Las contradicciones del programa nacionalista de Donald Trump
Por: Paula Bach
Fuente: “La Izquierda Diario”
mayo 2017
Breve nota de introducción:
Hoy dejamos a un lado los conflictos armados, que por cierto sin un
sustento económico no podrían mantenerse. Las guerras también forman parte
sustancial del capital financiero. En esta entrega abordamos el profundo y
complejo dilema en la economía que se cierne sobre Trump y sus nuevas políticas monetarias.
Donald Trump parece un verdadero dolor de cabeza para los analistas, tanto
dentro de los Estados Unidos como fuera de casa. Es que el presidente pretende
encontrar la fórmula para estabilizar su gobierno contra toda una corriente
contraria a su contradictoria política económica. Por ello, no debe luchar solo
contra sus detractores por su acercamiento o “amistad” con Rusia y la declarada
lucha contra la financiación del terrorismo global, sino que encontrará serios
cuestionamientos a su visión económica global (al fin de cuentas el magnate
presidente ve la política desde la perspectiva de los negocios). Y sobre
economía es lo que versará la siguiente ponencia.
Otra polémica que se ha endosado el presidente es la ruptura unilateral del “Acuerdo de París” sobre el cambio climático, que según él fue un paso
equivocado para evitar el calentamiento global. El Acuerdo de París no ha resultado efectivo en los resultados, realmente. En los mismos Estados Unidos esa
legislación internacional no contribuyó o fue escasa en su aporte, como tampoco
disminuyó la competitividad de Estados Unidos ante las otras potencias
industriales, como afirma Trump para justificar su salida. No obstante ha
comprometido a casi un centenar de grandes corporaciones estadounidenses para
reducir al máximo las emisiones de gases causantes del calentamiento global,
expresando que lo primordial es dar la vuelta de rumbo a las políticas
energéticas (aunque las poderosas transnacionales petroleras estuvieran
ausentes… y que gozan actualmente de fuerte influencia en el gobierno).
Los economistas que trabajan en la administración Trump afirman que con
esta medida los estadounidenses se beneficiarán con la creación de mayores
fuentes de trabajo y consiguientemente mejores ingresos económicos.
Mas, el presidente Trump pretende desconocer que el cambio climático si es
un problema global y sus negativos efectos se los puede apreciar por cualquier
parte del orbe terrestre. Sin duda, esta decisión de Trump es un triunfo de las
grandes transnacionales, que como él –hombres de negocios- son los encargados de imponer las leyes
económicas y políticas dentro de la nación.
Veamos a continuación un profundo análisis sobre el tema económico y la
política nacionalista de la administración Trump.
Tito
Andino
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Una realidad preñada de dualismos. El optimismo del FMI. Trump, la única
esperanza y el mayor flagelo. La crisis de los muchos rostros. Nacionalismo y
globalización, la madre de todas las paradojas.
La incertidumbre manda pero al menos una certeza se impone: Donald Trump es
un buen actor y no pasa la prueba de análisis unilaterales. Si durante gran
parte de los primeros cien días de gobierno, el temor a un nacionalismo
vehemente borroneó las letras de los teclados de la prensa financiera
anglosajona, los giros de Mr. Trump –incluyendo los reportajes que junto al
Secretario del Tesoro concedieron a un Financial
Times en el lugar de “el otro”– serenaron los ánimos, abrieron una suerte
de compás de espera y dieron lugar a una crítica menos histriónica.
El desplazamiento del ultranacionalista Bannon –antecedido por la salida
escandalosa de Flynn del Consejo de Seguridad Nacional y el manto de dudas
sobre el Secretario de Justicia, Sessions– esbozó una purga de los miembros más
recalcitrantes del equipo y encumbró a un sector de “insiders” del
establishment con cierta cercanía, en algunos casos, al Partido Demócrata.
Kushner, el “yerno”, Mnuchin y Cohn, los Goldman Sachs’ boys, además de
McMaster y el altamente respetado James Mattis, aparecen como las caras
centrales del nuevo equipo. A esto se sumó el bombardeo a Siria que le regaló a
Donald el aplauso mancomunado del Partido Demócrata, el Republicano y la prensa
archi opositora como The New York Times.
Por su parte, la política inicial de alianza con Rusia exhibe un supuesto enfriamiento
y la prometida mayor agresividad comercial hacia China fue trocada –por el
momento– por una presunta colaboración en el asedio a Corea del Norte. Además y
para mantener el Congreso en funciones, Trump selló el primer acuerdo
bipartidista en el Capitolio realizando una serie sorprendente de concesiones
celebradas por demócratas y republicanos. “En general el compromiso se asemeja
más a un presupuesto de la era de la administración Obama que a uno de la era
Trump”, graficó la agencia Bloomberg.
Pero como con el correr de los días se hizo bastante claro, constituiría un
error grosero abandonar los “temores” iniciales y presumir el estreno de una
regencia “tradicional”. De hecho aquel acuerdo “usual” se mostró al poco tiempo
como el instrumento necesario para un primer triunfo: la media sanción para
derogar el Obamacare en la Cámara Baja que le permitió anotarse un “poroto”
–provisorio, es cierto, pero de claro efecto mediático– en una de sus promesas
electorales más incisivas. Más tarde, sobrevino el despido de Comey, el jefe
del FBI, que dio curso a una aguda crisis política.
Las oscilaciones son producto de que Trump es hijo
predilecto de una realidad particularmente preñada de dualismos. Desde la singularidad de la crisis económica, pasando
por la contradicción entre un alto y creciente desarrollo tecnológico y una
inversión esencialmente estancada en los principales centros capitalistas,
hasta las incertezas de una China en la que “lo nuevo no acaba de nacer y lo
viejo no termina de morir”. De algún modo, todas estas contradicciones tienen
su correlato en lo que podríamos llamar la “madre de todas las paradojas”: la
colisión entre tendencias nacionalistas insurgentes en un mundo en el que el
capital –tanto financiero como productivo– alcanzó en el curso de las últimas
décadas, un particularmente pronunciado nivel de internacionalización.
¿Es la economía…o es la política?
La pregunta es capciosa adrede y nos remitirá nuevamente al aún joven
gobierno Trump. Veamos.
El FMI está transitando un momento
optimista porque en su reciente informe sobre Perspectivas de la Economía
Mundial consiguió anunciar por primera vez en 6 años –tal como observa Michael
Roberts– una revisión al alza. El progreso es sorprendentemente modesto,
elevando la proyección del crecimiento mundial para 2017 desde el 3,4% de la
anterior previsión hasta el 3,5% de la reciente. Cuestión que coloca el
pronóstico para este año apenas unas décimas por encima del crecimiento del
3,1% registrado en 2016 y mantiene estable un –difícilmente previsible– 3,6%
para 2018. Según el organismo, la actividad económica está repuntando mientras
la inversión, la manufactura y el comercio internacional, transitarían una
“recuperación cíclica largamente esperada”. Los portavoces del FMI son, no
obstante, extremadamente cautos y advierten que la corrección al alza sigue
siendo pequeña mientras las tasas del crecimiento potencial a más largo plazo
continúan por debajo de las registradas en las últimas décadas a nivel mundial,
especialmente en las economías avanzadas. A la vez alertan sobre la
persistencia de problemas estructurales como el bajo crecimiento de la
productividad y la aguda desigualdad del ingreso, así como de los riesgos
financieros que conlleva el anclaje del crecimiento chino en el incremento del
crédito interno.
Con respecto a los principales “datos duros” –que en términos generales
lucen escasos– e intentando otorgar alguna jerarquía a lo que FMI presenta
caóticamente, se tiene: el crecimiento de la economía china no perdió
impulso alentado por la continuidad de las políticas de estímulo fiscal; el
precio de las materias primas repuntó –incluyendo el petróleo– dejando atrás
los mínimos registrados en 2016 y aliviando parcialmente las presiones
deflacionarias; la inversión en infraestructura e inmuebles en el Gigante
Asiático, volvió a ser causa explicativa de un suave progreso de la inversión
internacional y el nivel de actividad mejoró en Japón y algunos países
europeos.
Pero lo interesante y particularmente novedoso se verifica en dos factores
que, hilando un poco más fino, se vuelven uno. Por un lado el gobierno Trump y
la promesa de una política fiscal expansiva en Estados Unidos –para el que el
FMI proyecta un crecimiento de apenas un 2,3% este año y 2,6% en 2018–
representan un factor “estrella” de la mejora en la previsión. Alcanzaron tal
magnitud las “expectativas” en la “conciencia económica” que se registra una
relativa bifurcación entre lo “esperado” y la “economía real” o entre “datos
blandos” y “datos duros”. Así el denominado “Trump rally” –como se denomina al
alza bursátil que sufrió su primera herida de importancia con la convulsión del
nuevo capítulo del “rusiagate”– tiene poca o ninguna relación con el reciente y
peor desempeño trimestral de la economía norteamericana durante los últimos
tres años. En principio Trump es un
maestro en el affaire de las expectativas y al menos insinúa contar con mejores
cartas que las que tenía Janet Yellen –bajo un “reinado” convencional– para
jugar este juego de lo que hace tiempo llamamos videoeconomía.
Pero sorprendentemente y por otra parte, parece que la “noticia buena” y
“la mala” son la misma o dicho de otro modo, Trump –en tanto símbolo– parece reunir en su persona la única esperanza
y el mayor flagelo. Porque –y siempre según el Fondo– la incipiente
recuperación resulta vulnerable a una variedad de riesgos a la baja entre los
que en particular destaca la probabilidad de “un giro hacia el proteccionismo
que haga estallar una guerra comercial”. Riesgo que –siempre según el FMI–
proviene fundamentalmente de las economías avanzadas en las que se observan
varios factores que generaron “respaldo a políticas capaces de socavar las
relaciones comerciales internacionales y, a nivel más general, la cooperación
multilateral” –asunto y contradicción que, dicho sea de paso, analizamos hace
un tiempo en Donald Trump: una movida de
la Fed, la furia, el capital global y el Gigante Asiático.
Pero entonces… ¿la economía o la política? El FMI centra sus temores –casi a modo de manifiesto
programático– en la probabilidad de que acontecimientos políticos –como el
gobierno Trump o el Brexit y demás fuerzas, en particular europeas– acaben
dando por tierra con los débiles indicadores de lo que podría resultar una
“recuperación cíclica” y de paso se lleven puesta la esencia de su negocio, es
decir, el comercio mundial “global”. Pero
el FMI gusta separar la economía de la política. De modo que en el relato
aparece una economía que puja por renacer de las cenizas, amenazada por fuerzas
oscuras provenientes del respaldo a cierta política. Pero las cosas son más
complejas.
Hemos señalado reiteradas veces la posibilidad de que la traducción
política de las consecuencias derivadas de la crisis que comenzó en 2008
pudiera actuar como factor desestabilizador antes que la economía misma. Pero esto
es una cuestión muy distinta a suponer una crisis económica en vías de
resolución amenazada por la “pura” política. Economía y política no transitan
andariveles separados, las fuerzas a las que el FMI quiere exorcizar
representan en realidad la traducción política de una crisis económica cuya
síntesis entre inicio, desarrollo y dinámica, alcanzó una fisonomía muy
particular. Es el estado actual de aquella fisonomía novedosa en términos
históricos, la que en gran parte marcará la impronta del período próximo.
La crisis de los múltiples rostros
La convulsión de 2007/8 y sus derivaciones, resulta en sí misma una
singularidad que puede diseccionarse en diversas imágenes que recuerdan al
“Dios de los muchos rostros” de Game of
Thrones. Como es sabido, la amenaza de catástrofe inicial –que se temía
incluso más aguda que aquella de la década del ‘30– fue disipada por la acción
de los principales Estados. Pero el desvío redundó en cerca de diez años –por
ahora– de un crecimiento económico extremadamente débil como promedio mundial,
focalizado en los países centrales. Las aristas de esta bipolaridad son
múltiples.
Una primera cara muestra que el
salvataje a bancos y grandes empresas coexiste con el empeoramiento progresivo
de las condiciones de existencia de amplias franjas de la población.
Incluyendo tanto extensas legiones de trabajadores como fracciones
marginalizadas del capital representadas por pequeñas y medianas empresas,
especializadas en el mercado interno. Esta primera imagen se plasma en el
ascenso de los movimientos políticos “populistas” a derecha e izquierda, en el
rechazo a la “globalización” y la defensa del “interés nacional” que tuvieron
por ahora sus máximos exponentes en la gestión Trump en Estados Unidos y Teresa
May en Reino Unido, encargada de administrar el Brexit.
Una segunda cara expone que amén del rescate de las “élites económicas” el proceso de internacionalización
financiera y productiva –la mayor “empresa” del capital durante los últimos 40
años–, sufre una pérdida de dinamismo. Aspecto que se expresa
fundamentalmente en un débil incremento de la inversión –en particular en los
países centrales– y en una clara disminución del ritmo de crecimiento del
comercio internacional –asociado frecuentemente a aquella baja inversión. Este
segundo rostro muestra lo que autores como Lawrence Summers denominaron
“estancamiento secular”. Es decir que desde el pos 2008/9, las políticas
monetarias expansivas –o sea, las burbujas crediticias que alcanzaron
magnitudes y lapsos inusitados– no consiguen estimular inversión y consumo de
un modo suficiente como para sacar a la economía del estancamiento, ni siquiera
en los niveles moderados –disímiles, es cierto– alcanzados en los episodios de
los años ‘90 o los ‘2000. Aunque no sea este el lugar para desarrollar el
asunto vale la pena remarcar que de este cuadro nace también la
contradicción entre el extraordinario desarrollo tecnológico y sus
posibilidades inmediatas de aplicación a gran escala, problema cuyo síntoma
se manifiesta en el lento incremento de la productividad en los países
centrales. Venimos abordando el tema en la serie sobre tecnología y robótica
publicada desde esta columna.
En una tercera cara se observa que si
el comercio internacional perdió fuerza, aún está lejos de hallarse dislocado,
tampoco se perciben quiebras masivas de empresas, ni un crecimiento agudo de la
desocupación en los países centrales, más allá de los niveles heredados de los
años particularmente críticos. Esta tercera imagen muestra que si la
“empresa” con la que el capital se sobrepuso a la crisis de los años ’70 está
en aprietos, aún no está quebrada y no existe –al menos por el momento–
“emprendimiento” de reemplazo que, en términos de la “economía real”, genere
expectativas superiores a un incremento de 0,01 puntos porcentuales de
crecimiento global. La ausencia de catástrofe económica traducida en una
“empresa neoliberal” en estado crítico pero aún no arruinada, contribuye a
explicar las oscilaciones de Trump y su –por ahora débil– política comercial,
la derrota de la derecha “populista” en Holanda y de Marine Le Pen en Francia.
Aunque la profundidad, persistencia, estancamiento y desencanto que genera esta
misma crisis, explica también la pérdida de hegemonía de las “élites políticas”
tradicionales, la imposibilidad de que la de Trump devenga una administración
tradicional, el sideral ascenso del lepenismo en Francia o el triunfo de un
personaje como Macron, “escoltado” por un 25% de abstención. Aunque con un
estilo más refinado y dialéctico, también Martin Wolf apela al recurso de
separar el “momento de la economía” del “momento de la política”. Sin embargo
refiriéndose a la débil posición de Macrón, sintetiza bastante bien que “su
dificultad es que la situación económica de Francia no es lo suficientemente
mala como para persuadir a un público cínico de tolerar cambios decisivos”.
Pero también puede visualizarse una cuarta cara y es la que expresa los
límites de las complejas relaciones
entre Estados Unidos y China que constituyeron la esencia del equilibrio
durante los años ‘2000 así como de su restauración relativa en el período pos
2008/9. Si China resultó un destino privilegiado del capital sobrante
–norteamericano en particular– aliviando la escasez de inversión en el centro,
la “cooperación” profundizó sus grietas hacia 2014. La imposibilidad de mantener el modelo exportador, la sobreacumulación
de capitales y las tensiones financieras internas, aceleraron las tendencias
nacionalistas del Gigante Asiático. El encumbramiento de un líder fuerte
como Xi Jinping y su intención de perpetuarse en el poder expresan la
agudización de dichas tendencias basadas en que –como señalamos en múltiples
oportunidades– China intenta abandonar
su rol receptor de capitales para convertirse en un competidor mundial por los
espacios de acumulación. Pero se trata de un proceso lento, complejo y de final
abierto. Por sólo considerar la arista económica del asunto, China avanza a
velocidad en robótica, impresiones 3D, manufactura inteligente, equipo médico y
cibernética. El volumen de inversiones de China en Estados Unidos superó al
de Estados Unidos en China durante el año 2015 y el país gestiona
iniciativas de gran envergadura para acelerar la exportación de capitales.
Entre las más importantes se encuentran el Banco
Asiático de Inversión en Infraestructura y La Ruta de la Seda conocido también como “One Belt, One Road” -“un cinturón, una carretera”. Pero a la vez e
incluso cuando se incorporó recientemente a la lista de las principales
economías innovadoras del mundo, todavía ocupa el puesto número 25 del elenco
encabezado por Suiza, Suecia, Reino Unido y Estados Unidos. La combinación
entre el agotamiento de su lugar de “taller del mundo” y la lentitud en la
ardua tarea de transformarse en algo más que la segunda economía por PBI, está
generando tensiones internas y hay quienes hablan de “The end of the chinese dream”. Por otra parte el acelerado
incremento del endeudamiento interno representa una evidente fuente de
tensiones para el Gigante Asiático y para el mundo.
El lugar de “guardián de una
economía global abierta” que Xi agitó contra el “America First” de Trump, es un
juego retórico. La verdadera
intención de Xi es “Make China great again” que entre otros muchos asuntos
precisa transformar al yuan en una moneda verdaderamente internacional,
cuestión que es a la vez una necesidad y una fuente de vulnerabilidad. Esa
imposibilidad de continuar siendo lo que era sin conseguir aún transformarse en
algo nuevo, dice mucho del lugar del Estado chino en la arena internacional. Se
trata de otro factor de alto calibre que de manera –hay que remarcarlo–
particularmente lenta y contradictoria, también limita la continuidad
conservadora de las políticas norteamericanas de los últimos años. El
nacionalismo por ahora timorato que encarna Trump es también una consecuencia
–en parte defensiva– de un nacionalismo aún débil e indeciso que se hace sentir
desde el otro lado del Pacífico.
La madre de todas las paradojas
Sin duda la colisión entre
nacionalismo y globalización constituye una de las grandes cuestiones del
momento y las conjeturas abundan. En mi opinión la dicotomía –y su posible
devenir– debe ser interpretada observando tanto la compleja relación entre
economía y política como aquellos “muchos
rostros” de la crisis. Sin pretender desarrollar este ciclópeo asunto aquí,
dejaremos planteadas algunas primeras reflexiones.
En primer lugar es preciso aclarar que el concepto “globalización” es lo suficientemente
difuso como para admitir acepciones incluso contradictorias. Apelamos a él
a falta de expresión mejor para dar cuenta del contundente proceso de internacionalización financiera y en particular
productiva del capital durante las últimas décadas al calor del desarrollo de
aquello que se conoce como “neoliberalismo”. Cabe aclarar que si por un
lado y en términos abstractos el proceso de internacionalización no tiene
nada de novedoso como parte inseparable del movimiento histórico del capital,
por el otro y en términos concretos, no existen antecedentes del entramado casi
ininteligible de asociaciones de capitales y formación internacional de cadenas
de valor tal como se presenta en la actualidad. Sin embargo y a pesar de esta
reconfiguración, en modo alguno se ha perdido la base nacional de aquellos
capitales invertidos transnacionalmente para los cuales el poder del Estado
representa el vehículo garante de sus ganancias y ventajas externas –e internas.
Cuestión que queda patentada de manera prístina en cada uno de los acuerdos y
tratados comerciales. No por casualidad aquellos pactos se volvieron el objeto
de furia de amplias mayorías perdedoras del proceso globalizador.
En este contexto surgen al menos dos cuestiones fundamentales. La primera
de ellas está asociada a la necesidad del capital más concentrado de
salvaguardar el poder del Estado para lo cual el consenso resulta un factor de
primer orden. Y, tal como señala David Harvey en Diecisiete contradicciones y el fin del capitalismo, la
construcción del consenso implica el cultivo del nacionalismo.
No es casual que hasta los más
fanáticos globalistas machaquen desde hace tiempo sobre la necesidad de frenar
el proceso globalizador al que consideran de algún modo “sitiado” por la
política. Las negociaciones de
Trump –bastante pobres por el momento–- con Carrier, Ford e incluso la promesa
de Apple de aportar 1.000 millones de dólares para crear puestos de trabajo
manufactureros en Estados Unidos, constituyen ensayos de una respuesta muy
limitada a este asunto. En el mismo sentido operan medidas como los aranceles a
las importaciones de madera y lácteos desde Canadá, como parte de la futura
renegociación del TLCAN. Se trata de demandas de los productores
norteamericanos que vienen desde los años ’80 en dos rubros que representan las
industrias más importantes de Wisconsin, uno de los estados soporte de Donald
Trump.
El segundo aspecto remite a los límites de aquel proteccionismo
esencialmente vinculado a las demandas de los “perdedores” de la globalización
pero en gran parte contradictorio con los intereses de los sectores más
concentrados e internacionalizados del capital. En principio esta oposición
se puso de manifiesto en el hecho de que el Tratado Transpacífico y el
Transatlántico –bocanadas de aire fresco de la cruzada globalizadora, como
señalamos en “Proteccionismo,
globalización y furia populista”– quedaron fuera de todo programa político
electoral que se pretendiera ganador. Pero si
los sectores económicos dominantes apoyaron mayoritariamente a Hillary en la
contienda electoral, tras el triunfo de Trump se observan realineamientos de
fracciones dispuestas a respaldar medidas de su conveniencia. Tras la
coalición “American Made” –que
liderada por un sector de transnacionales de alto poder económico como fabrica
su avión “estrella” Dreamline –una “oda a la globalización”– en 10 países
distintos y General Electric fue calificada por Fortune como la quinta empresa global a nivel internacional
contando –sólo en México– con 17 plantas manufactureras. El apoyo al Border Tax por parte de estas empresas
se sustenta en una demanda histórica de reducción de impuestos a las
exportaciones. Pero también la archi opositora Apple apuntala la reducción impositiva a las ganancias generadas en
el extranjero cuestión que –de hacerse efectiva– podría culminar en alguna
nueva burbuja bursátil.
Es bastante impensable Boeing, General Electric o Caterpillar, apoya el por
ahora desdibujado impuesto transfronterizo– se esconde el tipo de nacionalismo que estas empresas pueden alentar.
Boeing –la mayor firma exportadora de Estados Unidos–que la intención de estas
empresas consista en “retornar” a Estados Unidos. Con seguridad disputarán más
agresivamente sus intereses en el mundo en lo que podría resultar el impulso de
un tipo de “globalización” más unilateral. El dilema es que se enfrentan aquí
aspiraciones hasta cierto punto contradictorias bajo igual mote de
“nacionalismo”. El retorno del empleo y
el consumo a Estados Unidos, constituye la demanda principal de los
“perdedores” de la globalización y es el fundamento de su versión del
nacionalismo y sostén a Donald Trump.
Un reciente artículo de Foreing
Affairs nota que en la actualidad resulta particularmente complejo imaginar
las medidas proteccionistas que podrían ayudar a la “economía norteamericana”,
debido a que las empresas dedicadas al comercio internacional forman parte de
complejas cadenas de suministro mundiales. Cualquier restricción a las
importaciones que beneficie a determinados productores –agrega– perjudicaría a
las industrias que usan esos productos como insumos. Ejemplifica que si para
beneficiar a los productores internos un arancel aumenta el precio del acero,
afectará a la vez a consumidores de dicho insumo como John Deere y Caterpillar.
En un escenario de crecientes tensiones
geopolíticas y dado el lento aunque persistente declive de la hegemonía
norteamericana, es probable que esta contradicción profunda gobierne gran parte
del escenario en el período próximo.
Paula Bach
FUENTE ORIGINAL:
Las contradicciones del programa nacionalista de Donald Trump
Nota: Los subrayados y negrillas, así como las ilustraciones (excepto la del título) corresponden al editor del blog.
Nota: Los subrayados y negrillas, así como las ilustraciones (excepto la del título) corresponden al editor del blog.