 abril 2019

Historia de un mal sueño: fascismo y cultura





I parte

La versión nazi sobre el arte
("arte degenerado" - Entartete Kunst)

por Tito Andino U.



Un tal Adolf Hitler dijo alguna vez estas palabras refiriéndose al arte moderno:

Lo que están viendo son los productos enfermos de la locura, la impertinencia y la falta de talento. Necesitaría varios trenes de carga para limpiar nuestras galerías de esta basura. 

El expolio de la producción artística, sobre todo del modernismo en sus diferentes estilos no era ilegal en la Alemania nazi, eso ha servido de argumento para la defensa de muchos marchantes de arte, incluso la "arianización" de la propiedad judía mediante una ley dictada en 1938 facilitó la confiscación de obras propiedad de los museos alemanes, ya podemos imaginarnos las dimensiones que tomó el asunto con las colecciones privadas. De manera increíble esa ley permanece vigente, no ha sido derogada por las autoridades de la Alemania Federal. 

Paradójicamente, en agosto de 2016 Alemania dictaba una nueva ley contra el comercio del arte robado, protegiendo los bienes culturales, esa ley es aplicable solo en el mercado artístico alemán, pero, no os emocionéis, la ley refiere exclusivamente al comercio ilegal del patrimonio cultural arqueológico proveniente de zonas de conflicto en Oriente Medio. 

No se si llamar hipocresía o quizá deba utilizar otro término, durante demasiado tiempo Alemania viene reafirmando los acuerdos para esclarecer el robo de obras de arte en la era nazi, siempre se habla de "obligación histórica y moral" con las víctimas y sus descendientes, invocándose, una y otra vez los famosos "Principios de Washington" de 1998 que busca restituir el arte robado por los nazis, al ser un compromiso internacional.

"Dada la legislación alemana, los herederos de los dueños judíos originales dependen de la buena voluntad de los coleccionistas privados. Mientras que los museos están limitados por los Principios de Washington —que son de carácter internacional y obligan a instituciones públicas a llegar a acuerdos “justos y equitativos” con los herederos si llegaran a encontrar en su posesión algún objeto saqueado por los nazis—, dichos principios no son aplicables a colecciones empresariales o a individuos, y la ley protege a los actuales dueños de arte robado con un estatuto de limitaciones y otras defensas", señala un excelente artículo del New York Times (ver nota a pie de página).


El gran teatro mundial, obra de Max Beckmann, "arte degenerado" según el nazismo.


En 2013 tuvo lugar el casual hallazgo de más de 1.500 obras de conocidos artistas en poder del anciano alemán Cornelius Gurlitt, aquellas pinturas resultaron ser obras expoliadas por los nazis hace más de 80 años; las investigaciones concluyeron que una buena parte de ellas pertenecían a museos alemanes incautados por una ley nazi dictada en 1938. También resultó que el anciano Gurlitt era hijo de Hilderbrand Gurlitt, un marchante de arte afín al nazismo, que como otros marchantes buscaba y confiscaba "arte degenerado" sobre todo a familias judías. Una gran parte eran vendidas fuera de Alemania y las divisas iban a las arcas del Reich (no siempre). Como vemos el "arte degenerado" no fue impedimento para que un buen número de obras fueran vendidas preferentemente en el extranjero. Otras terminarían en la hoguera.

Pero, esta no es la historia de Cornelius ni Hilderbrand Gurlitt, estas líneas de introducción son una muestra de un clandestino e inmenso comercio, aparentemente legal, practicado durante el régimen hitleriano. 

Existen excelentes libros en el mercado referentes a la historia del "Entartete Kunst" (arte degenerado). En la corta existencia del 'Nuevo Orden Germánico' predominó el llamado "arte heroico", desechándose el arte moderno que fue prohibido en el territorio del Reich por "no alemán" e "influido" por el judeo-bolchevismo (es decir "arte judío" o  "arte comunista"). Casi todo lo que hoy se considera arte moderno fue difamado, los artistas sometidos a la forzada burla ciudadana influenciada por la propaganda del régimen. Los "artistas degenerados" fueron denunciados, perdieron capacidad para producir, exponer o vender sus obras, incluso privados de la docencia.

Según los nazis, "el 'arte heroico' simbolizaba el arte puro, la liberación de la deformación y de la corrupción, mientras que los modelos modernos desviaban de la norma prescrita por el canon de belleza clásica. Los artistas "puros" producían "arte puro", y los artistas modernos, "inferiores o degenerados", producían "obras degeneradas" (cita tomada de la Wikipedia).

Los estilos del arte moderno vetados por "degenerados", según el nazismo, es decir, todo lo que Hitler no alcanzaba a comprender, o que haya sido realizado por un judío o, que vaya en contra de los principios del Partido (y del Estado) debían ser retirados de las exhibiciones públicas. Esos estilos fueron los siguientes: Expresionismo, Surrealismo, Impresionismo, Cubismo, Dadaísmo, Fovismo. Entre los principales artistas alemanes "degenerados" contamos a: 

Ernst Barlach (expresionismo); Otto Baum (escultura abstracta); Hans Bellmer (surrealista); Max Beckmann (cubismo expresionimo); Lovis Corinth (impresionismo); Otto Dix (expresionismo); Max Ernst (dadaísmo surrealismo); George Grosz (expresionista); Eugen Hoffmann (escultor); Ernst Ludwig Kirchner (expresionismo); Emil Nolde (expresionismo); Max Pechstein (expresionismo); Edwin Scharff (escultor); Karl Schmidt-Rottluff (expresionismo); etc, etc. Una amplia lista de  artistas extranjeros también enrolaban la lista, como Wassily Kandinsky (expresionismo abstracto); Edvard Munch (expresionismo); Gustave Courbet (realismo); Paul Klee (surrealismo expresionismo abstracto); Oskar Kokoschka (expresionismo); Henri Matisse (impresionismo expresionismo fovismo) Pablo Picasso (cubismo); Pierre-Auguste Renoir (impresionismo); Claude Monet (impresionismo modernismo realismo).





En las exposiciones colgaban "los cuadros torcidos, se pintaron las paredes con insultos a las obras y a los artistas, y consiguieron que este tipo de arte pareciera extraño y ridículo, un espectáculo circense de freak show para que las obras parecieran baratijas degeneradas a los ojos del pueblo alemán. Una de las salas mostraba las pinturas abstractas, una espina clavada para Hitler, y se denominó «la sala de la locura»" (cita de Miguel Calvo Santos)

La historia nos recuerda que el 19 de julio de 1937 en la Haus der Kunst de Munich se inició la exposición "Entartete Kunst" (Arte Degenerado) al más puro estilo propagandístico nazi cuyo objetivo era ridiculizar el arte moderno, la exhibición no se centró solo en Munich, también recorrió ciudades alemanas y austríacas. Las obras, más de 600 cuadros, dibujos y esculturas provenían de las confiscaciones ordenadas directamente por Hitler (la mayoría de los museos alemanes), destacaban los trabajos de Vasili Kandinsky, Paul Klee, Nolde, Kirchner, etc. Se estima en alrededor de 20.000 obras las incautadas por el régimen que corresponden a más de mil artistas. La actual colección del MoMA, posee varias obras provenientes de la exposición nazi (MoMA -Museum of Modern Art- New York, exhibe casi 200.000 obras de arte moderno y contemporáneo, gran parte de ese material puede revisarse en línea).


Obra del escultor favorito de Hitler, Arno Breker denominada “Disponibilidad”, la mano empuña la espada mientras el guerrero, de facciones atléticas, dirige a lo lejos su mirada intrépida.


En contrapartida al "arte degenerado" se impulsó el arte y cultura germánico, es decir, el supuesto "arte heroico", de corte tradicionalista en la escultura y pintura, la intención era exaltar los principios del nazismo de la "sangre y tierra", la "pureza racial" y la belleza física, acompañados por la vieja herencia prusiana del militarismo y la obediencia a la autoridad. Otros géneros artísticos como el cine y la música también fueron sometidos a la censura oficial, prohibiéndose entre otros ritmos el jazz (por ser música de negros, según la jerarquía nazi).


Rescatando la Lista nazi de "Arte degenerado"

Los nazis documentaron meticulosamente la expropiación del "arte degenerado". La lista completa desapareció tras la guerra mundial durante mucho tiempo. El periódico alemán Taz lo hizo público después de que en 1997 fuera encontrada en una finca entregada al "London Victoria and Albert Museum". Un experto de Berlín identificó la lista como genuina. Solo después del escándalo de Gurlitt en noviembre del 2013, el museo hizo una copia del directorio accesible al público en línea.



Imagen del Victoria & Albert Museum publicada en el diario alemán Taz.  


La foto de arriba es solo un extracto de la lista de abreviaturas de la lista que publicó el diario aleman Taz, en este documento se anotó todas las expropiaciones de "arte degenerado". La lista de abreviaturas está en la página cinco y comienza con:

A = acuarela, 
B = inventario en la revista del Reich Ministerio de Iluminación Popular y Propaganda. 
Termina con V = venta, 
X = aniquilación. 

Son 482 páginas con letras precisas de máquinas de escribir. Es el registro burocrático de un crimen ordenado por el estado: Cerca de 20.000 obras de arte confiscadas por los nazis entre 1937 y 1938 de los museos alemanes. Pero el documento es muy difícil de interpretar ya que solo contiene apellidos, de artistas y comerciantes, algunos datos no llevan a ninguna parte y no todas las obras fueron listadas. Por ejemplo se describe un "Cartón con dibujos" bajo el número 253, antes del nombre: Lasker-Schüler.

Esta lista estaba a cargo del historiador de arte, Dr. Rolf Hetsch, del Departamento de Bellas Artes, él por órdenes superiores anotaba el nombre de los artistas, títulos de obras, técnicas de pintura y el nombre del minorista a quien se entregaba los cuadros. A veces se  agregaban letras o números a mano. Al final de cada línea está el precio de venta: $ 200 por un Kandinsky en aceite, cuarenta francos suizos por un gráfico de Otto Dix, el comerciante en ambas ocasiones fue el Dr. Gurlitt.

Respecto a los artistas degenerados, les prohíbo someter al pueblo a sus «experiencias». Si de verdad ven los campos azules están dementes y deberían estar en un manicomio. Si solo fingen que los ven azules son criminales y deberían ir a prisión. Purgaré a la nación de su influencia y no permitiré que nadie participe en su corrupción. El día del castigo está por venir.  A.H.

Curiosidades de la historia, Hitler -artista fracasado al ser rechazado por la Academia de Bellas Artes de Viena- apreciaba realmente el arte, lo que se reflejaba en su personalidad al vincular "el discurso estético con el político, pero sus tendencias preferían el neoclasicismo germánico y odiaba sobre todas las cosas el arte moderno". Una anécdota que nos recuerda Miguel Calvo Santos refiere a la admiración que sentía Goebbles por el pintor Emil Nolde, para lamento del ministro de "la iluminación del pueblo y la propaganda", la obra del artista fue catalogada y formó parte de la exposición "Entartate Kunst". Hitler no dudó en acusar al doctor Goebbles "de pasarse al lado oscuro", como buen sirviente de su amo, el pequeño ministro cambió sus gustos artísticos y polémica zanjada.



Catálogo del 'Entartete Kunst'

Hasta aquí solo parece ser un mal sueño de los tiempos del nazismo, la destrucción del arte en aras de la supremacía de una ideología. El odio de Hitler al modernismo se reflejó en su orden de destrucción de todo aquel trabajo que según él no tenía valor artístico ni cultural, al igual que la quema de libros de 1933, en 1939 ardieron en grandes pilas de fuego cientos de cuadros. 

Mas, la historia nos demuestra que los nazis (o al menos muchos de ellos) no eran tan descerebrados para destruirlas en su totalidad, sabiendo que podrían llegar a costar mucho dinero, había que prever el futuro, muchas pinturas fueron cuidadosamente escondidas por gente como Alfred Rosenberg, Goering, Speer y los marchantes, las órdenes de Hitler no se cumplieron al 100%. Es cierto que los marchantes vendieron y subastaron para beneficio económico del Reich muchas pinturas, pero la gran verdad es que la mayoría de esas obras sobrevivió a la guerra y hoy se mueven en los mercados de subastas. Hemos señalado que la incautación de obras bordea las 20.000 de autoría de algo más de 1.000 artistas que provenían tanto de colecciones particulares como de museos y casas de exposiciones. Cuántas fueron a la hoguera y cuántas han sobrevivido más de ochenta años? Imposible saberlo. 

La siguiente ponencia de José Carlos Mainer no habla expresamente de arte robado, es una magnífica síntesis del libro de Benjamin G. Martin "The Nazi-Fascist New Order for European Culture" (2016) sobre la vida y cultura en los régimenes nazi-fascista de Alemania e Italia (principalmente). Otro gran aporte a la comprensión de aquel fenómeno que asoló Europa y el mundo entre 1920 y 1945.

Buena lectura


***

II parte

Para la historia de un mal sueño: 
fascismo y cultura

Obras nazis confiscadas. Castillo de Niederschönhausen (foto del artículo original)


por José-Carlos Mainer
Revista de Libros


Sobre el autor: José-Carlos Mainer es catedrático emérito de Literatura en la Universidad de Zaragoza. Sus últimos libros son La isla de los 202 libros (2008), Modernidad y nacionalismo, 1900-1930 (2010), Galería de retratos (2010), Pío Baroja (2012), Falange y literatura (2013) e Historia mínima de la literatura española (2014).

* Las fotos que acompañan a este ensayo corresponden al editor de este blog, salvo las que se enuncian expresamente ser parte del original (dos). 



1918-1940: a la espera de un orden

"The Nazi-Fascist New Order for European Culture" de Benjamin G. Martin. Al comienzo de este interesante, meticuloso y también inquietante libro, Benjamin G. Martin nos recuerda una reunión secreta de oficiales de la Wehrmacht en la que un cercano colaborador de Joseph Goebbels, Leopold Gutterer, habló de la inminente imposición de un «Nuevo Orden» en política y economía, que comportaría el establecimiento de una perdurable hegemonía germánica. El momento de aquella alocución, recuerda Martin, era muy propicio: en junio de 1940, Francia acababa de ser ocupada, Inglaterra parecía abocada a la rendición, faltaba casi un año para la invasión de la Unión Soviética (que entonces era un aliado de conveniencia del nazismo) y Estados Unidos no parecía tan decidido a intervenir como lo estuvo en 1917.

Es norma estratégica de la divulgación anglosajona que un libro arranque con una anécdota reveladora que introduzca la reflexión general que nos lleva a la materia de las páginas que siguen. Pero Martin no ha elegido quizá la más significativa de las anécdotas, porque Gutterer hablaba a convencidos de la superioridad germánica y es posible que una referencia a la monografía de George L. Mosse sobre las raíces decimonónicas de la ideología supremacista alemana y sobre el culto a los caídos hubiera explicado mejor la climatología en que se mezclaban los deseos de la revancha de 1919 y el orgullo satisfecho de 1940 (1). Tampoco acierta del todo cuando nos recuerda que otros imperios vencedores –el Reino Unido cuando construía su expansión por todo el mundo o la Francia de Luis XIV cuando regía los destinos de Europa‒ ya usaron el inmemorial derecho de imponer su modo y sus modas de vida y cultura, lo que incluso se refleja en cómo Estados Unidos los impuso en la posguerra del 1918, cuando vencedores y vencidos adoptaron una elaborada cultura popular –musical, cinematográfica, teatral‒ basada en las conquistas tecnológicas y en la vitalidad del melting pot. Pero el caso alemán de 1940 fue distinto: en él predominaron supremacismo, venganza y castigo y no hubo demasiado lugar para otros antecedentes históricos.

Sucede que la palabra «Orden», como también apunta Martin, es una palabra aviesamente polisémica: habla de sumisión, pero también de cooperación, como lo hace de racionalización planificada y, a la vez, de determinismo histórico. «Orden» fue una consigna muy frecuente en los años que siguieron a 1918, cuando se generalizó la conciencia de que otro «orden», más benévolo, hipócrita e incauto –el de la Belle Époque-, se había venido estruendosamente abajo. Antonio Gramsci tituló L’Ordine Nuovo la revista de 1919 que renovó el marxismo italiano en los años duros, cuando todos los socialismos debieron elegir entre la Tercera y la Segunda Internacional, y se vieron obligados a revisar su contradictorio pasado cercano. No fue casual que Gramsci se acogiera al dictum del no muy bien visto Ferdinand Lassalle: «Decir la verdad es revolucionario». En 1923, tras la escalada anarquizante de las vanguardias (y antes, sobre todo, con los extremismos destructivos del grupo Dada), el brillante escritor Jean Cocteau, que había sido un alegre participante de la fiesta general, también habló de «le rappel à l’Ordre», una consigna a la que pudieron acogerse los nuevos realistas, los metafísicos o los herméticos. El Orden invocado no era un paso atrás, sino la renuncia expresa al desorden.

Tras el silencio de los cañones, para un nacionalista, para un católico conservador, para un revanchista en general, el desorden por antonomasia era el que había impuesto el internacionalismo cultural de la modernidad. Su aversión incluía todo lo que trajeron la Ilustración y el Romanticismo, el naturalismo y el simbolismo, tanto como aquel aire enfermizo e inquieto que había suscitado la difusión universal del art nouveau y el espíritu de fin de siglo.

No es difícil comprobar que, después de 1918, muchos escritores contrapusieron a aquella modernidad, tan apegada a la vida urbana, la rutina de la vieja existencia campesina, el paisaje atávico y salvaje de la infancia, el ritmo inmutable de los impulsos nacionales que allí se sentían con toda su fuerza: bastará que citemos a un autor noruego que volveremos a recordar (Knut Hamsun, La bendición de la tierra, 1917) y a otro francés (Jean Giono, Colina, 1929, que fue acusado en 1939 de pacifista y en 1944 de colaboracionista).

Para sus partidarios, sin embargo, el internacionalismo debía ser algo constructivo y cooperador, alejado de la banalidad del cosmopolitismo de las Guías Baedeker, los lujosos expresos y los hoteles de lujo. Así lo deseaba la Sociedad de Naciones, el sueño de armonía universal que tuvo Woodrow Wilson, y lo ratificó el compromiso de muchos escritores para volver a la amistad entre los pueblos: tan hermoso propósito inspiró páginas de Romain Rolland y Jean Giraudoux en Francia, Émile Verhaeren en Bélgica, Bertrand Russell en Inglaterra, Hermann Hesse y Heinrich Mann en Alemania y, en Austria, Karl Kraus y Stefan Zweig. Algunos habían decidido no combatir en 1914 y otros, que lo hicieron, optaron por superar el odio y el miedo.

Muchos de ellos formaron el Comité Internacional de Cooperación Intelectual, que creó la Sociedad de Naciones en 1922 y que surgió en el mismo año en que lo hizo el PEN Club de Escritores, una iniciativa privada británica que tuvo largo éxito y en cuyo congreso ordinario de 1936, en Buenos Aires, Emil Ludwig, escritor alemán y judío, clamó contra la persecución de los autores en muchos países. Henri Bergson presidió el Comité de Cooperación Intelectual hasta 1925, y le siguieron Hendrik Lorentz y Gilbert Murray, que lo gobernaron desde 1928 a 1939, siempre con orientación liberal-progresista. En 1933, en vísperas de la crisis que acabó con la Sociedad de Naciones, celebró su reunión ordinaria en el recién inaugurado auditorio de la madrileña Residencia de Estudiantes, sobre «El porvenir de la cultura». Sin embargo, ni la cultura tenía entonces un horizonte muy despejado, ni faltaban muchos años para que la Residencia de Estudiantes desapareciera como tal y aquel auditorio fuera remodelado para dar paso a la iglesia del Espíritu Santo (1942), obra de Miguel Fisac y signo de la combativa confesionalidad del nuevo Consejo Superior de Investigaciones Científicas.


Resentimientos y dictaduras


En 1918, las guerras eran todavía el crisol de las naciones y las victorias o las derrotas impregnaban la vida de generaciones enteras: eran contiendas de hegemonía en las que no faltaban las coartadas culturales. De la guerra francoprusiana derivaron tanto el peligroso orgullo nacional de Alemania como el resentimiento de Francia, donde anidaron, por cierto, los antecedentes culturales del futuro fascismo europeo que se expandió ya en el siglo XX. No curó sus síntomas la victoria de 1918 y, quizá por esa multiplicidad de manifestaciones previas, el fascismo francés nunca cuajó en un único partido, ni siquiera bajo el gobierno de Pétain (2)


Fue en Italia y Alemania ‒un vencedor humillado y un vencido escarnecido‒ donde surgieron los dos fascismos históricos: necesitaron que un líder se propusiera la conquista del Estado, pero, sobre todo, una predisposición para que medrosos ciudadanos convirtieran el desasosiego o el miedo en una experiencia de enajenación. El fascista potencial descubre que lo es cuando alguien le narra los motivos de su presente debilidad y le alumbra el camino de la nueva fe: la conversión es un rito de paso del fascismo.

No olvidemos que el libro que afianzó el nazismo en muchos ánimos pusilánimes fue una confusa autobiografía, Mein Kampf, atravesada por revelaciones. Y, por supuesto, por la virulencia de un paranoico. Y donde, una vez más, eran determinantes la experiencia de la guerra y la del excombatiente: de ellas surgieron los Freikorps paramilitares, que se convirtieron en la pesadilla de los primeros pasos de la República de Weimar, y la idolatría tributada a los héroes de guerra que allanó el camino italiano hacia el fascismo. Todavía no había concluido la guerra cuando Benito Mussolini –convaleciente de una herida (producida en unas maniobras, por cierto)‒ anticipó en el artículo «Trincerocrazia», en Il Popolo d’Italia, quiénes debían gobernar al final de la contienda: los soldados desmovilizados que, entre 1919 y 1921, pasaron de ser los Fasci Italiani di Combattimento (muy similares a los Freikorps) a constituir el Partito Nazionale Fascista que organizó la Marcha sobre Roma al año siguiente.


Carteles de propaganda fascista


Por entonces, el nombre de dictadura no escandalizaba a nadie y así lo ostentó públicamente, segura de su necesidad histórica, la del general Primo de Rivera desde 1923. Pero también había modelos para elegir en Hungría, Grecia, Polonia, Yugoslavia, Rumanía o Turquía. En 1931, el inquieto periodista (y excombatiente) italiano Curzio Malaparte (nacido Kurt Erich Suckert) alcanzó notoriedad internacional por el libro La técnica del golpe de Estado, que publicó en francés. El breve prólogo hablaba de Maquiavelo como precedente de su reflexión y del hecho de que, desde 1917, había dos paralelas idolatrías del Estado: el fascismo y el comunismo. Y ambas llegaron al poder no tanto por la virtud de una ideología como por haber resuelto un problema de técnica y oportunidad. Se trataba –como hizo Trotski‒ de saber cómo una pequeña fuerza puede movilizar recursos para la insurrección y la toma del Estado, y no esperar a las «condiciones históricas» con las que especulaba Lenin. Que fue, en cambio, quien supo defender el triunfo precario y prevalecer, como hizo el mariscal conservador Józef Piłsudski en Polonia. Un golpe de Estado debe carecer de escrúpulos y, por tenerlos, cayó el general Primo de Rivera, porque «no hay nada más triste que su lealtad y buena fe». De Mussolini, al que Malaparte apoyó inicialmente y con quien rompió pronto, piensa que había sido «violento y metódico» y que supo neutralizar a su último enemigo: la huelga general obrera. La marcha del 1922 fue un golpe escénico cuando ya estaba todo ganado. Por el contrario, vio en Adolf Hitler «una caricatura de Mussolini». Por ahora no ha logrado su objetivo, porque «la Alemania de Weimar no podría ser un país de conquista para un pequeño burgués de la alta Austria disfrazado de Sila, de Julio César o de condottiero». Su táctica parecía copiada del fascismo, pero ahora estaba evolucionando hacia la legalidad convertido en «un ejército de salvación del patriotismo alemán»; Hitler es un espíritu «femenino y cobarde que se refugia en la brutalidad para disimular su falta de energía». No fue Malaparte, en este caso, el mejor de los profetas, aunque acertó en algunos términos de su diagnóstico.


Carteles de propaganda nazi


Tampoco fue el único interesado en las dictaduras. En 1927, el portugués António Ferro –amigo de Mário de Sá-Carneiro y de Fernando Pessoa, que ya había escrito un libro sobre D’Annunzio en 1922 y otro sobre la jazz-band en 1923‒ publicó un Viagem á volta das ditaduras (significativamente dedicado «Á saudade e á esperança do encoberto») donde ofreció un animado friso, lleno de entrevistas agudas y de opiniones entusiastas, acerca de las vigentes y lozanas dictaduras italiana, española y turca, vistas desde el rampante autoritarismo luso. Vale la pena leerlo.


Orden contra degeneración

¿Qué «Nuevo Orden» cultural podía proponer el fascismo? ¿Cómo elaborar una norma general cuando basaba su idea de cultura en el reencuentro con los orígenes mitológicos de la propia raza? ¿De qué cultura hablamos si se excluye el matiz y la variedad, la duda y el disentimiento, y si no se prevé una evolución continua de formas y de ideas? (3)

Es patente que los dos centros del fascismo optaron por líneas diferentes. En Italia, el fascismo reconoció una parte de la reciente estética moderna y, aunque el futurismo era ya un artefacto que se imitaba a sí mismo, persistió como referencia (4). La modernidad cosmopolita inspiró también el movimiento Stracittà (el prefijo stra- indica intensificación) que no fue explícitamente fascista, pero sus rivales del grupo que optó por denominarse Strapaese profesaron un nacionalismo popular y terruñero (de cuyas andanzas surgió, por cierto, el futuro pintor del comunismo italiano de posguerra, Renato Guttuso) y fueron fieles cofrades del fascismo. Incluso los primeros pasos del neorrealismo (en la novela y el documentalismo cinematográfico, en parte herederos de Strapaese) surgieron en revistas o en estudios de la Italia fascista.

En la Alemania nazi hubieran sido inviables tales liviandades, pero no por eso el nacionalsocialismo dejó de insertarse en la modernidad: le fue fiel en su devoción por la tecnología, por su uso de la propaganda y por su fe en un futuro mecánico poblado de autopistas, trenes, automóviles y aviones, por los que sintió la misma superstición devota que el comunismo soviético. La contraposición básica residía en decidir qué arte era «sano-idealista-nacional» y cuál podía ser tildado de «decadente-materialista-internacional».



Ejemplos del arte: El primero es un cartel nazi invitando al Día del Arte Alemán, Munich 16-18 julio 1937; y, el segundo es el típico caso del "arte degenerado", según el nazismo.


Benjamin G. Martin reproduce oportunamente el discurso de Hitler del 18 de julio de 1937, con motivo de la Exposición del Día del Arte Alemán, celebrada en Múnich, la ciudad de sus primeros éxitos políticos: 


«Aquellos que hablaban del Arte Nuevo de la Alemania de los últimos años se equivocaban a la hora de comprender la Nueva Edad de Alemania. No son los escritores, sino los combatientes, quienes dan forma a una época nueva: es decir, los líderes que renuevan los pueblos [...]. La inauguración de esta exposición señala el fin de la locura del arte alemán y de la destrucción de nuestra cultura».


Estas palabras, que condenaban el arte individualista y pesimista, aquel que gustaba retroceder a los balbuceos del primitivismo, eran algo más que un nuevo dogma. En las mismas fechas de julio de 1937, y en otro edificio muniqués muy próximo (el Instituto de Arqueología), se mostraba la exposición de Arte Degenerado (Entartete Kunst): Adolf Ziegler, designado por Goebbels como comisario de la muestra, había hecho una selección de casi seis mil cuadros que se habían confiscado previamente en treinta y dos museos. Los escoltaban cartelas burlescas y se exhibían los precios que costaron aquellas pinturas a un Estado en plena crisis de la devaluación del marco alemán. Sus autores eran, como es sabido, Otto Dix, Max Ernst, George Grosz, Vasili Kandinski, Paul Klee, Edvard Munch y Emil Nolde, entre otros. Se dio alguna situación paradójica, como la de Max Beckmann, que era antisemita y el pintor preferido de Goebbels, pero que fue incluido en la lista de proscritos por su evidente primogenitura en la creación de la estética expresionista. Y no faltó la nota trágica en el caso de Ernst Ludwig Kirchner, que vio secuestrados seiscientos de sus cuadros y se suicidó. El título de la exposición provenía de un término difundido por el atrabiliario crítico judío Max Nordau en su abultado panfleto Entartung (Degeneración), de 1892, que había sido en su día una resonante descalificación (de base positivista e incluso progresista) de fenómenos como el naturalismo, el parnasianismo y el simbolismo. La exposición anduvo por varias ciudades hasta 1941; un año después ya se hablaba de «música degenerada» y hubo en Düsseldorf ‒a comienzos de 1938‒ una «Exhibición de Música Degenerada» que anunciaba un cartel, de fondo rojo, en el que un negro, con la estrella de David en la solapa del frac, tocaba el saxo.



Cartel de la exposición Entartete Musik; abajo "bailar swing es prohibido. Cámara de Cultura del Reich"


¿Qué hacer con la música? Resultaba fácil la condena del jazz, llegado de América de Norte, originario de África y exponente del primitivismo. La música era el arte alemán por excelencia; por supuesto, debía ser nacional, fiel a sus raíces, pero si ese requisito lo colmaba Richard Wagner, tampoco era ajeno a Beethoven o a Brahms, ni a Haydn y Mozart. Debían excluirse, por tanto, las recientes derivas degeneradas que venían del atonalismo, o incluso de la pluralidad desconcertante y proteica de Stravinsky, que era ruso. A la larga, veremos que el problema fundamental, la gran divisoria, la trazó la presencia de muchos artistas judíos, tanto en el mundo de la composición como de la interpretación. Y, sin embargo, a despecho de los gustos convencionales de los jerarcas nazis, se dieron curiosas excepciones. Martin recuerda que el festival de junio de 1937 en Dresde presentó, en coincidencia con la exposición de Arte Degenerado, el estreno del Concierto para cuerda, percusión y celesta, de Béla Bartók, de quien se elogiaba «el más convincente carácter nacional», pero la preciosa obra, una de las cumbres del autor, arranca con una evocación de los doce tonos de la escala cromática y alude fecundamente al atonalismo. Bartók había roto con el gobierno dictatorial de su país natal y en 1940, en una situación personal muy dramática, huyó de Hungría a Estados Unidos (5).


Cartel de la época nazi (1938) en que se identifica a Alemania como el país de la Música.


Quien representaba mejor la herencia de la gran música alemana era Richard Strauss y no se equivocó Goebbels cuando lo puso al frente de la Cámara de Música del Reich en 1934, ni Strauss vaciló a su vez cuando, algún tiempo después, ya en el Consejo Permanente de Compositores (creado por el nazismo), eligió al finlandés Jan Sibelius como su vicepresidente. Sibelius ya no componía desde la Séptima Sinfonía (1924) y Tapiola (1926), ni volvería a hacerlo con la intensidad de los años finiseculares y de comienzos de siglo, cuando fue el bardo musical de la emancipación de su país y ejerció una fuerte influencia en la música británica coetánea, por ejemplo. El aprecio de Sibelius y Strauss era mutuo, pero el primero admiraba también a Bartók, Vaughan Williams y Shostakóvich, que, sin duda, hicieron música nacional en el eco de la tradición sinfónica germana, pero también buscaron infatigablemente otros horizontes.

Strauss cumplió los sesenta y ocho años en Florencia, donde era la estrella del Maggio Musicale ‒creado por los fascistas‒ en su programación de 1937. Y es que nadie representaba mejor la tradición de aquellos Minnesänger cuyas agrupaciones evocó Wagner en Die Meistersinger von Nürnberg. Había nacido en el corazón del apogeo organizativo de la gran música alemana. Era hijo de un trompa solista de la Ópera de la Corte de Baviera que había tocado en los primeros festivales de Bayreuth, aunque Strauss padre aborrecía personalmente a Wagner. Su retoño, sin embargo, era un wagneriano convencido, fue protegido del director Hans von Bülow y realizó una carrera muy rápida. Siempre fue fiel al espíritu trascendentalista alemán, recibió el espaldarazo de Brahms y de Gustav Mahler y, ya al final del siglo, era el gran heredero del poema sinfónico, una invención de Liszt. Sus poemas Una vida de héroe (quizá inspirado por la trayectoria patriótica de Otto von Bismarck) y Así habló Zaratustra (lectura personal de la obra nietzscheana) lo situaron como el nuevo héroe del germanismo musical. Pero no es seguro que quisiera serlo con todas sus indeseables consecuencias: Strauss fue también un provocador (Salomé, Electra) y, sobre todo, un profesional interesado en los réditos de su oficio, un buen burgués decidido a sacar partido de su habilidad y su tibia adhesión al nazismo obedeció a la satisfacción de la vanidad halagada y a la miopía nacionalista. Tenía todos los prejuicios de su clase social, pero no dudó en buscar la exención de las leyes raciales en beneficio de su nuera judía, a la que adoraba. Aceptó el encargo de escribir el himno para los Juegos Olímpicos berlineses de 1936 y rompió su colaboración, aunque no la amistad, con Stefan Zweig, iniciada en la ópera La mujer silenciosa, cuando se señaló públicamente la condición hebrea del escritor austríaco. Y consintió luego que firmara los libretos un colaborador propuesto por el propio Zweig, que era hombre medroso y poco amigo de heroísmos.

Al final de la guerra, Strauss fue acusado de colaboración por las autoridades aliadas y Klaus Mann, el hijo del novelista Thomas, entrevistó para la prensa de Estados Unidos a aquel anciano egoísta y obstinado para quien la guerra había sido, al parecer, una suerte de afrenta personal y el nazismo, un incómodo vecino (6).

Un «eje cultural» bastante desequilibrado: Alemania e Italia



El 1 de noviembre de 1936 Mussolini proclamó la existencia del Eje Roma-Berlín. Había concluido la conquista de Etiopía, a despecho del hipócrita escándalo internacional, mientras el Reich había remilitarizado la región del Ruhr y la política de los hechos consumados empezaba a ser la pauta de los años venideros, como demostró el desarrollo de la guerra civil española. Las muestras culturales de la hermandad se vieron muy pronto. Se celebró una exposición de arte italiano desde 1800 hasta ese momento, en la Academia Prusiana de Berlín, y Hermann Göring –que ya aspiraba a coleccionista‒ subrayó en su inauguración que «las cuestiones culturales son tan importantes como las políticas y económicas». La orquesta del Reich (antes Filarmónica de Berlín), dirigida por Herbert von Karajan, hizo una gira italiana, mientras que la de la Academia Santa Cecilia de Roma y la del Teatro alla Scala de Milán la hicieron por Alemania (el mejor director italiano del momento, Arturo Toscanini, exiliado en Estados Unidos, era un antifascista furibundo).

Hasta The Times habló de un «eje cultural» que, sin embargo, nunca estuvo bien calibrado. Alemania partía del elevado concepto de sí misma, de la superioridad espiritual de lo germánico y de la existencia de un rígido escalafón de los pueblos inferiores. Italia tuvo en 1938 unas leyes raciales equivalentes a las alemanas, pero, a pesar de todo, siguió siendo una sociedad más abierta y menos fanatizada. El fascismo había integrado componentes histórico-culturales amplios y menos dogmáticos que los alemanes y, sobre todo, se sintió heredero de la romanidad, que era algo italiano, pero también universal. Hitler llegó incluso a sospechar que Giuseppe Bottai, el activo ministro de Educación desde 1936, era judío. Y tampoco entendió muy bien la actividad del Instituto Nacional de Relaciones Culturales Extranjeras, que presidió Alessandro Pavolini, un universitario florentino, discípulo de Giovanni Gentile y que acabó sus días colgado en la milanesa Piazza Loreto, al lado de Mussolini y Clara Petacci. 


Todo hizo patente la diferencia –como señala Benjamin G. Martin‒ entre la idea germánica de Kultur, esencialmente racial, y la preferencia italiana por el término Civiltà, mucho más rica en matices universalistas y, sobre todo, sospechosamente cercana a la noción francesa de civilización, laica, abierta y progresista.

En 1934, el fascismo había creado un Comité de Acción por la Universalidad de Roma, cuya primera actividad fue la convocatoria de un congreso de fascismos europeos, celebrado en Montreux, que sólo registró recelos y divergencias. En 1937 se creó el Ministerio de Cultura Popular, que ocuparon sucesivamente Dino Alfieri y Alfredo Pavolini, donde se integró la proyección exterior del fascismo; sus propósitos y actividad no tuvieron mucho que ver con el siniestro aire del madrugador Ministerio del Reich para Ilustración Popular y Propaganda, que ocupó Joseph Goebbels desde su creación en 1933. Muy pronto, el gran escaparate internacional del ministerio fue la Bienal de Venecia, que ya existía como certamen de artes visuales desde 1895; en 1930 había dejado de ser una actividad del ayuntamiento local para serlo del Estado, bajo la dirección del conde Giovanni Volpi di Misurata, político y empresario, ministro de finanzas con Mussolini y presidente a la par de la Biennale y la agrupación patronal Confindustria. Bajo su dirección se crearon sucesivamente el Festival de Cine (1930), el de Música (1932) y el de Teatro (1934).

Los dos fascismos coincidieron con el régimen soviético en su interés por la industria cinematográfica, un vehículo ideal de propaganda y espectáculo de masas que podía convertirse también en un factor de desmovilización de la inquietud de las clases subalternas. La UFA germana, viejo invento de los últimos días del imperio, y el italiano Instituto LUCE (1924), acrónimo de L’Unione Cinematografica Educativa, fueron los buques insignia de una carrera por dominar la pantalla frente al gigante norteamericano, la eficacia y variedad del cine británico y la indiscutible calidad del cine francés. La batalla se perdió, pero el empeño dio lugar a algunas coproducciones germano-italianas totalmente olvidadas: Condottieri (1937), Giuseppe Verdi (1938) y Mia moglie si diverte (1938). Benjamin G. Martin no lo menciona, pero conviene recordar aquí que las hubo también españolas, después del levantamiento militar de 1936, y lo cierto es que los dineros del Eje cultural contribuyeron a consolidar la industria ‒ya que no la calidad‒ cinematográfica española, que se había iniciado en el cine republicano y que se convertiría en un próspero negocio en los años del franquismo bajo la protección del Estado. Entre las más conocidas de las coproducciones están las dobles versiones que se rodaron por productores españoles en los estudios de la UFA: la primera fue El barbero de Sevilla (1938), dirigida por Benito Perojo, con Estrellita Castro y Miguel Ligero, a la que siguieron en el mismo año Carmen la de Triana, de Florián Rey, con Imperio Argentina y Rafael Rivelles (este fue el motivo de inspiración de una divertida comedia farsesca de Fernando Trueba, La niña de tus ojos) y Mariquilla Terremoto, del mismo Perojo, con Estrellita Castro y Antonio Vico. En Italia hubo también coproducciones: el imprescindible Benito Perojo rodó Los hijos de la noche (1938) y Edgar Neville hizo Carmen fra i rossi (Frente de Madrid, 1939), con Conchita Montes, y La muchacha de Moscú (1942), donde la Montes compartía cartel con Amedeo Nazzari; Santa Rogelia (1939), sobre la novela de Armando Palacio Valdés, fue dirigida por Roberto de Ribón, y la sorpresa es que los créditos del guión recogen la colaboración de Alberto Moravia y Mario Soldati. Hasta un total de dieciocho películas llegaron a rodarse en Italia: las más conocidas fueron Sin novedad en el Alcázar (1940), de Augusto Genina, y Sarasate (1941), del alemán Richard Busch, que dirigió a Alfredo Mayo y Margherita Carosio en los papeles del violinista navarro y la cantante Adelina Patti.


Política, arte y poder


El más claro ejemplo de política, arte y poder sigue siendo la Alemania nazi.


En 1935, Ernesto Giménez Caballero, inventor y empresario del fascismo (y único español que merece una mención, aunque escueta, de Benjamin G. Martin), publicó el libro Arte y Estado. Sus primeros capítulos habían visto la luz en Acción Española, la revista de la derecha monárquica antirrepublicana, a la que nunca repugnó la publicación de textos falangistas si eran «patrióticos». Pero el libro de Giménez Caballero era, más que una expresión de patriotismo fascista, una tesis original que venía a responder a bastantes de las inquietudes del Nuevo Orden cultural: el Estado, forma suprema de la vida colectiva, se había expresado siempre a través de las formas estéticas, y debía seguir haciéndolo cuando el mercado burgués de las artes estaba en franca decadencia (7) El tema se había discutido en uno de los numerosos convegni venecianos del conde Volpi y allí mismo Eugenio d’Ors formuló un deseo parecido, aunque en dimensiones menores: una evolución del mecenazgo público similar al de los principados de la Italia humanística y un arte que expresara las formas de convivencia y el persuasivo arbitrio del poder, pero sin magnitudes colosales. A Giménez Caballero, sin embargo, le entusiasmaba lo descomunal, no discernía demasiado entre el colosalismo fascista y el soviético y todo parecía darle la razón: las ambiciones de la arquitectura de Estado, el uso y abuso de la cartelística o el retorno de la pintura mural.

¿Un arte transitoriamente politizado o un arte devuelto a su centro natural, el poder político? Walter Benjamin ya había observado que


«la alienación de la humanidad es tal que la conciencia de su autodestrucción puede proporcionarle un gran placer. Esta es la situación en que el fascismo iba a inyectar la estética en la política. El comunismo, por su parte, le respondería con la politización del arte»

La diferencia entre ambos era capital y los rivales marcaron pronto las distancias. El Primer Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura se celebró en París, en junio de 1935; el segundo tuvo lugar en Valencia, en julio de 1937, con subsedes en el Madrid asediado y en Barcelona. Los convocaban las agrupaciones de escritores –progresistas, socialistas y comunistas‒ que aceptaron desde 1930 una estrategia de colaboración diseñada por el Komintern con insólita habilidad y cuya plasmación política fueron los Frentes Populares que habían ganado las elecciones de febrero de 1936 en España y de mayo del mismo año en Francia.

Las circunstancias de la guerra civil española imprimieron un rumbo de emergencia a la política cultural del Frente Popular, pero en el caso francés la mayor estabilidad de la coalición, que se mantuvo viva hasta abril de 1938 bajo la presidencia del socialista León Blum, permitió un despliegue en el que brilló la figura de Jean Zay, primer titular de un Ministerio de Cultura en un gabinete (el gobierno republicano español tuvo, a su vez, un efímero Ministerio de Propaganda que recayó en el periodista Carlos Esplá, en el segundo gobierno de Francisco Largo Caballero) (8). Pero no fueron los únicos casos en los que un Estado progresista intervino directamente en el curso de la cultura: el antecedente más llamativo fue el de México, donde el presidente Álvaro Obregón contó desde 1920 con la colaboración de José Vasconcelos, primero como rector de la Universidad Nacional Autónoma de México y después como secretario de Instrucción Pública (9); algo posterior fue la política cultural del New Deal (1933-1938) del presidente Franklin D. Roosevelt en Estados Unidos, donde una decidida intervención del Estado reforzó el papel del arte en dos direcciones: la promoción indirecta de una visión más cercana y comprometida de la vida social (las películas de Frank Capra o Preston Sturges fueron la visión amable de lo que reflejaba con mayor dramatismo el teatro de Eugene O’Neill o las novelas de John Dos Passos) y la asignación de programas de ayuda a artistas y grupos a través de la Works Progress Administration.


Adolf Hitler, acompañado por Joseph Goebbels. Exposición del Día del Arte Alemán, 1938 (foto del artículo original)


Que gran parte de la creatividad cultural se había puesto al servicio de la política tuvo una confirmación inmediata en la Exposición Internacional que se inauguró en mayo de 1937 en París (10) y que el Gobierno del Frente Popular tomó como cosa propia. En su ya lejano origen, las exposiciones universales habían sido exhibiciones de los «avances de la humanidad» y ecos de la curiosidad geográfica y etnográfica que trajo la expansión colonial (no muchos años antes, Londres vio una resonante Exposición del Imperio Británico, en 1924, y París, que no quiso ser menos, organizó su Exposición Colonial de 1931, amplia y lujosamente instalada en el Bois de Vincennes). Estos propósitos de exhibición de musculatura nacional y de adoctrinamiento de masas impregnaron la exposición de 1937, casi una protocolización previa del conflicto bélico que se venía venir. Los fotógrafos se complacieron en retratar juntos los remates de los pabellones soviético, alemán e italiano: el primero, coronado por las estatuas gigantescas de un hombre y una mujer corriendo juntos y enarbolando la hoz y el martillo, símbolos de la agricultura y el trabajo industrial; el pabellón de la Alemania nazi llevaba una gran acrotera en la que campeaba una esvástica y el de Italia lo remataba un friso de estatuas clásicas que representaban las corporaciones del Estado fascista. Hubo pinturas murales (o en grandes formatos) en todas partes: la más universal, por supuesto, fue el Guernica, encargado por el gobierno para el Pabellón de la República Española, pero también Mario Sironi decoró con un fresco una pared del Pabellón de Italia, y el Pabellón del Vaticano (que asumió la representación de la España de los sublevados) encargó a José María Sert un cuadro de gran formato, La intercesión de santa Teresa en la guerra civil española.


La característica más llamativa del pabellón ruso no eran las exposiciones de oro y propaganda: era la colocación del edificio cara a cara con el pabellón nazi. Nada, en ninguna exposición internacional, ha igualado nunca este dramático enfrentamiento arquitectónico. A la sombra de la Torre Eiffel, los dos oponentes se enfrentaban con dos monumentos megalómanos a sus espíritus nacionalistas. Aunque  Albert Speer, arquitecto en jefe de Hitler y diseñador del edificio alemán, afirmaba que había sido una casualidad inocente la que le llevó a tropezar mientras trabajaba con los comisarios de la exposición,  con un esbozo del pabellón ruso, hoy parece probado que los  eficientes servicios de inteligencia alemanes le habían proporcionado una descripción completa del diseño soviético. El informe además interpretaba la enorme escultura soviética como una velada amenaza de invasión. Todo el diseño de Speer estuvo condicionado como respuesta al Pabellón Soviético, permitiendo a la Alemania Nazi construir un pabellón  que  dominase en altura, menor aún así de lo que Speer pretendía por limitación de los propios comisarios franceses, a su rival en la Explanada. (Texto tomado del artículo Exposition Internationale des Arts et Techniques dans la Vie Moderne de 1937. La exposición internacional de Paris en 1937, 80 aniversario).


La cooperación europea: el Congreso de Escritores de 1941

La guerra estalló al fin, y con ella llegaron las fulgurantes victorias de la Wehrmacht. Desde el despacho de Alfred Rosenberg se proclamó el final del «encanto» de la cultura francesa y Joseph Goebbels comprobó que, por fin, París adquiría el rango de una ciudad de provincias. Aunque casi simultáneamente, como recuerda Benjamin G. Martin, el Reich pensó en convertirla en sede de una Oficina de Cooperación Intelectual, que sustituyera en el Nuevo Orden a las organizaciones internacionales surgidas después de 1918. Hitler aplicó –como apunta con ironía Martin‒ una suerte de renovación de la doctrina Monroe para uso y disfrute alemán: lo que fuera auténticamente europeo encontraría su mejor destino en la supremacía germana. Y se aplicó a esa tarea en el peculiar caso francés. El embajador del Reich en París, Otto Abetz, ya lo fue entre 1938 y 1939 y, aunque afiliado al partido nazi desde 1931, había sido uno de los más activos peones del acercamiento cultural franco-alemán de la preguerra y prosiguió su labor después de 1940 con la ayuda de sus dóciles amigos colaboracionistas, que no fueron pocos (11).

También Italia celebró la llegada del Nuevo Orden, aunque con más moderación. La revista Critica Fascista apostilló que se producía «la crisis del concepto romántico-liberal que enfatizaba la autonomía individual en cualquier actividad», pero muy pronto los éxitos bélicos no acompañaron su designio de ser la heredera del imperio romano. Su gran proyecto cultural fue la Exposición Universal de 1942 (llamada E42, y, luego, la EUR: al fascismo le encantaban las siglas), que hubiera sucedido a las de Chicago en 1933 y Nueva York en 1939, pues la Exposición parisiense de 1937, que hemos reseñado, solamente tuvo el rango inferior de «Internacional». Nunca se celebró, por supuesto, pero permanecen algunos de sus edificios en la zona sudeste de Roma ‒camino del mar y del actual aeropuerto de Fiumicino‒, a la que se asignaba la función de ser una futura ciudad de negocios. Su arquitectura, de corte moderno pero inevitablemente retórico, resultó ser un compromiso entre el estilo clasicista de Marcello Piacentini y el racionalismo moderno de Giuseppe Pagano. Paralelamente a la exposición, el filósofo Giovanni Gentile –referente ideológico del fascismo y una de las escasas víctimas de la guerra civil de 1943-1945‒ concibió una muestra dedicada a la Civiltà Italiana, que diseñó con la ayuda de dos jóvenes historiadores, Federico Chabod y Delio Cantimori, que no mucho después de 1945 serían dos bastiones de la nueva historia intelectual de su país.

Al regreso de un viaje a Berlín, ya iniciada la guerra, el conde Ciano confidenció a Mussolini –su suegro y jefe‒ que la consigna más repetida en medios políticos alemanes era la de «solidaridad europea». Y un paso en ese sentido fue el congreso cuya descripción ocupa el capítulo final de la obra de Martin bajo el significativo título de «Usos y desventajas de una cultura völkisch [étnica]». Se reunió en Weimar, lugar sagrado de las letras alemanas, el 24 de octubre de 1941, con el objetivo de lanzar la Unión Europea de Escritores. El presidente del encuentro fue el novelista Hans Carossa y el secretario, Carl Rothe (un año después se propuso la vicepresidencia a Giovanni Papini, que no la aceptó). Al primero no le faltaban méritos: médico, poeta, narrador, combatiente en la Primera Guerra Mundial, fue un humanista trágico que se movió en el terreno equívoco entre la grandeza y la soberbia. En 1938 se le distinguió con el Premio Goethe, pero en 1945 estuvo perseguido por derrotista. Fueron invitados cuarenta siete escritores extranjeros originarios del nuevo mapa europeo, que incluía naciones nuevas (Eslovaquia o Croacia), neutrales (Suiza y Suecia), políticamente comprometidas con el Eje (Italia, España, Rumanía, Bulgaria, Hungría, Finlandia) y representaciones de los países sojuzgados, donde siempre hubo un notable grupo de renegados (Bélgica, Francia, Dinamarca, Holanda y Noruega). Lo más significativo, sin embargo, fue la ausencia de muchos invitados italianos. Acudieron el gran comparatista Arturo Farinelli y el historiador antisemita Alfredo Acito, pero Papini arguyó en su descargo su escaso conocimiento del alemán y la mala salud, y el exitoso novelista Riccardo Bacchelli (que acaba de publicar su mejor obra, El molino del Po) renunció directamente a la invitación. La representación española se redujo a Ernesto Giménez Caballero, que había aumentado su currículo de fascista internacional al ganar en 1937 el premio de la Academia de Italia por el libro Roma, risorta nel mondo (Roma Madre en su versión española de 1939), pero no logró encontrar un traductor alemán para Genio de España, su ensayo de 1932. Aunque la anécdota más singular de su viaje fue la propuesta de concertar, por medio de Magda Goebbels, el matrimonio de Adolf Hitler y Pilar Primo de Rivera. Tampoco acudió el más notable de los invitados y, sin disputa, la figura literaria más significativa de cuantos se proclamaron fascistas: el premio Nobel de 1920, el noruego Knut Hamsun, envió sólo un caluroso telegrama, aunque algo después visitó a Hitler en el Berghof. No parece que fuera una visita muy amable, y así lo refleja Per Olov Enquist en el excelente guion que escribió para la película Hamsun (1995), de Jan Troell.

Pero a lo largo de 1943 todos los buenos propósitos del Congreso quedaron en nada en un año que fue aciago para las armas del Eje: se inició con la derrota norteafricana de los dos aliados, siguió en el desembarco de julio en Sicilia (y la caída de Mussolini) y, ya en el invierno, vino el desastre del Sexto Ejército alemán en el cerco de Stalingrado. Martin cierra su evocación con el recuerdo de la inauguración del Instituto Alemán de Venecia en 1944, al que asistieron únicamente militares, y en el que se interpretaron –manes de la fraternidad del Eje‒ cuartetos de Giovanni Paisiello y de Joseph Haydn. No muy lejos de allí, el palacio Ca’ Giustinian, que había visto los trabajos y sesiones de la Biennale, albergaba ahora los servicios de propaganda de la Wehrmacht y la delegación de la policía secreta de la República Social Italiana.

Así acabaron las andanzas del Nuevo Orden cultural europeo. Los protagonistas de aquel congreso y de otras andanzas que se han evocado tuvieron suerte diversa. Robert Brasillach y Pierre Drieu La Rochelle, divos fulgurantes del Congreso de 1941 en Weimar, pagaron su desatino con la vida. Pero antes, haber criticado su presencia allí costó la detención al joven periodista Jacques Decour, que fue entregado a los alemanes por la policía de Pétain y posteriormente asesinado. Richard Strauss salvó su responsabilidad dejando algún jirón de su dignidad, pero no su genio, que todavía brilló en la ópera Capriccio (estrenada en Múnich ‒bajo las bombas‒ en octubre de 1942) y en las prodigiosas Cuatro Últimas Canciones, escritas en Suiza. Karl Böhm, Wilhelm Fürwangler y el muy joven Herbert von Karajan reanudaron sin mayores problemas su brillante carrera como directores de orquesta, que culminó en la época dorada de la discografía (años cincuenta y sesenta). La novelista búlgara Fani Popova-Mutafova, que fue una de las triunfadoras de 1941 y dio conferencias por toda Alemania, recibió una severa condena de cárcel en su país y no volvió a publicar hasta veinte años después. Otro invitado, el belga de lengua flamenca Felix Timmermans, tuvo más suerte y murió en paz en 1947, aunque había sido director de la prensa flamenca pronazi. En 1976, su libro más famoso, Pallieter (1916), seguía siendo la lectura de todos los ruralistas y optimistas; se estrenó un musical inspirado en sus páginas y se rodó una película –en holandés– en cuyo guion participó Hugo Claus, paradójicamente el novelista que escribió en La pena de Bélgica (1985), la más corrosiva sátira del colaboracionismo flamenco. Otros hallaron también buen acomodo: el dramaturgo finlandés Arvi Kivimaa, participante del Congreso de Weimar, llegó a ser presidente del Instituto de Teatro de la UNESCO. Los herederos del nacionalismo húngaro de 1944, los populistas de Viktor Orbán, restituyeron el crédito de József Nyirő, un escritor popular de temas rurales, sacerdote católico en su juventud, y uno de los fundadores del partido de la Cruz Flechada, además de invitado en Weimar logró asilo en el hospitalario Madrid de finales de los años cuarenta y allí murió en 1953; en 2012 se le desenterró para darle sepultura con la pompa del caso en su pueblo natal de Transilvania, ahora en territorio rumano (donde su recuerdo se mantuvo en la época de Nicolae Ceaușescu, que incluso pagó una pensión a su viuda). Como recuerda Benjamin G. Martin: 

Jean-Paul Sartre escribía en 1947 ‒con bastante razón‒ que a menudo invocar la palabra Europa «evoca el crujido de las botas de la Europa nazi».

* * *

Carteles propagandísticos del Día del Arte Alemán.


Carteles invitando a las exposiciones del Arte Degenerado (Entartate Kunst)


El fascismo no ha muerto del todo. Pero la Cultura de Estado e incluso el Estado Cultural –que recibió en 1992 las críticas de un inteligente panfleto de Marc Fumaroli‒ ha sobrevivido muy bien, porque es más heredero de la noción de patrimonio nacional que se forjó en el siglo XIX liberal que de las formas espectaculares, dirigistas y autosatisfechas que legaron los años treinta y cuarenta. Aunque veamos despuntar más de una vez ‒en la izquierda o en la derecha‒ las viejas maneras del populismo cultural.

Sin embargo, el horror de los sueños del Nuevo Orden totalitario sobrevive en la literatura insomne de algunos escritores. La primera novela de Patrick Modiano, La Place de l’Étoile (1968) –traducida como El lugar de la estrella‒ fue una evocación que jugaba entre la autobiografía, la invención y la historia a propósito del recuerdo del colaboracionismo intelectual, que ha sido tema recurrente en la trayectoria posterior del escritor. La novela del norteamericano Jonathan Littell, Les bienveillantes (2006), es una crónica (y una larga pesadilla) acerca de la Segunda Guerra Mundial, que desgrana un cínico y cultivado oficial alsaciano, Maximilian Aue, y que incluye un espléndido friso de la literatura collabo en el París ocupado. Algo después, el biógrafo Pierre Assouline fantaseó en su novela Sigmaringen (2014) sobre el final de los protagonistas de la traición de Francia en el castillo alemán donde Hitler los confinó y los dejó a la merced de sus recuerdos y sus odios.

No es casual que algunos escritores latinoamericanos hayan sentido la misma fascinación por un pasado remoto y distante que, pese a todo, tuvo tanto que ver con Chile, México y Argentina. El chileno Roberto Bolaño publicó en 1996 su inventada (pero muy verosímil) novela La literatura nazi en América, en forma de un diccionario de autores del que uno de ellos, Carlos Ramírez Hoffman, se desprendió para protagonizar ese mismo año (como Carlos Wieder) Estrella distante, impresionante relato sobre el terror fascista de Pinochet. Y en 2010 se publicó póstumamente El Tercer Reich, que es, en realidad, la historia de un juego electrónico y de su inventor, pero también constituye la persistencia de una obsesión. En 1999, el mexicano Jorge Volpi contó la historia de un teniente norteamericano –que no por azar se llama Francis Bacon‒ que, en 1989, persigue en Alemania los recuerdos sobre la fabricación de la bomba atómica en la memoria del matemático loco Gustav Links, encerrado en un manicomio de Alemania Oriental. En la trayectoria del argentino Patricio Pron hay también una explícita búsqueda del pasado agorero en su cuarta novela, El comienzo de la primavera (2008), donde un joven estudioso indaga en la vida de un filósofo alemán, discípulo de Heidegger. Y en 2016, Pron inventó y narró, en otra compleja textura del pasado y el presente (No derrames tus lágrimas por nadie que viva en estas calles), la historia de un congreso imaginario de escritores fascistas –como el de Weimar en 1941‒ que hubiera debido celebrarse en marzo de 1945 en Pinerolo, a la sombra de la República de Salò.


José-Carlos Mainer
05/12/2018

Notas:


1. Me refiero, sobre todo, a dos libros esenciales: George L. Mosse, La nacionalización de las masas. Simbolismo político y movimientos de masas en Alemania desde las guerras napoleónicas al Tercer Reich, trad. de Jesús Cuéllar, Madrid, Marcial Pons, 2005 (edición original de 1976), y Soldados caídos. La transformación de la memoria de las dos guerras mundiales, trad. de Ángel Alcalde, Zaragoza, Prensas Universitarias de Zaragoza, 2016 (edición original de 1991). 
2. Recojo la idea sobre la naturaleza del fascismo francés del libro de Michel Winock, Nationalisme, antisémitisme et fascisme en France, París, Seuil, 1982, en cuya advertencia prologal el autor apunta que su libro podía titularse: «Le moi national et ses maladies». 
3. La ambigua pero patente relación del fascismo y el movimiento moderno fue advertida –no sin polémica‒ por Jeffrey Herf, Modernismo reaccionario. Tecnología, cultura y política en el Tercer Reich, trad. de Eduardo L. Suárez, Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica, 1990 (edición original de 1984), y Roger Griffin, Modernismo y fascismo. La sensación de comienzo bajo Mussolini y Hitler, trad. de Jaime Blasco, Madrid, Akal, 2010 (edición original de 2007). Debe citarse también la monografía de Annalisa Zox-Weaver, Women Modernists and Fascism, Cambridge, Cambridge University Press, 2011, por sus referencias a dos activos iconos del fascismo cultural moderno: la escritora y amante de Mussolini, Margarita Sarfatti (directora de la revista Gerarchia), y la cineasta alemana Leni Riefenstahl.
4. Günter Berghaus, Futurism and Politics. Between Anarchist Revolution and Fascist Reaction (1909-1944), Providence, Berghahn, 1996. Sobre la ritualización del poder fascista, véase Simonetta Falasca-Zamponi, Fascist Spectacle. The Aesthetics of Power in Mussolini’s Italy, Berkeley, University of California Press, 1997.
5. Las circunstancias de la fuga están recordadas en una novela breve del escritor sueco Kjell Epsmark, Béla Bartók contra el Tercer Reich, de 1985, que cito por la traducción española de Francisco J. Uriz (Vitoria, Basarai, 2007).
6. Las biografías más recientes –poco complacientes a menudo‒ son la de Matthew Boyden, Richard Strauss, Boston, Northeastern University Press, 1999, y Michael Kennedy, Richard Strauss. Man, Music, Enigma, Cambridge, Cambridge University Press, 2006.
7. Arte y Estado, introducción, edición y notas de Enrique Selva Roca de Togores, Madrid, Biblioteca Nueva, 2009.
8. Las actas y antecedentes de los dos Congresos de Escritores están en Manuel Aznar Soler (ed.), I Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura (París, 1935), Valencia, Generalitat Valenciana, 1987, 2 vols., y Manuel Aznar Soler y Luis Mario Schneider, eds., II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura (1937), 3 vols (I. Literatura española y antifascismo (1927-1939); II, Inteligencia y guerra civil española; III, Actas, ponencias, documentos y testimonios), Valencia, Generalitat Valenciana, 1987. Sobre la política cultural francesa, véase la exhaustiva monografía de Pascal Ory, La belle illusion. Culture et politique sous le signe du Front Populaire 1935-1938, París, Plon, 1994.
9. Sobre su trayectoria –que acabó en un fuerte despecho político y su regreso al catolicismo‒, véase la aguda semblanza de su compatriota Enrique Krauze, «José Vasconcelos, el caudillo cultural», en Redentores. Ideas y poder en América Latina, Madrid, Debate, 2011, pp. 65-103.
10. Véase el catálogo de la exposición Art i Poder. L’Europa dels Dictadors (1930-1945) (Barcelona, Centre de Cultura Contemporània-Institut d’Edicions, 1996) que conmemoró la muestra parisiense de 1937. Fue organizada por el Consejo de Europa entre octubre de 1995 y enero de 1996 y exhibida en Londres, Barcelona y Berlín. 
11. A partir de 1968 cambió la perspectiva francesa sobre el tratamiento de la collaboration intelectual. En 1972, el certero libro del norteamericano Robert O Paxton, The Vichy France. Old Guard and New Order, recordó –como ahora hace el libro de Martin‒ el diabólico prestigio de la invocación del Nuevo Orden germánico y dejó clara la activa cooperación de muchos ocupados con los ocupantes. Un buen índice de la nómina de los primeros y consideraciones sobre su trayectoria pueden encontrarse en el libro de Pascal Ory, Les collaborateurs (1940-1945), París, Seuil, 1976.

Fuentes de consulta del editor del blog:

Arte degenerado. Una de las exposiciones más interesantes de la historia del arte.
Arte degenerado: por qué Hitler odiaba el modernismo
"Arte degenerado": 80 años de la exposición nazi que inició el saqueo
Hitler vs Picasso, la obsesión nazi por el arte
Nazis contra el arte degenerado
La restitución del arte robado por los nazis sigue pendiente 20 años después
Nazi-Liste "Entartete Kunst“. X = Vernichtung
Kühnel, Anita.- Entartete Kunst. Grove Art Online. (2003).
Benjamin G. Martin.- The Nazi-Fascist New Order for European Culture. Cambridge, Harvard University Press, 2016

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