Desfile de las SS Hitlerianas. Los estandartes son una reminiscencia al
simbolismo característico del Imperio
Romano.
RESUMEN DE LA OBRA ORIGINAL: EL LEGADO MESIÁNICO
AUTORES: MICHAEL BAIGENT, RICHARD LEIGH y HENRY LINCOLN
FOTOGRAFIAS: Agregadas por el editor del blog.
En el estado de incertidumbre y desesperanza es
más susceptible despertar el impulso religioso. Es en un vacío semejante donde
con mayor eficacia puede introducirse la religión, que brinda un sentido y una
coherencia nuevos. El período inmediatamente posterior a la primera guerra
mundial pedía a gritos gente que lo interpretase. La humanidad experimentaba el
vivo deseo de saber «para qué había sido todo», «qué había significado». Pero
la religión organizada no hizo ningún intento serio de afrontar el problema ni
de responder a las necesidades de la época. Sencillamente, hizo como si nada
hubiera pasado e intentó seguir siendo lo que era desde hacía siglos: una
institución cultural, política y social en lugar de un intérprete que
confiriese un nuevo sentido. A causa
de ello, en el decenio de 1920, la religión organizada se encontró
desacreditada en su mayor parte, se encontró con que la consideraban incapaz de
llenar el vacío que se había producido en la sociedad occidental.
Y es comprensible que la sociedad, al ver que la
religión organizada no podía ofrecer ninguna solución a la crisis de sentido, se volviese hacia otra parte. El resultado de
ello fue la aparición de dos principios nuevos que empezaron a suplantar a la
religión como institución capaz de abarcarlo todo. De hecho, estos dos
principios se convertirían en las religiones -o, cuando menos, las religiones
sucedáneas- del decenio de 1930.
La religión de Lenin y Stalin
La
primera de las nuevas religiones fue el socialismo, especialmente en su variante
marxista-leninista, cuyos ejemplos eran la Unión Soviética de entonces y el
Partido Comunista. El pensamiento marxista existía desde hacía unos tres
cuartos de siglo, y el socialismo desde hacía más tiempo. Pero, bajo los
embriagadores efectos de la Revolución rusa, la doctrina adquirió la categoría
de credo y, en Occidente, proporcionó a los intelectuales y los idealistas la
causa que necesitaban. En su nombre muchos de ellos murieron en España. En
Inglaterra, muchos de ellos se dedicaron a espiar.
La doctrina marxista-leninista repudia
oficialmente toda religión. A pesar de ello, hay paralelos formales y
funcionales entre el marxismo-leninismo y la religión organizada, paralelos que
se reconocen de forma general y que son demasiado obvios para que sea necesario
comentarlos aquí. Al mismo tiempo, en general no se conoce hasta qué punto la doctrina soviética se propuso, a modo de
norma de actuación calculada, no solo asumir la forma y la función de una
religión, sino convertirse de hecho en una religión. Después de todo, Lenin
era un manipulador sumamente astuto y penetrante que comprendía las necesidades
de la psique. Se percató de la necesidad de adaptar su sistema al impulso
religioso del hombre, por muy cínico que él mismo fuese al respecto.
En este sentido, al igual que en otros muchos, puede
argüirse que el pensamiento de Lenin le debe más a Bakunin que a Marx. En su
organización, en sus técnicas de reclutamiento, en sus medios de recabar la
lealtad de sus seguidores, en su impulso mesiánico, la estructura del partido
revolucionario de Lenin se deriva directamente de Bakunin, como el propio Lenin
reconoce en sus notas. Pero Bakunin
tenía la revolución por algo más que un fenómeno social y político. Era
esencialmente cósmica, teológica, de carácter religioso. Tras pasar más de
veinte años progresando con esfuerzo en las filas de la francmasonería, Bakunin
había adquirido un marco filosófico metafísico para sus ideas sociales y
políticas.
Bakunin se autoproclamaba satanista. Según un
comentarista, veía en Satanás al «jefe espiritual de los revolucionarios, al
verdadero autor de la liberación humana»(1).Satanás no era solo el rebelde
supremo, sino también el supremo luchador por la libertad contra el tiránico
Dios del judaísmo y del cristianismo. Las instituciones Iglesia y estado eran
instrumentos del opresivo Dios judeocristiano y, según Bakunin, oponerse a
ellas era una obligación moral y teológica. Aunque Lenin nunca se permitió explícitamente
esta clase de concepciones cosmológicas, no hay duda de que reconocía la
utilidad de las mismas. Bakunin y Lenin «eran ambos zelotes apocalípticos, mientras
que sus rivales marxistas..., eran -en comparación- fariseos» (2).
Por consiguiente,
en manos de Lenin, el bolchevismo procuró convertirse en algo que fuese mucho
más que un partido o un movimiento político. Pretendió convertirse nada menos que en una religión secular y, como
tal, atender a la necesidad de sentido. Para alcanzar este objetivo, no titubeó
en dotarse de todos los avíos de una fe religiosa.
Stalin, quizá con un cinismo todavía mayor, se
esmeró en conservar estos avíos. Stalin había estudiado en un seminario
teológico de Tiflis. También se sabe que durante un tiempo -en 1899 o 1900-
vivió con la familia de uno de los «magos» y maestros espirituales o gurús más
influyentes del siglo XX: G. I. Gurdjieff (3). De fuentes como éstas, Stalin
aprendió, no solo a reconocer el impulso religioso, sino también a activarlo y
manipularlo. En consecuencia, no ha de sorprendernos demasiado verle inventar
lo que, de modo inconfundible, equivale a rituales religiosos. El siguiente
texto litúrgico, con sus estribillos de estilo responsorio, es algo más que una
simple parodia de un rito religioso. Está destinado a ser un rito religioso por
derecho propio:
Al
separarse de nosotros, el Camarada Lenin nos ordenó que mantuviéramos alta y
pura la gran vocación de Miembros del Partido. - TE
JURAMOS, CAMARADA LENIN, QUE CUMPLIREMOS HONORABLEMENTE ÉSTE TU
MANDAMIENTO. Al
separarse de nosotros, el Camarada Lenin nos ordenó velar por la unidad del
Partido... - TE
JURAMOS, CAMARADA LENIN, QUE CUMPLIREMOS HONORABLEMENTE ÉSTE TU
MANDAMIENTO. Al
separarse de nosotros, el Camarada Lenin nos ordenó guardar y reforzar la
dictadura del Proletariado... - TE
JURAMOS, CAMARADA LENIN, QUE CUMPLIREMOS HONORABLEMENTE ÉSTE TU
MANDAMIENTO ... (4)
Foto actual del mausoleo de Lenin, en
la Plaza Roja
Stalin procuró, sistemáticamente, sacar la mayor
significación religiosa posible de la muerte de Lenin. De acuerdo con ello, el
cadáver de Lenin fue expuesto en la Sala de las Columnas de la Casa de los
Sindicatos. Cuatro días permaneció expuesto allí, mientras decenas de millares
de personas hacían largas filas, soportando temperaturas por debajo de los cero grados,
para tener la oportunidad de pasar por delante del ataúd. Otros líderes
bolcheviques quedaron asombrados ante esta demostración de emoción religiosa no
disimulada.

En el
segundo Congreso de los Soviets se decidió elevar a Lenin a una categoría que
estaba cerca de la divinidad. Se decretó que el aniversario de su muerte fuese día de
luto nacional. Se le erigieron estatuas en todas las ciudades importantes de la
Unión Soviética. Su cadáver fue embalsamado y colocado en una estructura de piedra
de diseño específicamente religioso que hacía pensar en las pirámides escalonadas
de las antiguas Asiria y Babilonia. Incluso hoy día, el cadáver de Lenin (o una
convincente efigie de cera del mismo) se halla expuesto en la Plaza Roja, que
viene a ser el equivalente moderno de los centros de peregrinación de la Edad Media.
La veneración que recibe el cadáver es comparable con la que se tributa a las
reliquias cristianas, y la tumba de Lenin podríamos compararla con la de Santiago
de Compostela. Todo esto contrasta de forma notoria con un sistema de creencias
racionalista y totalmente secular que se declara, no solo ateo, sino hostil a
todas las formas de la religión..., y al «culto de la personalidad».


Llamativa estructura piramidal que nos recuerda los templos antiguos.
Construida para conservar el cuerpo de Lenin. El disenio en forma de pirámide
escalonada sigue siendo un rasgo importante y evoca deliberadamente la
arquitectura religiosa del mundo antiguo.
La mística que llevaba aparejada la pertenencia
al Partido Comunista, sobre todo durante el decenio de 1930, era también
fundamentalmente religiosa o, en todo caso, un sucedáneo de la religión. La
admisión en el partido era tan portentosa, tan llena de ritual, tan repleta de
resonancia evocadora, como la iniciación en alguna de las antiguas escuelas
mistéricas o en la francmasonería. Sobre todo en los niños, el impulso
religioso a menudo era activado de forma deliberada y luego encauzado
sistemáticamente hacia los intereses del partido. Así, la admisión en los «pioneros»
a la edad de nueve años era el gran acontecimiento en la vida de un niño, un
rito de paso en toda la regla, análogo, pongamos por caso, a la primera comunión.
La admisión poseía una vitalidad y una significación intensificada que la primera
comunión no tenía desde hacía ya tiempo. Además de hacer varios votos y promesas
de índole casi litúrgica, el nuevo «pionero» recibía, a guisa de talismán sagrado,
un pañuelo rojo. Este pedacito de tela, le decían, era su más preciosa posesión.
Se le ordenaba guardarlo, venerarlo, protegerlo del contacto de cualquier mano
que no fuese una de las suyas. Se le decía que el pañuelo encarnaba la sangre
de los mártires revolucionarios. Afirmar que en un retazo de tela hay sangre, de
un modo simbólico y latente, viene a ser lo mismo que decir que hay sangre latente,
de modo más o menos simbólico, en el vino. La premisa es esencialmente religiosa.
El pañuelo rojo del joven «pionero» tenía por objeto cumplir una función muy parecida
a la de un crucifijo, un rosario o cualquier otro talismán religioso de la
misma clase.
En su
intento de consolidar su posición, tanto dentro de la Unión Soviética como en
otras partes, el Partido Comunista del decenio de 1930 elevó la doctrina marxista-leninista
a la categoría de religión. Aunque decía haber abolido la religión, de hecho lo
único que hizo fue tratar de sustituir una religión por otra. Y, sin embargo, toda
religión tiene que apelar a algo más que a la inteligencia a secas, así como recibir
respuesta de ese algo. Utilizando una expresión tópica, diremos que ha de ganarse
tanto los corazones como los cerebros, ha de satisfacer profundas necesidades
emotivas al mismo tiempo que demuestra poseer un sentimiento humanístico y
lógico. Debe afrontar la dimensión irracional del hombre y proporcionar respuestas
a interrogantes surgidos de esa dimensión humana; y debe, como mínimo, reconocer
y, si es posible, dar cabida a sentimientos tales como el anhelo de amor, el
miedo a la muerte, la angustia de la soledad.
Hay una distinción importantísima entre, por un
lado, una religión y, por otro, una filosofía o una ideología. A pesar de sus
aspiraciones, la doctrina marxista-leninista en realidad nunca ha sido más que
una filosofía o una ideología. Por su abstracción, por su esterilidad emotiva,
no ha sabido hacer justicia a las necesidades internas del hombre, ni ha
reconocido la validez de esas necesidades ni las ha atendido. En esta medida, la doctrina marxista-leninista ha sido
ingenua desde el punto de vista psicológico. Dio por sentado, de forma bastante
simplista, que las necesidades internas podían satisfacerse llenando el
estómago y proporcionando un credo dotado de lógica. En consecuencia,
ofreció pan y una teoría sobre la producción, el valor económico y la
distribución de ese pan. También ofreció Historia, con mayúscula, como elevado
absoluto por derecho propio. Y ofreció el concepto de Pueblo.
Una vez más, sin embargo, hay que decir que el hombre no vive solo de pan, ni de
teorías relativas al pan. Los principios tales como la alienación en el
trabajo, la relación entre el trabajo y el capital, la dialéctica, incluso la
lucha de clases y la distribución desigual de la riqueza, no provocan ninguna
respuesta visceral. Esos principios no ofrecen ninguna satisfacción a
ciertas formas de hambre propias del hombre, unas formas menos tangibles, menos
definidas, pero no por ello menos omnipresentes y obsesivas; su hambre de
«tranquilidad de ánimo», de realización emotiva y espiritual, de comprensión de
su lugar en el cosmos, de respuestas a interrogantes que están fuera de alcance
de la sociología y de las ciencias económicas, del materialismo en general. Al
mismo tiempo, el concepto de la Historia
como absoluto no alcanza a abarcar el anhelo y el sentido humano de lo sagrado
o lo divino.
Al abordar el problema del sentido, la doctrina
marxista-leninista no hizo más que ofrecer soluciones provisionales. Propósito
y dirección fueron establecidos solo para un lugar dado y en un momento
determinado, sujetos a permutaciones y cambios. Pero el impulso religioso busca
algo más duradero. La necesidad de sentido es más aguda en relación con
misterios tales como el tiempo, la muerte, la soledad, el amor y la conciencia,
que cuando tiene que ver con problemas sociales o económicos. Y son
precisamente estos misterios -y el
misterio es el verdadero terreno de la religión- los que la religión sucedánea
del marxismo leninismo más señaladamente no ha sabido afrontar o siquiera
reconocer. En esta medida, ha
demostrado de modo creciente que es incapaz de satisfacer las necesidades
internas de la humanidad.
Así pues, no es extraño que la religión
organizada persista tenazmente dentro del imperio soviético, a pesar de la
desaprobación oficial, de la persecución y de ambiciosos programas de
«adoctrinamiento» que tienen por finalidad neutralizarla. En países tales como
Polonia y Checoslovaquia, la Iglesia plantea un desafío cada vez mayor al
régimen, precisamente porque atiende a necesidades más hondas que las que el
régimen está dispuesto a reconocer. Y dentro de la propia Unión Soviética, el
Politburó no solo se ve acosado por un cristianismo tozudamente inextinguible, sino
que, además, tiene que hacer frente a un notable resurgimiento del islamismo.
Sea o no la religión «el opio del pueblo», lo
cierto es que la adicción no puede curarse por el simple procedimiento de
sofocar la fuente de abastecimiento y dejar que la sociedad luche, sin que
nadie la ayude, con los tremendos efectos de la abstinencia.
Adolf Hitler como sumo sacerdote
La segunda religión primaria o sucedánea del
decenio de 1930 fue el espectro de movimientos totalitarios a los que ahora se
da el nombre colectivo de fascismo. En Italia, la versión original del
fascismo, tal como la promulgaba Mussolini, en realidad nunca llegó a ser una
religión y, quizá más aún que el marxismo leninismo, no pasó de ser una
filosofía política, una ideología. El papel tradicional de la religión se dejó,
en su mayor parte, a la Iglesia. El resultado parcial fue que el fascismo italiano,
sobre todo si lo comparamos con los fenómenos habidos en otros lugares, fue un fenómeno relativamente hueco.
En España, la variante del fascismo defendida por
Franco hizo cuanto pudo por alinearse íntimamente con la Iglesia y, por ende,
se arrogó una forma de mandato divino. En consecuencia, poseía una energía
mucho mayor, un dinamismo mucho mayor, que su equivalente italiano, así como la
singular crueldad de la que solo el fanatismo religioso es capaz. En muchos
aspectos, al menos desde la distancia de casi medio siglo, hay algo que resulta
casi risible en Mussolini. Franco, con el dominio que instauró sobre España y
el pueblo español, es, en conjunto, una figura más siniestra.
Con todo, el
ejemplo supremo de totalitarismo derechista convertido en religión es la
Alemania nazi. A diferencia del fascismo italiano, el nazismo no era
sencillamente una filosofía o una ideología. A diferencia de la variante
española del fascismo, el nazismo no se
alineó con intereses creados de índole religiosa. Al contrario, se propuso, de
modo bastante sistemático, suplantar a todos esos intereses y erigirse en
religión, una religión totalmente nueva.


Ya han transcurrido cuarenta años desde el final
de la segunda guerra mundial (a la fecha de la publicación del libro, 1986). Durante estos años no han cesado los comentarios
históricos, los intentos de exposición y explicación del fenómeno de Adolf
Hitler, el Partido Nazi y el Tercer Reich. Y, pese a ello, los interrogantes
aún no han encontrado respuesta; los misterios siguen sin aclararse. ¿Cómo es posible que un pueblo civilizado y
culto –un pueblo que dio al mundo figuras como Goethe y Beethoven, Kant y
Hegel, Bach y Heine- siguiera a un embaucador tan perverso y se sumiera en masa
en una orgía de destrucción tan monstruosa, tan demoniaca?
Los escritores han procurado dar respuesta a esta
pregunta de diversas maneras. El nazismo ha sido explicado como fenómeno
social, como fenómeno cultural, como fenómeno político, como fenómeno
económico. La culpa de su existencia se ha atribuido al Tratado de Versalles, a
la depresión, a la inflación galopante, a la pérdida del amor propio por parte
de la nación alemana, al auge del comunismo, al derrumbamiento de la clase media,
a otras muchas cosas.
Verdaderamente, todos estos factores y muchos más
tuvieron un papel de vital importancia; también es cierto que todos ellos se
hallaban interrelacionados. Pero el
elemento crucial para entender el nazismo es la medida en que, deliberadamente,
activó el impulso religioso del pueblo alemán. Obtuvo una respuesta a la
vez emotiva y cerebral que unía, de un modo propio y depravado, tanto los
corazones como los cerebros. Se
transformó en una religión con todas las de la ley y, como tal, redimió a la
Alemania de la primera posguerra del purgatorio de la falta de sentido.
Fue la dimensión religiosa del nazismo la que
inspiró el dinamismo, el fanatismo histérico, la energía y la ferocidad
demoníacas que tanto trascendían de los movimientos totalitarios paralelos que
había en Italia y en España. Cabría
argüir que el Tercer Reich fue el primer estado de la historia de Occidente,
desde la antigua Roma, que se basó fundamentalmente, no en principios
políticos, económicos o sociales, sino en principios religiosos, en principios
mágicos. Y más que un político, más incluso que un demagogo, el que se
proclamaba su líder era un hechicero.
La ascensión del Tercer Reich no «sucedió» sencillamente,
de forma más o menos fortuita, como resultado del carisma maligno de un solo
hombre. Al contrario, fue preparada y orquestada cuidadosamente, con
meticulosidad. Con un grado aterrador de conocimiento de sí mismo y de sutileza
psicológica, el Partido Nazi se propuso activar y manipular el impulso
religioso de los alemanes, abordar la cuestión del sentido en su aspecto
religioso. La Alemania nazi ofrecía una
cosmología, además de una filosofía y una ideología. Apelaba al corazón, al
sistema nervioso, al inconsciente, además de a la inteligencia. Con este fin, empleaba muchas de las técnicas más
antiguas de la religión: ceremonial complicado, cánticos, repetición rítmica,
retórica mágica, color y luz. Las tristemente célebres concentraciones de Nuremberg
no eran mítines políticos como los que se dan actualmente en Occidente, sino
actos teatrales, astutamente escenificados, del tipo que, por ejemplo, formaba
parte integrante de los festivales religiosos de Grecia.


Todo
estaba calculado con precisión: los colores de los uniformes y las banderas, la
colocación de los espectadores, la celebración nocturna, el empleo de focos y
reflectores, la sincronización. En los reportajes cinematográficos de la época
vemos a la gente embriagándose, cantando hasta sumirse en un estado de arrebato
y éxtasis utilizando el mantra «Sieg
Heil!» y embobándose ante el Führer como si se tratara de una deidad. En
los rostros de los asistentes se pinta una beatitud insensata, una estupefacción
vacua, embelesada, que es perfectamente intercambiable con las expresiones que
aparecen en los rostros de las personas que asisten a reuniones de alguna
iglesia revivalista.
No es
una cuestión de retórica persuasiva. De hecho, la retórica de Hitler no tiene
nada de persuasiva. Las más de las veces, es banal, infantil, repetitiva,
desprovista de sustancia. Pero su modo de pronunciarla tiene una energía maligna,
un pulso rítmico que resulta tan hipnótico como un toque de tambor. Y esto,
unido al contagio de la emoción en masa, unido a la presión de millares de
seres apretujados en un recinto cerrado, unido a un ceremonial y un espectáculo deliberadamente eclesiásticos e
hinchados hasta adquirir proporciones wagnerianas, produce una histeria de
masas, un fervor que es, en esencia, religioso. Lo que presenciamos en las
concentraciones hitlerianas es una
«alteración de la conciencia» como la que los psicólogos acostumbran a
asociar con una experiencia mística.
Y el mismo Hitler se convierte en un Mesías negro
que actúa como receptáculo de la energía religiosa que él ha evocado. Como dice
un comentarista:
«No transcurrió mucho
tiempo antes de que el pueblo alemán empezara a ver a Hitler como un Mesías de
Alemania. Los mítines públicos -especialmente la concentración de Nuremberg-
adquirieron una atmósfera religiosa. Todas
las escenificaciones tenían por finalidad crear una atmósfera sobrenatural y
religiosa» (5).
A los alemanes de entonces tampoco se les
escapaba la dimensión religiosa de lo que hacía Hitler. Al contrario, no solo
eran conscientes de esa dimensión, sino que en algunos casos incluso la
recibieron con agrado. Así consta en las crónicas que el alcalde de Hamburgo
dijo en cierta ocasión:
«No necesitamos
sacerdotes. Podemos comunicarnos directamente con Dios a través de Adolf
Hitler» (6).
Y en abril de 1937 un cónclave de cristianos alemanes declaró:
«La palabra de Hitler es la ley de Dios,
los decretos y las leyes que la representan poseen autoridad divina» (7).
Una de las fuentes de información más valiosas
sobre el pensamiento de Hitler es un hombre llamado Herman Rauschning, que fue
uno de los primeros seguidores del Partido Nazi, al que se afilió en 1926.
Rauschning no tardó en convertirse en uno de los colegas y confidentes que
mayor confianza merecían de Hitler y, en 1933, fue nombrado presidente del
senado de Danzig. En 1935, sin embargo, ya empezaba a sentirse verdaderamente
alarmado ante lo que ocurría en Alemania, y huyó, primero a Suiza, luego a los
Estados Unidos. Considerando que era esencial prevenir al mundo sobre el Tercer
Reich, poco antes de la guerra publicó dos libros en los que reproducía muchas
conversaciones del propio Hitler. A juzgar por numerosos extractos que se
encuentran en los libros de Rauschning, resulta
evidente que Hitler sabía muy bien lo que se hacía, y que la activación del
impulso religioso del pueblo alemán formaba parte de un plan meticulosamente
calculado.
Parafraseando a Hitler, Rauschning dice:
«Había convertido las masas en fanáticos,
explicó, con el fin de transformarlas en instrumentos de su política. Había
despertado a las masas. Las había sacado de sí mismas y les había dado sentido y una función» (8).
Acto seguido, cita directamente a Hitler:
En un
mitin de masas..., el pensamiento es eliminado. Y porque éste es el estado de
ánimo que requiero, porque me garantiza la mejor caja de resonancia para mis
discursos, ordeno a todo el mundo que asista a los mítines, donde se convierten
en parte de la masa tanto si les gusta como si no, «intelectuales» y burgueses
además de trabajadores. Yo mezclo al pueblo. Le hablo sólo como a una masa (9).
Y, además, como el propio Hitler escribe en Mein
Kampf (Mi lucha):
En todos
estos casos uno se enfrenta con el problema de influir en la libertad de la
voluntad humana. Y esto ocurre especialmente en los mítines donde hay hombres
cuya voluntad se opone al orador y a los que hay que inducir a pensar de una
forma nueva. Por la mañana y durante el día parece que el poder de la voluntad
humana se rebela con su mayor energía contra cualquier intento de imponerle la
voluntad o la opinión de otro. En cambio, al caer la noche sucumbe fácilmente
ante la dominación de una voluntad más fuerte... La penumbra misteriosa,
artificial, de las iglesias católicas también sirve este propósito, las velas
encendidas, el incienso... (10)
Hitler
reconocía que empleaba técnicas religiosas. También reconocía, por lo menos
en parte, dónde las había adquirido. «Aprendí
sobre todo de los jesuitas. Lo mismo hizo Lenin, para el caso, si la memoria no
me falla.» (11). Y, después de uno de sus ataques característicos contra la
francmasonería, añade:
[Su] organización
jerárquica y la iniciación mediante ritos simbólicos, esto es, sin molestar al
cerebro, sino trabajando la imaginación por medio de la magia y los símbolos de
un culto..., todo esto constituye el elemento peligroso y el elemento que he
adoptado. ¿No veis que nuestro partido debe tener este carácter? Una Orden, eso
es lo que tiene que ser..., una Orden, la Orden jerárquica de un sacerdocio
secular (12).
El
nazismo no se limitó a adoptar los avíos de una religión, sino que también, en
su sustancia, se convirtió literalmente en una religión. Una parte de esa
sustancia se derivaba de Richard Wagner que, en el siglo XIX, había ensalzado
el carácter singularmente sagrado de la sangre germánica y, como dice un
comentarista, «creía apasionadamente en
el teatro como templo del arte germánico donde ritos místicos podrían redimir»
al pueblo y al alma alemanes.
Pero Wagner era solo una de las varias
influencias que convergieron para formar la visión del nacionalsocialismo.
Hitler también se inspiró en el filósofo Friedrich Nietzsche, y se apropió
indebidamente de gran parte de su pensamiento, divorciándolo de su verdadero
contexto y tergiversándolo para que se ajustara a sus propios fines. Nietzsche
ya había muerto, por lo que no podía protestar. Cuando la jerarquía nazi se
propuso entrar también en las obras del poeta Stefan George, éste, que seguía
vivo, sí protestó, y lo hizo con dureza y vehemencia. Como gesto de repudio y
de desprecio, no tardó en exiliarse en Suiza, pero no sin antes plantar las
semillas de la resistencia contra Hitler en uno de sus discípulos más
allegados, el joven conde Claus von Stauffenberg que, más adelante, maquinaría
el atentado con bomba que el Führer sufrió en 1944.
Hitler y sus seguidores recibieron también la
influencia de varios grupos ocultistas y sociedades secretas -la llamada orden
de los Nuevos Templarios, por ejemplo, la Germanenorden u Orden Germánica, y la
Thulegesellschaft o Sociedad Tule- que desplegaron sus actividades entre las
postrimerías del decenio de 1870 y el período que siguió a la primera guerra
mundial (13). En las enseñanzas de estos
grupos se advierte una agresiva hostilidad contra el cristianismo y la
insistencia en el antiguo paganismo germánico.

Nunca se ha comprobado de modo definitivo la
medida en que el propio Hitler estuvo asociado personalmente con grupos
ocultistas, y es poco probable que llegue a demostrarse alguna vez. Pero no hay
duda de que sí conocía a gente que estaba asociada con tales grupos, y la
pertenencia a ellos coincide una y otra vez con la afiliación al Partido Nazi
de los primeros tiempos. Se sabe que Rudolph Hess y Alfred Rosenberg, por
ejemplo, tuvieron que ver con la Thulegesellschaft. Mein Kampf va dedicada a
Dietrich Eckart, poeta loco y de poca importancia que era una de las figuras
destacadas, no solo de la Thulegesellschaft, sino también de otras organizaciones parecidas.
Entonces, ¿cuál era la naturaleza de la nueva
religión de Hitler? ¿Cómo se las ingenió para reconquistar los corazones y los
cerebros que la Iglesia tradicional había perdido? Según un comentarista de las
postrimerías del decenio de 1930, «La Weltanschauung nacionalsocialista y
totalitaria es una fe pagana que no puede sino considerar al cristianismo
extraño y antagónico» (14).
En 1938, el doctor Arthur Frey, jefe del Servicio
Suizo de Prensa Evangélica, publicó un libro que todavía es uno de los estudios
más profundos del nacionalsocialismo como religión. Desde luego, es cierto que
Frey, como cristiano, tenía sus propios intereses creados que proteger y su
propio interés personal en el asunto, pero no por ello sus observaciones son menos
pertinentes. Según Frey, el Tercer Reich pretendía ser
«no solo un estado, sino también una comunidad religiosa, es decir, una
iglesia» (15). Y «El führer no es solo un kaiser secular que
lleva a cabo, en el estado, la tarea de gobernar; es, al mismo tiempo, el
Mesías capaz de anunciar un reino milenario» (16).
Esta valoración no es exagerada. De hecho, se
hace eco de ella, casi al pie de la letra, Baldur von Schirach, el director de
la Juventud Hitleriana y hombre encargado de educar a una generación de
alemanes jóvenes:
«... el servicio a Alemania se nos aparece como servicio genuino y
sincero a Dios; la bandera del Tercer Reich se nos aparece como Su bandera; y
el Führer del pueblo es el salvador que El ha enviado a rescatarnos» (17).
En cuanto al cristianismo en Alemania, el propio Hitler dijo:
¿Qué
podemos hacer? Justamente lo que hizo la Iglesia católica cuando obligó a los
paganos a aceptar sus creencias: preservar lo que pueda preservarse, y cambiar
su sentido. Desharemos el camino: la Pascua ya no es la resurrección, sino la
renovación eterna de nuestro pueblo. La Navidad es el nacimiento de nuestro
salvador... ¿Creéis que estos sacerdotes liberales, que ya no tienen una
creencia, sino solo un cargo, se negarán a predicar a nuestro Dios en sus
iglesias? (18).


El doctor Frey resume el credo del
nacionalsocialismo de la forma siguiente:
«Para la fe alemana la "sangre" es
sagrada... En el transcurso de los siglos..., el secreto creativo de la
sangre heredada se da a sí mismo la forma de la raza» (19).
De la
importancia de la sangre un ejemplo es la ceremonia nazi que, según el escritor
francés Michel Tournier, equivale a «una inseminación de banderas». En esta
ceremonia, la bandera original de los nazis -manchada por la sangre de los que marcharon
bajo ella la primera vez que Hitler intentó hacerse con el poder en 1923- era
preservada y presentada ritualmente. Otras banderas, estas nuevas, eran
acercadas a ella hasta tocarla para que pudiera transmitirles -como por medio de
una grotesca magia sexual- una proporción de su carácter sagrado. En el pasaje siguiente,
uno de los personajes de Tournier describe la ceremonia:
Ya
sabéis lo que ocurrió: la descarga cerrada, que mató a dieciséis de los
acompañantes de Hitler; Goering herido de gravedad; Hitler arrastrado al suelo
por el moribundo Scheubner-Richter y escapando con un hombro dislocado. Luego,
el encarcelamiento del Führer en la fortaleza de Landsberg donde escribió Mein
Kampf. Pero todo eso es poco importante. En lo que a Alemania se refería, el
hombre careció de importancia a partir de aquel momento. Lo único que contaba
aquel día en Munich, el 9 de noviembre de 1923, era la bandera con la esvástica
de los conspiradores que cayó entre los dieciseis cadáveres y fue manchada y
consagrada por su sangre. En lo sucesivo,
la bandera de sangre -die Blutfahne- fue la reliquia más sagrada del
Partido Nazi. Desde 1933 ha sido exhibida dos veces al año: una el 9 de
noviembre, fecha en que se reconstruye la marcha en la Feldherrnhalle de Munich
como en un drama medieval de la Pasión; pero, sobre todo, en septiembre, en la
concentración anual del partido en Nuremberg que señala el momento culminante
del ritual nazi. Entonces a la Blutfahne, como un semental que fertilizara a
una infinidad de hembras, se la hace entrar en contacto con estandartes nuevos
que buscan la inseminación. Yo he estado presente... y os puedo decir que
cuando ejecuta el rito nupcial de las banderas, el Führer hace el mismo
movimiento que ejecuta el criador de ganado cuando guía el pene del toro hacia
el interior de la vagina de la vaca con su propia mano. Luego, desfilan
ejércitos enteros en los que cada hombre es un abanderado y que son
sencillamente ejércitos de banderas: un vasto mar, agitándose y ondeando al
viento, un mar de estandartes, enseñas, banderas, emblemas y oriflamas. De
noche, las antorchas completan la apoteosis, pues su luz ilumina los mástiles
de las banderas, las banderas colgadas a guisa de adornos y las estatuas de
bronce, y relega hacia las tinieblas de la tierra a la gran masa de hombres,
condenados a la oscuridad. Finalmente, cuando el Führer pisa el altar
monumental, ciento cincuenta reflectores se encienden de pronto, elevando por
encima de la Zeppelinwiese una catedral de columnas de trescientos metros de
altura que atestiguan la significación sideral del misterio que se está
celebrando (20).



Imágenes de los espectáculos de Nurenberg. “La Catedral de la Luz”
proyectada por Albert Speer para el festival del Partido Nazi.
Esta ceremonia de «inseminación de las banderas»
no era más que una de las diversas fiestas, festivales y conmemoraciones de que
se valieron los nazis para revisar y adaptar el calendario cristiano a sus
propios fines, que eran específicamente paganos: «... celebramos festivales del sol, del año, del crecimiento, de la
cosecha, donde éstos no han sido destruidos por una religión que es ajena al
mundo, hostil a la tierra» (21). Un ejemplo importantísimo de esta clase de
ritos era un antiguo festival indogermánico del joven dios Sol. En academias
especiales donde se entrenaba a los jóvenes, y que eran dirigidas por las SS,
la Navidad no se celebraba como el nacimiento de Cristo, sino como el momento
en que el «Niño Sol» resurgía de sus
cenizas en el solsticio de invierno. No hay necesidad de extenderse en el
carácter religioso o específicamente pagano de estos rituales. Lo que representan
es, en esencia, una variante en el siglo XX del antiguo culto al Sol
Invictus que Constantino suscribiera unos 1.600 años antes. La única
diferencia real era que, para el nacionalsocialismo, incluso hasta el Sol, de
alguna forma imposible de cuantificar, era singularmente germánico.



Fotografías alemanas de la época del Tercer Reich, los atuendos, los
emblemas, abiertamente evocan un aire espiritual.
Estábamos ante el nacimiento de una nueva religión o quizá el retorno a la
etapa mística del antiguo paganismo. Las fotos corresponden a las celebraciones
del Día del Arte Alemán, en Munich entre los años 1937-1938.
Si
Hitler era el Mesías de una nueva religión, sus sacerdotes eran la élite
vestida de negro: Las Schutzstaffel
o SS.
A Heinrich Himmler, comandante en jefe de las SS, Hitler lo llamaba «mi
Ignacio de Loyola», con lo que, implícitamente, trazaba un paralelismo entre
las SS y los jesuitas. Y, efectivamente, en muchos aspectos el modelo de las SS
eran los jesuitas; además, las SS utilizaban premeditadamente técnicas
jesuíticas en esferas tales como el condicionamiento psicológico y la educación.
Pero los propios jesuitas habían sacado gran parte de su estructura y de su
organización de las órdenes todavía más antiguas, de las órdenes militares-religiosas
de caballería como los templarios y los caballeros teutónicos (Deutschritter). El mismísimo Himmler
concebía las SS como una orden justamente en este sentido y las veía, de modo
muy específico, como una reconstitución de los Deutschritter: el equivalente
moderno de los caballeros de manto blanco y cruces negras que setecientos años
antes habían encabezado un anterior Drang
nach Osten («avance hacia el Este») germánico hacia el interior de Rusia.
Las primeras SS, las de antes de la guerra,
verdaderamente eran un cuerpo que se reclutaba, organizaba y ritualizaba tan
estrictamente como los Deutschritter medievales. La compleja y mística ceremonia
de inducción tenía por fin recordar la investidura de los caballeros andantes.
Los aspirantes a entrar en el cuerpo tenían que presentar un árbol genealógico
que mostrara sangre «aria» pura desde hacía, como mínimo, dos siglos y medio,
o, en el caso de los que aspiraban a oficial, tres siglos. Cada aspirante tenía
que pasar por un noviciado de índole religiosa antes de ser aceptado en la
orden. De la francmasonería, las SS aprendieron la importancia de las insignias
rituales, razón por la cual los anillos y las dagas jerárquicas figuraban en un
lugar prominente. También a las runas se les concedía una especial significación.
En las mangas de todas las guerreras de las SS había una inscripción rúnica
bordada con hilo de plata. Y el emblema de la propia organización, las eses gemelas
en forma de dos rayos mellados, recibía el nombre de runa «Sig», esto es, la «runa
del poder» que, supuestamente, utilizaban las antiguas tribus germánicas para
denotar el rayo del dios de las tempestades: Tor o Donar según algunas crónicas,
Odín o Wotan según otras.
Himmler introdujo en la organización dimensiones
cada vez mayores de chifladura. Las bodas de los miembros de las SS tenían
menos cosas en común con los esponsales cristianos que con las fiestas
nupciales de los paganos. Según Himmler, los hijos concebidos en un cementerio
estaban imbuidos del espíritu de los muertos que yacían allí. Por consiguiente,
se alentaba al personal de las SS a engendrar su descendencia sobre lápidas
sepulcrales (de «arios» nobles, huelga decirlo). Eran debidamente recomendados
los cementerios en los que, según habían demostrado los investigadores,
reposaban los huesos de tipos nórdicos apropiados, y el periódico oficial de
las SS publicaba con regularidad listas de esos cementerios (22).
Himmler pensaba montar a su alrededor un cuadro
interno de sumos sacerdotes, un cónclave formado por doce Obergruppenführer de las SS (el equivalente en las SS de un
teniente general), que constituirían sus propios y personales «caballeros de la Tabla Redonda». Este
círculo casi místico integrado por trece miembros –el número recordaba
deliberadamente los cónclaves ocultistas, así como, por supuesto, a Jesús y sus
discípulos- tendría su cuartel general en la pequeña ciudad de Wewelsburg,
cerca de Paderborn, en lo que actualmente es la Alemania Occidental. Aunque las
obras de construcción no terminaron antes de acabar la guerra, Wewelsburg tenía
que ser la capital oficial de las SS, el centro de su culto. La llamaban «Mittelpunkt der Welt»: el «centro del
mundo» (23).
El castillo de Wewelsburg planeada cono futuro centro del mundo y capital
oficial de las SS.
«Mittelpunkt der Welt», el «centro del mundo» Mapa de la ubicación del
castillo de Wewelsburg
En el centro de Wewelsburg había un castillo y
existía el proyecto de que cada uno de los trece altos dignatarios tuviera una
habitación en él, que sería decorada al estilo de un período histórico
concreto: el que, según la mayoría de los comentaristas, correspondía a su
propia, supuesta y previa encarnación. En la gran Torre del Norte, los trece
«caballeros» se reunirían a intervalos ritualizados. En el centro exacto de la
cripta que quedaba debajo de la citada torre, ardería un fuego sagrado, al que
se llegaría por medio de tres escalones, y junto a las paredes se alzaban doce
pedestales de piedra; se ignora qué función se pensaba asignar a esos
pedestales. Estos números, el tres y el doce, se repiten constantemente en la arquitectura
del proyecto de reedificación. El simbolismo era importantísimo: alrededor del
castillo, y con la cripta como centro, la ciudad que se pensaba construir
formaría un radio hacia fuera constituido por círculos concéntricos
meticulosamente proyectados.

La cripta o como otros denominan el
Walhalla en el Castillo de Wewelsburg
El propio Himmler acostumbraba a hablar de
geomancia, la «magia de la tierra», y de las supuestas líneas de sendas
prehistóricas, y le gustaba fantasear sobre Wewelsburg como «centro de poder» oculto parecido
(según él se imaginaba) a Stonehenge. La revista oficial de las Ahnenerbe -la «oficina de
investigación», por así decirlo, de las SS- publicaba con frecuencia artículos
que hablaban de cosas como esas.
Es interesante observar que ninguno de los aspectos «ocultistas» de la Alemania nazi llegó a formar
parte de las copiosas pruebas y la documentación que se emplearon en los
procesos de Nuremberg. ¿Por qué? ¿Sería porque los fiscales aliados desconocían
su existencia en aquellos momentos? ¿Las descartaron por juzgar que no venían
al caso o eran detalles circunstanciales? La verdad es que ni una cosa ni otra.
Los fiscales conocían sobradamente la existencia de tales aspectos. Y, lejos de
menospreciarlos, en realidad temían su potencia, temían las consecuencias psicológicas y espirituales que tendría para
Occidente que se hiciese público que un estado del siglo XX se había instaurado
y había conquistado el poder basándose en semejantes principios. Según el
malogrado Airey Neave, uno de los fiscales de Nuremberg, los aspectos rituales
y ocultistas del Tercer Reich fueron calificados deliberadamente de pruebas
inadmisibles por temor a dichas consecuencias (24).
El razonamiento lógico en que se basó esta
decisión fue que un abogado defensor inteligente, apelando a la racionalidad
occidental, quizá podría alegar responsabilidad disminuida a causa de la locura
en nombre de los criminales de guerra representados por él.
La Sala de los Obergruppenfuhrer de las SS en el Castillo de Wewelsburg. Nótese en el piso el diseño que representa el sol negro.
Hemos dedicado tanto espacio a examinar los
aspectos religiosos de la Alemania de Hitler porque son precisamente esos
aspectos los que mayor relación tienen con la actual búsqueda de sentido. La cultura occidental de la posguerra se ha
acostumbrado a pensar en el nacionalsocialismo sencillamente como si hubiera
sido un partido político extremista, así como a considerar que el Tercer Reich
fue un estado gobernado por un reducido cónclave de locos. Puede que, en
efecto, estuvieran locos, pero eso no es lo que importa. Lo importante es que
lograron transmitir su locura y transmutarla en una forma de energía mesiánica.
El nazismo, como dijimos antes, no era una mera
filosofía o ideología política que «engatusó» al pueblo alemán. Era una
religión que, si ejerció tanta influencia, fue justamente porque cumplió la
tradicional función religiosa de impartir sentido y coherencia a un mundo en el
que, al parecer, no existían estos factores esenciales. Es en este sentido que
el Tercer Reich ofrece, quizá, la lección objetiva más importante para nuestro
tiempo, además de lanzar la advertencia más horrenda.
Actualmente, muchas personas, desilusionadas con
el materialismo, abogan por un estado que se base fundamentalmente en
principios espirituales. En teoría, es un objetivo válido y no serían
demasiadas las personas con cierta responsabilidad dispuestas a discutirlo.
Pero el
Tercer Reich demuestra que un estado basado en principios espirituales no es,
por ello, necesariamente laudable o deseable. Si los principios
«espirituales» se tergiversan, el potencial para la destrucción es, en todo
caso, mayor que el del materialismo. El
«espíritu», cuando se desmanda, es mucho más peligroso que la simple materia.
La «guerra santa» puede ser la menos santa de todas las guerras, tanto si la
hacen fundamentalistas islámicos en el Oriente Medio, como si la emprenden
fundamentalistas cristianos en Norteamérica.
La crisis de la posguerra y la
desesperanza social
Hitler ataviado de Caballero del Grial. Estos carteles se publicaron en
otoño de 1936 y fueron retirados poco después.
Hitler, de una forma propia y perversa, dio al
pueblo alemán una nueva percepción de sentido, le confirió una religión nueva
y, con ello, lo redimió de la incertidumbre, de la «relatividad de la
perspectiva rayana en el pánico epistemológico». Y, aunque parezca irónico y
paradójico, con ello dio una nueva percepción de sentido también al resto del
mundo. A causa de Hitler y del Tercer Reich, el mundo tuvo sentido, aunque solo
fuera durante un tiempo.
La
primera guerra mundial había sido una guerra insensata. Lo que la hizo especialmente
terrible fue que la locura era a la vez violenta y tan difusa y generalizada como
una nube de gas asfixiante. No hubo en ella ni buenos ni malos de verdad. Todo
el mundo tuvo la culpa y nadie la tuvo; todo el mundo la quiso y nadie la quiso;
y, una vez hubo estallado, el asunto siguió su propio y siniestro curso, sin que
nadie pudiera controlarlo. La locura de la primera guerra mundial fue
esencialmente informe, y es imposible oponerse a lo que carece de forma. La
única solución posible era el desgaste y el agotamiento.
En cambio, la
segunda guerra mundial tuvo sentido. No solo fue una guerra sensata; quizá
fue la más sensata de todas las guerras de la historia moderna. Fue una guerra
sensata en lo que se refiere a las potencias aliadas, precisamente porque Alemania encarnaba, a todos los efectos, la
locura colectiva de la humanidad. Al echar sobre sus hombros la capacidad
humana para el horror, el ultraje, la atrocidad, la bestialidad, Alemania,
paradójicamente, redimió al resto del mundo occidental, le devolvió la cordura.
Hicieron falta Auschwitz y Belsen para que aprendiéramos
el significado de la maldad, no como abstracta proposición teológica, sino como
realidad concreta. Hicieron falta Auschwitz y Belsen para que viéramos las cosas
que éramos capaces de hacer y sintiéramos el deseo de repudiarlas.
A diferencia de la contienda de 1914-1918, la
guerra contra el Tercer Reich se convirtió en una cruzada legítima, en nombre
de la decencia, de la humanidad y de la civilización.
En esta medida, Alemania confirió una renovada
percepción de sentido, no solo a su propio y engañado pueblo, sino, lo que es más
válido, también al resto del mundo occidental. No había duda alguna sobre dónde
estaba la maldad. Y era maldad, no
simple estupidez, ni siquiera una tiranía convencional como la que podía asociarse
con el kaiser, Napoleón o incluso Stalin. En pocas palabras, la locura
colectiva del mundo adquirió forma al encarnarse en un pueblo concreto; y una
vez estuvo dotada de forma, fue posible oponerse a ella. La oposición a esta
locura restauró una jerarquía de valores que había desaparecido.
Desgraciadamente, Occidente no sacó de la
experiencia las lecciones que habría podido sacar. Al descartar el Tercer Reich
como fenómeno social, político y económico, los historiadores no supieron reconocer o admitir las necesidades
psicológicas que lo habían engendrado al ser explotadas por Hitler y su
camarilla. Y Occidente ha seguido sin percatarse de la realidad y la
importancia de esas necesidades.
Nunca se ha hecho un intento de afrontar el
problema con verdadera honradez. En consecuencia, sigue acechando en un segundo
plano, en el umbral de la conciencia, de una forma subliminal. La Alemania nazi parecía ejemplo de lo
irracional. Como resultado de ello, la sociedad occidental desconfió de lo
irracional, repudió todas sus manifestaciones, excepción hecha de las pocas
horas, circunscritas y contenidas de forma rigurosa, que se dedican a la
iglesia los domingos. Incluso se intentó, por medio de versiones sencillas y
puestas al día del devocionario y la Biblia, desmitificar el oficio que se
celebra en los templos.
Como
Hitler había demostrado ser un falso profeta, la sociedad occidental empezó a
desconfiar de todos los profetas. Como el Tercer Reich había promulgado sus
propios y pervertidos absolutos, la sociedad occidental decidió desconfiar de
todos los absolutos. Al final, la desconfianza en los absolutos culminaría,
una vez más, con una relatividad generalizada de la perspectiva.
El fenómeno no se hizo visible en seguida. En los años que siguieron a 1945, todavía
era posible aferrarse a los valores que habían predominado durante la cruzada:
la decencia, la humanidad y la civilización. Terminado el conflicto, los mismos
valores aparecían alineados junto a una nueva fe en el progreso material. Después
de todo, la derrota de Hitler había sido obra de recursos materiales y, por ende,
estos recursos podían percibirse como fuerzas de la «bondad». En conjunción con
la decencia, la humanidad y la civilización parecían representar algo en lo que
se podía creer sinceramente. Así, en las postrimerías del decenio de 1940, la bomba
atómica era considerada como un instrumento de paz, en lugar de como una
amenaza en potencia…
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NOTAS
OBRA
ORIGINAL: EL LEGADO MESIÁNICO
AUTORES: MICHAEL BAIGENT, RICHARD
LEIGH y HENRY LINCOLN
Publicado originalmente en el
Reino Unido por Jonathan Cape Ltd., en 1986. “The Messianic Legacy”. 2005,
Ediciones Martínez Roca, S.A. Madrid – España.
TRANSCRIPCIÓN de los capítulos:
CAPÍTULO 12: Sustitutivos de
la fe: la Rusia soviética y la Alemania nazi.
CAPÍTULO 13: La crisis de la
posguerra y la desesperanza social.
ACLARACIÓN: La totalidad de las fotos han sido agregadas al
presente documento por el redactor del blog (Detectives de Guerra), por tanto,
no corresponden a las fotografías constantes en el texto original.
NOTAS a pie de página:
1. Mendel, Michael Bakunin, p.
372.
2. Ibíd., p. 430.
3. Webb,
The harmonious circle, p. 45. Esto ocurrió en algún momento entre
1894 y 1899. La hija de Stalin huyó a los EE.UU., donde ingresó en un grupo de
Gurdjieff (Webb, p. 425).
4. Payne,
The life and death of Lenin, pp. 609-610.
5. Langer,
The mind of Adolf Hitler, pp. 55-56.
6. Ibíd.,
p. 56.
7. Ibíd.
8.
Rauschning, Hitler speaks, p. 209.
9. Ibíd.,
pp. 209-210.
10. Hitler,
Mein Kampf, p. 395.
11.
Rausehning, Hitler speaks, p. 236.
12. Ibíd.,
p. 237.
13. Para la exploración
definitiva de estas influencias ocultistas en Hitler, véase Goodrick-Clarke, The
occult roots of Nazism. Las ideas de Hitler sobre la raza, la política, el
exterminio de los no arios y la fundación de un milenio germánico se derivaban
principalmente de la revista Ostara de Lanz von Liebenfels, fundador en 1907 de
la orden de los Nuevos Templarios, cuya bandera llevaba una esvástica; véanse
pp. 194-195. Véase también Phelps, «Before Hitler came ... ».
14. Frey,
Cross and swastika, p. 5.
15. Ibíd., p. 79.
16. Ibíd., p. 78.
17. Manifestado por Baldur von
Schirach durante su proceso, Nuremberg, 1946. Véase Trial
of the major war criminals..., vol. xiv (mayo, 1946), p. 481.
18.
Rauschning, Hitler speaks, p. 58.
19. Frey,
Cross and swastika, pp. 85-86.
20.
Tournier, trad. Bray, The Erl-King, pp. 261-262.
21. Frey,
Cross and swastika, pp. 92-93.
22. Wykes, Himmler, pp.
121-122.
23. La obra definitiva sobre
Wewelsburg es Hüser, Wewelsburg 1933 bis 1945
24. Comunicado a Michael
Bentine y repetido a nosotros. Véase Bentine, The door marked
summer, p.291.