Hans Horbiger
El Retorno de los Brujos
Los falsos profetas
El Retorno de los Brujos
Los falsos profetas
Nuestro espíritu se niega a admitir que la Alemania nazi encarnase los conceptos de una civilización sin relación alguna con la nuestra. Tenía que triunfar una de las dos visiones del hombre, del cielo y de la Tierra; la humanista o la mágica. No había coexistencia posible. Hubiese sido más fácil «civilizar» a un hechicero bantú que atraer a nuestro humanismo a Hitler, Horbiger o Haushoffer.—El frío —dijo Hitler— es cosa mía. ¡Atacad!Y así fue como todo el Cuerpo de ejército blindado que había vencido a Polonia en dieciocho días y a Francia en un mes, los ejércitos de Guderian, de Reinhardt y de Hoeppner, la formidable legión de conquistadores a los que Hitler llamaba sus Inmortales, tronchada por el viento, quemada por el hielo, empezó a disolverse en el desierto del frío, para que la mística fuese más verdadera que la tierra. Después de Stalingrado, Hitler deja de ser un profeta. Su religión se derrumba. En Stalingrado, no es el comunismo que triunfa sobre el fascismo, es nuestra civilización humanista la que detiene el empuje formidable de otra civilización, luciferina, mágica, no hecha para el hombre, sino para «algo que es más que un hombre». Es el hombrecillo del «mundo libre», el habitante de Moscú, de Boston, de Limoges o de Lieja, el hombrecillo positivo, racionalista, más moralista que religioso, desprovisto de sentido metafísico, poco aficionado a lo fantástico, quien va a aniquilar al Gran Ejército destinado a abrir camino al superhombre, al hombre-dios, dueño de los elementos, de los climas y de las estrellas. La resistencia desesperada, loca, catastrófica, de Hitler, en el momento en que, evidentemente, todo estaba perdido, sólo se explica por la espera del diluvio descrito por los horbigerianos, quedaba la posibilidad de provocar el juicio de los dioses.
*****
Horbiger tiene todavía un millón de discípulos. — La espera del Mesías. —
Hitler y el esoterismo en política. — La ciencia nórdica y el pensamiento
mágico. —Una civilización enteramente distinta de la nuestra. — Gurdjieff,
Horbiger, Hitler y el hombre responsable del Cosmos. — El ciclo del fuego. —
Habla Hitler. — El fondo del antisemitismo nazi. — Marcianos en Nuremberg. — El
antipacto. — El verano del cohete. — Stalingrado o la caída de los magos. — Oración
sobre el Elbruz. — El hombrecillo vencedor del super hombre. — Es el
hombrecillo quien abre las puertas del cielo. — El ocaso de los dioses. — La
inundación del Metro de Berlín y el Diluvio. — Muerte caricaturesca de los
profetas. — Coro de Shelley.
Los
ingenieros alemanes, cuyos trabajos marcan el origen de los cohetes que
lanzaron al cielo los primeros satélites artificiales, sufrieron un retraso en
la puesta a punto de las V-2, gracias a los propios jefes nazis. El general Walter
Dornberger dirigía las pruebas de Peenemünde, de donde salieron los ingenios
teledirigidos. Aquellas pruebas se
interrumpieron para someter los informes del general a los apóstoles de la
cosmogonía horbigeriana. Se trataba, ante todo, de saber cómo reaccionaría en
los espacios el «hielo eterno», y si la violación de la estratosfera no
desencadenaría algún desastre sobre la Tierra.
El Mayor General Dr. Walter Robert Dornberger, en una foto de posguerra
El general Dornberger explica, en sus Memorias, que los trabajos volvieron a interrumpirse otros dos meses, un poco más tarde. El Führer había soñado que las V-2 no funcionarían, o bien que el cielo tomaría venganza. Como este sueño se había producido durante un estado de trance particular, pesó más en la menté de los dirigentes que las opiniones de los técnicos. Detrás de la Alemania científica y organizada, velaba el espíritu de la antigua magia. Y este espíritu no ha muerto. En enero de 1958, el ingeniero sueco Robert Engstroem dirigió una Memoria a la Academia de Ciencias de Nueva York, poniendo en guardia a los Estados Unidos contra los experimentos astronáuticos. «Antes de proceder a tales experimentos, convendría estudiar de una manera nueva la mecánica celeste —declaraba. Y proseguía, en tono horbigeriano—: La explosión de una bomba "H" en la Luna podría provocar un espantoso diluvio sobre la Tierra.» En esta singular advertencia, volvemos a encontrar la idea paracientífica de los cambios de la gravitación lunar y la idea mística del castigo en un Universo donde todo resuena en todo. Estas ideas (que, por otra parte, no hay que rechazar enteramente si se quieren mantener abiertas todas las puertas del conocimiento) continúan ejerciendo, en su forma innata, una cierta fascinación. Después de una célebre encuesta, el americano Martin Gardner calculaba, en 1953, en más de un millón el número de discípulos de Horbiger en Alemania, Inglaterra y los Estados Unidos. En Londres, H. S. Bellamy persigue desde hace treinta años la implantación de una antropología que tiene en cuenta la caída de las tres primeras lunas y la existencia de gigantes en los períodos secundario y terciario. Después de la guerra, pidió autorización a los rusos para realizar una expedición al monte Ararat, donde contaba con descubrir el Arca de la Alianza. La agencia Tass publicó una negativa categórica y los soviets declararon fascista la actitud intelectual de Bellamy y estimaron que tales movimientos paracientíficos son aptos para «despertar fuerzas peligrosas». En Francia, M. Denis Saurat, universitario y poeta, se ha erigido en portavoz de Bellamy, y el éxito de la obra de Welikovsky ha demostrado que muchos espíritus permanecen sensibles a una concepción mágica del mundo. Ni que decir tiene que los intelectuales influidos por René Guénon y los discípulos de Gurdjieff se dan la mano con los horbigerianos.
En 1952, un escritor alemán, Elmar Brugg, publicó
un grueso volumen en honor del «padre del hielo eterno», de El Copérnico de
nuestro siglo xx. Escribió: «La teoría
del hielo eterno no constituye solamente una obra científica considerable. Es
una revelación de los lazos eternos e incorruptibles entre el Cosmos y todos
los acontecimientos de la Tierra. Ella enlaza los acontecimientos cósmicos con
los cataclismos atribuidos a los climas, con las enfermedades, las muertes, los
crímenes, y abre así unas puertas completamente nuevas al conocimiento de la
marcha de la Humanidad. El silencio de la ciencia clásica a su respecto, sólo
puede explicarse por la conspiración de los mediocres.»
El gran novelista austríaco Robert Musil, cuya
obra ha sido comparada a la de Proust y a la de Joyce (1) analizó perfectamente
el estado intelectual de Alemania en el
momento en que Horbiger se sintió iluminado y el cabo Hitler urdió el sueño de
redimir a su pueblo.
(1) L 'homme sans qualités, publicada en francés por Éditions du Seuil.
«Los representantes del espíritu —escribe— no estaban satisfechos... Sus pensamientos no descansaban jamás, porque se aferraban a esta parte irreductible de las cosas que vaga eternamente sin poder integrarse jamás en el orden. Por esto acabaron convenciéndose de que la época actual en que vivían estaba predestinada a la esterilidad intelectual, y de que sólo podían salvarla un acontecimiento o un hombre excepcionales. Entonces nació, entre los llamados "intelectuales", la afición a la palabra "redimir". Estaban persuadidos de que la vida se acabaría si no llegaba pronto un mesías. Según los casos, sería un mesías de la Medicina, que debía salvar el arte de Esculapio de las investigaciones de laboratorio durante las cuales los hombres sufren y mueren sin ser atendidos; o un mesías de la poesía, capaz de escribir un drama que atrajese a millones de hombres a los teatros y que fuese, empero, perfectamente original en su nobleza espiritual. Aparte de esta convicción de que no había una sola actividad humana que pudiese salvarse sin la intervención de un mesías particular, existía, naturalmente, el sueño fútil y absolutamente torpe de un mesías de la talla de los fuertes, que habría de redimirlo todo.»
El caso es que no aparecerá un
solo mesías, sino, permítaseme la expresión, una sociedad de mesías que tomará
a Hitler por jefe. Horbiger es uno de ellos, y su concepto paracientífico de
las leyes del Cosmos y de una historia épica de la Humanidad desempeñará un
papel determinante en la Alemania de los «redentores». La Humanidad viene de más
lejos y de más alto de lo que se cree, y le está reservado un prodigioso
destino. Hitler, en su constante
iluminación mística, tiene el convencimiento de que está allí para que se
cumpla aquel destino.
Su ambición y la misión de que se cree encargado
rebasan infinitamente el campo de la política y del patriotismo. «He tenido que servirme —dice— de la idea de nación por razones de
oportunidad, pero sabía ya que sólo podía tener un valor provisional... Llegará un día en que no quedará gran cosa,
ni siquiera en Alemania, de lo que llaman nacionalismo. Lo que habrá en el
mundo será una cofradía universal de dueños y de señores.» La política
no es más que la manifestación extrema, la aplicación práctica y momentánea de
una visión religiosa de las leyes de la vida sobre la Tierra y en el Cosmos.
Hay, para la Humanidad, un destino que no podrían concebir los hombres
corrientes y cuya visión no podrían soportar. Esto está reservado a algunos
iniciados. «La política —sigue
diciendo Hitler— no es más que la forma
práctica y fragmentaria de aquel destino.» Es el exoterismo de la doctrina,
con sus eslóganes, sus hechos sociales, sus guerras. Pero también hay un esoterismo.
Al apoyar a Horbiger, Hitler y sus amigos alientan una extraordinaria tentativa de reconstruir, partiendo de la ciencia o de una seudociencia, el espíritu de las edades antiguas, según el cual el hombre, la sociedad y el Universo obedecen a las mismas leyes, según el cual el movimiento de las almas y el de las estrellas tienen mutuas correspondencias. La lucha entre el hielo y el fuego, de la que nacieron, morirán y renacerán los planetas, se desarrolla también en el hombre mismo.
Elmar Brugg escribe, con gran precisión: «El Universo, para Horbiger, no es un
mecanismo muerto del que sólo una parte se deteriora poco a poco para sucumbir
al fin, sino un organismo vivo en el sentido más prodigioso de la palabra, un
ser vivo donde todo resuena en todo y que perpetúa, de generación en
generación, su fuerza ardiente.»
Es el fondo del pensamiento hitleriano, según observó muy bien Rauschning: «No se pueden comprender los planes políticos de Hitler si no se conocen sus segundas intenciones y su convicción de que el hombre está en relación mágica con el Universo.»
Esta convicción, que fue la de los sabios de los
siglos pasados, que rige la inteligencia de los pueblos que llamamos
«primitivos» y a la que subtiende la filosofía oriental, no se ha extinguido en
el Occidente de hoy, y aún es posible que la propia ciencia vuelva a prestarle,
de un modo inesperado cierto vigor. Mientras tanto, la encontramos en su estado
bruto, por ejemplo, en el judío ortodoxo Welikovsky, cuya obra Mundos en colisión alcanzó un éxito
mundial en los años 1956 y 1957. Para los fieles del hielo eterno, como para
Welikovsky, nuestros actos pueden tener resonancia en el Cosmos, y así pudo el
Sol inmovilizarse en el cielo en favor de Josué. Hitler tuvo sus razones para nombrar a su astrólogo particular
«plenipotenciario de las matemáticas, de la astronomía y de la física». En cierta medida, Horbiger y los
esoteristas nazis cambian los métodos y las direcciones mismas de la ciencia.
La hacen reconciliarse por la fuerza de la astrología tradicional. Todo cuanto
se haga después, en el plano de la técnica, en el inmenso esfuerzo de
consolidación material del Reich, podrá hacerse, aparentemente, al margen de
aquel espíritu: el impulso ha sido dado, y
hay una ciencia secreta, una magia, en la base de todas las ciencias. «Hay —decía Hitler— una ciencia nórdica y nacionalsocialista que se opone radicalmente a
la ciencia judeoliberal.»
Esta
«ciencia nórdica» es un esoterismo, o mejor aún, bebe en la fuente de lo que
constituye el fondo mismo de todo esoterismo. No fue por casualidad que se
reeditaron cuidadosamente en Alemania y en los países ocupados las Enéadas, de
Plotino. Durante la guerra, se leían las Enéadas en los grupitos de intelectuales
místicos proalemanes, al igual que a los hindúes, a Nietzsche y a los
tibetanos. Junto a cada línea de Plotino, junto a su definición de la astrología,
por ejemplo, podría colocarse una frase de Horbiger. Plotino habla de los lazos
naturales y sobrenaturales del hombre con el Cosmos, y de las partes del
Universo entre sí: «Este universo es un
animal único que contiene dentro de sí a todos los animales... Sin estar en
contacto, las cosas actúan y tienen necesariamente una acción a distancia... El
mundo es un animal único, y por esto es absolutamente necesario que esté de
acuerdo consigo mismo, no hay azar en su vida, sino una armonía y un orden únicos.»
Y en fin: «Los
acontecimientos de aquí abajo se producen de acuerdo con las cosas celestes.»
Más próximo a nosotros, William Blake, en su
iluminación poético- religiosa, ve el Universo entero contenido en un grano de
arena. Es la idea de la reversibilidad de lo infinitamente pequeño y de lo
infinitamente grande, y de la unidad del Universo en todas sus partes.
Según el Zohar: «Todo aquí abajo ocurre como en lo alto.»
Y Hermes Trismegisto: «Lo que está arriba es lo que está abajo.».
Y la antigua ley china: «Las estrellas en su curso combaten por el hombre justo.»
Nos hallamos aquí en la base misma del pensamiento hitleriano. Y entendemos que es lamentable que este pensamiento no haya sido hasta hoy analizado de esta forma. Todos se han contentado con hacer hincapié en sus aspectos exteriores, en sus fórmulas políticas, en sus formas exotéricas. Naturalmente, reconoceréis sin dificultad que no intentamos revalorizar el nazismo. Pero aquel pensamiento se inscribió en los hechos. Influyó en los acontecimientos. Y creemos que estos acontecimientos sólo pueden ser realmente comprensibles bajo aquella Luz. Siguen siendo horribles, pero, alumbrados de esta suerte, se convierten en algo distinto de los dolores infligidos a los hombres por unos seres locos y malvados. Dan una cierta amplitud a la Historia; vuelven a colocar a ésta a un nivel en que deja de ser absurda y merece ser vivida, incluso en el dolor: el nivel espiritual.
Queremos dar a entender que una civilización totalmente distinta de la nuestra apareció en Alemania y se mantuvo durante algunos años.
Y, bien pensado, no es inverosímil que una civilización tan profundamente extraña a nosotros pudiese arraigar en tan poco tiempo. Nuestra propia civilización humanista descansa en un misterio. El misterio es que todas las ideas, en nosotros, coexisten, y que el conocimiento aportado por una idea acaba por aprovechar a la idea contraria. Es más, en nuestra civilización, todo contribuye a hacer comprender al espíritu que el espíritu no lo es todo. Una conspiración inconsciente de las fuerzas materiales reduce los riesgos, mantiene al espíritu en los límites en que, sin estar excluido el orgullo, la ambición aparece un tanto moderada por un poco de «¡y para qué!». Como dijo muy bien Musil: «Bastaría con que se tomase realmente en serio una cualquiera de las ideas que influyen en nuestra vida, de tal suerte que no subsistiera absolutamente nada de su contraria, para que nuestra civilización dejara de ser nuestra civilización.» Esto fue lo que ocurrió en Alemania, al menos en las altas esferas dirigentes del socialismo mágico.
Estamos en relación mágica con
el Universo, pero lo hemos olvidado. La próxima mutación de la raza humana
creará seres conscientes de esta relación, hombres-dioses. Y esta mutación hace
sentir ya sus efectos en ciertas almas mesiánicas que se entroncan con un
remoto pasado y se acuerdan del tiempo en que los gigantes influían en el curso
de los astros.
Como ya hemos visto, Horbiger y sus discípulos
imaginan épocas de apogeo de la Humanidad: las épocas de luna baja, a fines del
secundario y a fines del terciario.
Cuando el satélite amenaza con
caer sobre la Tierra, cuando rueda a poca distancia del Globo, los seres vivos
están en la cima de su poderío vital y sin duda de su poderío espiritual. El
rey gigante, el hombre-dios, capta y orienta las fuerzas psíquicas de la
comunidad. Y dirige el haz de radiaciones de suerte que se mantenga el curso de
los astros y se retrase la catástrofe. Ésta es
la función primordial del gigante mago. En cierta medida, mantiene en su
sitio el sistema solar. Gobierna una
especie de central de energía psíquica, y en ello está su realeza. Esta
energía participa de la energía cósmica. Así, el calendario monumental de
Tiahuanaco, erigido durante la civilización de los gigantes, no había sido
construido para registrar el tiempo y los movimientos de los astros, sino para
crear el tiempo y mantener estos movimientos. Se trata de prolongar hasta el
máximo el período en que la Luna permanece a unos cuantos radios terrestres del
Globo, y cabe en lo posible que toda la actividad de los hombres, bajo la
dirección de los gigantes, se redujese a la concentración de la energía psíquica,
a fin de conservar la armonía de las cosas terrestres y celestes. Las
sociedades humanas, impulsadas por los gigantes, son una especie de dínamos. En
éstas se producen fuerzas que desempeñan un papel en el equilibrio de las
fuerzas universales. El hombre, y en
especial el gigante, el hombre-dios, es responsable del Cosmos entero.
George Gurdjieff
Hay un parecido singular entre este punto de
vista y el de Gurdjieff. Sabido es que el célebre taumaturgo pretendía haber
aprendido, en los centros de iniciación de Oriente, cierto número de secretos
sobre los orígenes de nuestro mundo y sobre las altas civilizaciones
extinguidas hace centenares de años. En su famosa obra All and Everything, y empleando las imágenes a que era tan
aficionado, escribe:
«Esta Comisión (de los ángeles arquitectos creadores del sistema solar), después de calcular todos los hechos conocidos, llegó a la conclusión de que, aunque los fragmentos proyectados lejos del planeta Tierra podían mantenerse algún tiempo en su posición actual, sin embargo, en el futuro, y a causa de lo que se llama movimientos tastartoonarianos, tales fragmentos satélites podrían abandonar su posición y producir un gran número de calamidades irreparables. Por esto, los altos comisarios decidieron tomar medidas para evitar esta eventualidad. Y el medio más eficaz, pensaron, era que el planeta Tierra enviase constantemente a sus fragmentos satélites, para mantenerlos en su sitio, las vibraciones sagradas llamadas askokinns.»
Los hombres están, pues,
dotados de un órgano especial, emisor de fuerzas psíquicas destinadas a mantener
el equilibrio del Cosmos. Es lo que llamamos vagamente el alma, y todas
nuestras religiones no serían más que el recuerdo adulterado de esta función
primordial: participar en el equilibrio de las energías cósmicas.
«En la
primitiva América —recuerda Denis Saurat—, los grandes iniciados realizaban una ceremonia sagrada con raquetas y
pelotas: las pelotas trazaban en el aire el curso de los astros en el cielo. Si
uno, por torpeza, dejaba caer o perdía la pelota, era causa de catástrofes
astronómicas: entonces lo mataban y le arrancaban el corazón.»
El
recuerdo de esta función primordial se pierde en leyendas y supersticiones, desde el Faraón que,
por su mágico poder, hace subir las aguas del Nilo todos los años, hasta los
rezos del Occidente pagano para desviar los vientos o hacer cesar el granizo y
las prácticas de hechicería de los brujos polinesios para provocar la lluvia. El origen de toda religión elevada estaría
en esta necesidad, conocida por los hombres de las edades remotas y por sus
reyes gigantes: mantener lo que Gurdjieff llama «movimiento cósmico de armonía
general».
En la
Tierra existen ciclos en la lucha entre el hielo y e! fuego, que es la clave de
la vida universal. Horbiger afirma
que, cada seis mil años, sufrimos una ofensiva del hielo. Se producen diluvios
y grandes catástrofes. Pero, en el seno de la Humanidad, se produce cada
setecientos años una embestida de fuego. Es decir, cada setecientos años, el hombre recobra la conciencia de su
responsabilidad en la lucha cósmica. Vuelve a ser religioso, en el sentido
pleno de la palabra. Reanuda su contacto con las inteligencias extinguidas hace
largo tiempo. Se prepara para las
mutaciones futuras. Su alma adquiere las dimensiones del Cosmos. Recobra el
sentido de la epopeya universal. De nuevo es
capaz de distinguir entre lo que viene del hombre-dios y lo que viene del
hombre-esclavo, y de arrojar de la
Humanidad lo que pertenece a las especies condenadas. Vuelve a ser implacable y flamígero. Vuelve a ser fiel a la función
hacia la cual lo elevaron los gigantes.
No hemos logrado comprender cómo justificaba
Horbiger estos ciclos, cómo adoptaba esta afirmación al conjunto de su sistema.
Pero Horbiger declaraba, igual que
Hitler, que la preocupación de la coherencia es un vicio mortal. Lo que
cuenta es lo que provoca el movimiento. El crimen es también movimiento: el
crimen contra el espíritu es beneficioso. En fin, Horbiger había tenido
conocimiento de esos ciclos por inspiración. Esto le daba más autoridad que el
razonamiento. La última embestida del fuego había coincidido con la aparición
de los caballeros teutónicos. Ahora estábamos en una nueva embestida que
coincidía con la fundación de «El Orden Negro» nazi.
Rauschning, que se azoraba porque no poseía la
clave del pensamiento del Führer y seguía siendo un buen aristócrata humanista,
destacaba las frases que Hitler se permitía a veces pronunciar en su presencia:
Constantemente introducía entre sus frases el
tema de lo que él llamaba el «giro decisivo del mundo», o la bisagra del
tiempo. Habría una conmoción en el planeta, que nosotros, los no iniciados, no
podíamos comprender en toda su amplitud (1)
(1) «La especie humana —decía— sufría desde su origen una prodigiosa experiencia cíclica. De un milenio a otro, pasaba por pruebas de perfeccionamiento. El período solar del hombre tocaba a su término: ya se podían descubrir las primeras muestras del superhombre. Se anunciaba una nueva especie, que expulsaría a la antigua Humanidad. De la misma manera que, según la inmortal sabiduría de los antiguos pueblos nórdicos, el mundo debía rejuvenecerse continuamente por el derrumbamiento de las edades anticuadas y el ocaso de los dioses; de la misma manera que los solsticios eran, en las viejas mitologías, el símbolo del ritmo vital, que no sigue la línea recta y continua, sino la espiral, así la Humanidad progresaba por una especie de saltos y revueltas. La cuarta luna se acercará a la Tierra, se alterará la gravitación. Subirán las aguas y los seres pasarán por un período de gigantismo. La acción más fuerte de los rayos cósmicos producirá mutaciones. El mundo entrará en una nueva fase atlántida.
Hitler hablaba como un vidente. Se había construido una mística biológica, o, si se prefiere, una biología mística, que era la base de sus inspiraciones. Se había fabricado una terminología personal. «La falsa ruta del espíritu» era el abandono por el hombre de su vocación divina. Tomaba como fin de la evolución humana la adquisición de la «visión mágica». Creía hallarse ya en los umbrales de este saber mágico, fuente de los éxitos presentes y futuros. Un profesor coetáneo, de Munich (2), había escrito, además de un cierto número de obras científicas, algunos ensayos bastante extraños sobre el mundo primitivo, la formación de las leyendas, la interpretación de los sueños en los pueblos de las primeras edades, así como sobre sus conocimientos intuitivos y una parte de poder trascendental que habrían utilizado para modificar las leyes de la Naturaleza. Se hablaba también, en aquella hojarasca del ojo del Cíclope, del ojo frontal que se había atrofiado enseguida para formar la glándula pineal.
Tales ideas fascinaban a Hitler. Le gustaba sumergirse en ellas. Sólo por la acción de fuerzas ocultas podía explicarse la maravilla de su propio destino. Atribuía a estas fuerzas su vocación sobrehumana de anunciar a la Humanidad el nuevo evangelio.
(2) No era de Munich, sino austríaco: se trata de Horbiger del cual Rauschning habla de oídas.
»Cuando Hitler se dirigía a mí—prosigue Rauschning—, intentaba explicar su vocación de anunciador de una nueva Humanidad en términos racionales y concretos. Decía: »"La creación no ha terminado. El hombre llega claramente a una fase de metamorfosis. La antigua especie humana ha entrado ya en el estadio del agotamiento. La Humanidad sube un escalón cada setecientos años, y lo que se juega en esta lucha, a plazo más largo, es el advenimiento de los Hijos de Dios. Toda la fuerza creadora se concentrará en una nueva especie. Las dos variedades evolucionarán rápidamente en sentido divergente. Una de ellas desaparecerá, y la otra florecerá. Será infinitamente superior al hombre actual... ¿Comprende ahora el sentido profundo de nuestro movimiento nacionalsocialista? El que sólo comprende el nacionalsocialismo como movimiento político, no sabe gran cosa de él..."» (1)
(1) Período bajo la influencia del Sol. Los períodos de elevación están bajo la influencia de la Luna, cuando el satélite se acerca a la Tierra.
Hermann Rauchning
Rauchning, lo mismo que los demás observadores, no enlazó la doctrina racial con el sistema general de Horbiger. Sin embargo, el nexo existe, en cierto modo. Tal doctrina forma parte del esoterismo nazi; del que vamos a considerar seguidamente otros aspectos. Había un racismo de propaganda: es el que han descrito los historiadores y han condenado justamente los tribunales, interpretando la conciencia popular. Pero había otro racismo, más profundo y sin duda más horrible. Éste quedó fuera del alcance del entendimiento de los historiadores y de los pueblos; no podía existir un lenguaje común entre estos racistas, de una parte, y sus víctimas y sus jueces de otra.
En el período terrestre y cósmico en que nos
hallamos, esperando el nuevo ciclo que determinará en la Tierra nuevas
mutaciones, una nueva clasificación de las especies y el retorno al gigante
mago, al hombre-dios, en este período, decimos, coexisten en el Globo especies
procedentes de diversas fases del secundario, del terciario y del cuaternario.
Ha habido fases de ascenso y fases de derrumbamiento. Ciertas especies
muestran las señales de la degeneración; otras, son anuncio del futuro y llevan
los gérmenes del porvenir. El hombre no es uno. Y así, los hombres no son
descendientes de los gigantes, sino que aparecieron después de los gigantes.
Fueron creados a su vez por mutación. Pero, ni siquiera esta Humanidad media
pertenece a una sola especie. Hay una
Humanidad verdadera, llamada a conocer el próximo ciclo, dotada de
los órganos psíquicos necesarios para desempeñar un papel en el equilibrio de
las fuerzas cósmicas y destinadas a la epopeya, bajo la dirección de los Superiores Desconocidos venideros. Y hay otra humanidad, que no era más
que una aparición de tal, que no merece
este nombre, y que, sin duda, apareció en el Globo en las épocas bajas y
oscuras en que, a causa de la caída del satélite, inmensas regiones del mundo
quedaron convertidas en cenagales desiertos. Indudablemente fue creada junto
con los seres reptantes y odiosos, manifestaciones
de una vida fracasada. Los gitanos, los negros y los judíos no son
hombres, en el sentido real de la palabra. Nacidos después del hundimiento
de la luna terciaria, por brusca mutación, como por un desgraciado tartamudeo
de la fuerza vital castigada, estas criaturas «modernas» (y especialmente
los judíos) imitan al hombre y le envidian, pero no pertenecen a la especie.
«Están tan alejados de nosotros como las
especies animales de la especie humana verdadera», dice literalmente Hitler
a Rauschning, que descubre en el Führer una visión todavía más delirante que en
Rosenberg y demás teóricos del racismo. «Y
no es —precisa Hitler— que llame
animal al judío. Este está mucho más alejado del animal que nosotros.»
Exterminarlo no es un crimen de lesa humanidad, puesto que no forma parte de la
Humanidad. «Es un ser extraño al orden
natural.»
Por esto algunas sesiones del proceso de Nurenberg carecían de sentido.
Los jueces no podían sostener ninguna clase de diálogo con los responsables, que, por otra parte, habían desaparecido en su mayoría, dejando sólo a los ejecutores en el banquillo. Se enfrentaban dos mundos, sin posible comunicación. Igual habría sido juzgar a unos marcianos en el plano de la civilización humanista. Porque eran marcianos. Pertenecían a un mundo separado del nuestro, del que conocemos desde hace seis o siete siglos. En unos años y sin que nos diésemos cuenta, se había establecido en Alemania una civilización completamente distinta de lo que hemos convenido en llamar civilización. Sus iniciadores no tenían en el fondo la menor comunicación intelectual, moral o espiritual con nosotros. A despecho de las formas externas, nos eran tan extraños como los salvajes de Australia. Los jueces de Nurenberg se esforzaban en disimular que tropezaban con esta turbadora realidad. En cierto modo, se trataba, en efecto, de correr un velo sobre la realidad, a fin de hacerla desaparecer como en un truco de prestidigitación. Se trataba de defender la idea de la permanencia y la universalidad de la civilización humanista y cartesiana, y era preciso integrar a los acusados en el sistema, de grado o por fuerza. Era necesario. Se jugaba el equilibrio de la conciencia occidental, y queremos dejar bien sentado que no negamos que la empresa de Nurenberg fue beneficiosa. Pensamos simplemente que allí se enterró lo fantástico. Pero bien estaba enterrado, a fin de evitar que docenas de millones de almas se contagiaran. Nosotros sólo excavamos para algunos aficionados, apercibidos y provistos de máscara.
Nuestro espíritu se niega a admitir que la Alemania nazi encarnase los conceptos de una civilización sin relación alguna con la nuestra. Sin embargo, esto, y sólo esto, justifica la pasada guerra, una de las pocas de la Historia conocida en que se jugaba algo realmente esencial. Tenía que triunfar una de las dos visiones del hombre, del cielo y de la Tierra; la humanista o la mágica. No había coexistencia posible, mientras podemos imaginarla de buen grado entre el liberalismo y el marxismo, pues ambos descansan en el mismo suelo y pertenecen al mismo Universo. El Universo de Copérnico no es el de Plotino; ambos se oponen fundamentalmente, y esto es no sólo cierto en el terreno de la teoría, sino también en el de la vida social, política, espiritual, intelectual y pasional.
El motivo de que nos cueste admitir esta visión
extraña de otra civilización establecida en un abrir y cerrar de ojos allende
el Rin, es que conservamos una idea infantil de la distinción entre el
«civilizado» y el que no lo es. Para ver esta distinción necesitamos cascos de
plumas, tam-tams y chozas de paja. Ahora
bien, hubiese sido más fácil «civilizar» a un hechicero bantú que atraer a
nuestro humanismo a Hitler, Horbiger o Haushoffer. Pero la técnica alemana, la ciencia alemana, la organización alemana,
comparables, si no superiores a las nuestras, nos ocultaban este punto de
vista. La novedad formidable de la Alemania nazi fue que al pensamiento mágico
se añadió la ciencia y la técnica. Los intelectuales detractores de nuestra
civilización, vueltos al espíritu de las edades antiguas, han sido siempre
enemigos del progreso técnico. Ejemplo: René Guénon, Gurdjieff o los innumerables
hinduistas. En cambio, el nazismo constituyó el momento en que el espíritu
de la magia asió las palancas del progreso material. Lenin decía que el
comunismo era el socialismo más la electricidad. En cierto modo, el hitlerismo
era el guenonismo más las Divisiones blindadas.
Uno de los más bellos poemas de nuestra época
lleva por título Crónicas marcianas.
Su autor es un americano de unos treinta años, cristiano a la manera de
Bernanos, temeroso de una civilización de autómatas; un hombre lleno de cólera
y de caridad. Se llama Ray Bradbury.
No es, como se creen en Francia, un autor de ciencia ficción, sino un artista
religioso. Se vale de los temas de la imaginación más moderna, pero si pinta
viajes en el futuro, es para describir el hombre interior y su creciente
inquietud.
En el comienzo de las Crónicas marcianas, los hombres se disponen a lanzar el primer gran
cohete interplanetario. Llegará a Marte y establecerá contactos, por primera
vez, con otras inteligencias. Estamos en enero de 1999:
«Un momento antes, era invierno en Ohio; las puertas y las ventanas estaban cerradas, los cristales cubiertos de escarcha y los tejados orlados de estalactitas... Después, una prolongada ola de calor barrió la pequeña ciudad. Una corriente de aire cálido, como si acabasen de abrir la puerta de un horno. El soplo caliente pasó sobre las casas, los árboles, los niños. Los carámbanos se desprendieron, se rompieron y empezaron a fundirse... El verano del cohete. La noticia corría de boca en boca en las grandes casas abiertas. El verano del cohete. El hábito ardoroso del desierto disolvía en las ventanas los arabescos de hielo... La nieve que caía del cielo frío sobre la ciudad se transformaba en lluvia caliente antes de llegar al suelo. El verano del cohete. Desde el umbral de sus puertas de marcos chorreantes, los moradores contemplaban como el cielo enrojecía...»
Lo que más tarde sucede a los hombres, en el
poema de Bradbury, es triste y doloroso, porque el autor no cree que el
progreso de las almas pueda estar ligado al progreso de las cosas. Pero a guisa
de prólogo, describe este «verano del cohete» cargando el acento sobre un
arquetipo del pensamiento humano: la promesa de una eterna primavera sobre la
Tierra. En el momento en que el hombre toca la mecánica celeste e introduce en
ella un motor nuevo, se producen grandes cambios aquí abajo. Todo repercute en
todo. En los espacios interplanetarios, donde se manifiesta desde ahora la
inteligencia humana, se producen reacciones en cadena que tienen su repercusión en el Globo,
cuya temperatura se modifica. En el momento en que el hombre conquista, no sólo
el cielo, sino «lo que está más allá del cielo»; en el momento en que se opera
una gran revolución material y espiritual en el Universo; en el momento en que
la civilización deja de ser humana para convertirse en cósmica, la Tierra
recibe una especie de recompensa inmediata. Los elementos dejan de abrumar al
hombre. Una eterna suavidad, un eterno calor envuelve el Globo. El hielo, signo
de muerte, está vencido. El frío retrocede. Se mantendrá la promesa de una
eterna primavera, si la Humanidad cumple su misión divina. Si se integra en el
Todo universal, la Tierra eternamente tibia y florida será su recompensa. Los
poderes del frío, que son los poderes de la soledad y de lo caduco, serán vencidos
por el poder del fuego.
Otro arquetipo es el que asimila el fuego a la energía espiritual. Quien posee esta energía, posee el fuego. Por extraño que parezca, Hitler estaba persuadido de que, por dondequiera que él avanzara, retrocedería el frío.
Esta convicción mística explica en parte su manera de conducir la campaña de Rusia.
Los horbigerianos, que alardeaban de prever el tiempo en todo el planeta, con meses e incluso años de antelación, habían anunciado un invierno relativamente benigno. Pero había más: por medio de los discípulos del hielo eterno, Hitler estaba persuadido de que había cerrado una alianza con el frío y de que las nieves de las llanuras rusas no entorpecerían su marcha. La Humanidad iba a entrar en el nuevo ciclo del fuego. Estaba entrando ya. El invierno cedería ante sus legiones portadoras de la llama.
Aunque el Führer prestaba una atención especial
al equipo material de sus tropas, sólo había hecho dar a los soldados de la
campaña de Rusia un suplemento irrisorio de prendas de vestir: una bufanda y un
par de guantes.
Y, en diciembre
de 1941, el termómetro descendió bruscamente a menos de cuarenta grados bajo
cero. Las previsiones eran falsas, las profecías no se cumplían; los
elementos se rebelaban; los astros, en su carrera, dejaban de trabajar para el
hombre justo. El hielo triunfaba sobre el fuego. Las armas automáticas se encallaron
al helarse el aceite. En los depósitos, la gasolina sintética se descomponía,
por la acción del frío, en dos elementos inutilizables. En la retaguardia, se
helaban las locomotoras. Bajo su capote y calzados con sus botas de uniforme,
morían los hombres. La más leve herida los condenaba a muerte. Millares de soldados,
al agacharse para hacer sus necesidades, se derrumbaban con el ano helado. Hitler se negó a creer este primer
desacuerdo entre la mística y la realidad. El general Guderian,
exponiéndose a la destitución y tal vez a la muerte, voló a Alemania para poner
al Führer al corriente de la situación y pedirle que diese la orden de
retirada.
—El frío —dijo Hitler— es cosa mía. ¡Atacad!
Y así fue como todo el Cuerpo de ejército blindado que había vencido a Polonia en dieciocho días y a Francia en un mes, los ejércitos de Guderian, de Reinhardt y de Hoeppner, la formidable legión de conquistadores a los que Hitler llamaba sus Inmortales, tronchada por el viento, quemada por el hielo, empezó a disolverse en el desierto del frío, para que la mística fuese más verdadera que la tierra.
Los restos de este Gran Ejército tuvieron por fin
que abandonar y dirigirse hacia el Sur. Cuando, durante la primavera siguiente,
las tropas iniciaron su ofensiva hacia el Cáucaso, se desarrolló una ceremonia singular. Tres alpinistas
de la SS escalaron la cumbre del Elbruz,
montaña sagrada de los arios, hogar de antiguas civilizaciones, cumbre mágica
de la secta de los «Amigos de Lucifer».
Y plantaron la bandera de la cruz gamada, bendecida según el rito de la Orden
Negra. La bendición de la bandera en la cima del Elbruz debía señalar el principio
de una nueva era. A partir de entonces, las estaciones obedecerían y el fuego
vencería al hielo por muchos milenios. El año pasado habían sufrido una grave
decepción, pero no era más que una prueba, la última, antes de la verdadera
victoria espiritual. Y, a despecho de las advertencias de los meteorólogos clásicos,
que anunciaban un invierno más temible que el pasado, a despecho de mil señales
amenazadoras, las tropas subieron hacia el Norte, en dirección a Stalingrado, para cortar Rusia en dos.
«Mientras
mi hija entonaba sus cánticos inflamados, allá arriba, junto al mástil
escarlata, los discípulos de la razón se mantuvieron apartados, con semblante
tenebroso...»
Pero los «discípulos de la razón», con «semblante
tenebroso» se salieron con la suya. Triunfaron los hombres materiales, los
hombres «sin fuego», con su valor, su ciencia «judeoliberal» y su técnica sin
prolongaciones religiosas; los hombres carentes de «sagrada desmesura»,
ayudados por el frío y por el hielo. Ellos hicieron fracasar el pacto. Ellos
burlaron a la magia. Después de
Stalingrado, Hitler deja de ser un profeta. Su religión se derrumba. Stalingrado no es sólo una derrota militar
y política. El equilibrio de las fuerzas espirituales se modifica, la rueda
gira. Los periódicos alemanes aparecen con recuadros negros y las descripciones
que dan del desastre son más terribles que los comunicados rusos. Se decreta el
luto nacional. Pero este luto rebasa la nación: «¡Daos cuenta! —escribe Goebbels—.
Es todo un pensamiento, es toda una concepción del Universo que ha sufrido
una derrota. Las fuerzas espirituales van a ser aplastadas, la hora del juicio
se acerca.»
Cartel alemán, la traducción quiere decir "es todo", sobre Stalingrado, presagiando el triunfo de los nazis. Se
imprimieron por miles pero nunca se publicaron tras la derrota del Sexto Ejército
Alemán
En Stalingrado, no es el comunismo que triunfa del fascismo, o mejor dicho, no es sólo esto. Mirándolo desde más lejos, es decir, desde el lugar adecuado para abarcar el sentido de tan amplios acontecimientos, es nuestra civilización humanista la que detiene el empuje formidable de otra civilización, luciferina, mágica, no hecha para el hombre, sino para «algo que es más que un hombre». No existen diferencias esenciales entre los móviles de los actos civilizadores de la URSS y de los Estados Unidos. La Europa de los siglos XVIII y XIX proporcionó el motor que sigue funcionando. No suena exactamente igual en Nueva York que en Moscú pero esto es todo. Había un solo mundo en guerra contra Alemania, no una coalición momentánea de enemigos fundamentales. Un solo mundo que cree en el progreso, en la justicia, en la igualdad y en el silencio. Un solo mundo que tiene la misma visión del Cosmos, la misma comprensión de las leyes universales y que asigna al hombre, en el Universo, el mismo lugar, ni demasiado grande, ni demasiado pequeño. Un solo mundo que cree en la razón y en la realidad de las cosas. Un solo mundo que tenía que desaparecer entero para dejar sitio a otro, del que Hitler se creía anunciador.
Es el hombrecillo del «mundo libre», el habitante de Moscú, de Boston, de Limoges o de Lieja, el hombrecillo positivo, racionalista, más moralista que religioso, desprovisto de sentido metafísico, poco aficionado a lo fantástico, el hombre a quien Zaratustra tenía por apariencia de hombre, por criatura de hombre; el hombrecillo salido del muslo de M. Homais, quien va a aniquilar al Gran Ejército destinado a abrir camino al superhombre, al hombre-dios, dueño de los elementos, de los climas y de las estrellas. Y, por un curioso disentir de la justicia—o de la injusticia—, es este hombrecillo de alma limitada quien, años más tarde, lanzaría un satélite al espacio, inaugurando la era interplanetaria. Stalingrado y el lanzamiento del Sputnik son, como dicen los rusos, las dos victorias decisivas, que celebraron conjuntamente en 1957, a raíz del aniversario de su revolución. Sus periódicos publicaron una fotografía de Goebbels: «Creía que íbamos a desaparecer. Pero teníamos que triunfar para crear el hombre interplanetario.»
La
resistencia desesperada, loca, catastrófica, de Hitler, en el momento en que,
evidentemente, todo estaba perdido, sólo se explica por la espera del diluvio
descrito por los horbigerianos. Si no se podía volver la situación por medios humanos,
quedaba la posibilidad de provocar el
juicio de los dioses. Vendría el diluvio, como un castigo, para la
Humanidad entera. La noche envolvería el Globo y todo se ahogaría entre
tempestades de agua y de granizo. Hitler, dice Speer, horrorizado, «trataba deliberadamente de que todo
pereciese con él. Ya no era más que un hombre para quien el fin de su propia
vida significaba el fin de todas las cosas». Goebbels, en sus últimos
editoriales, saluda con entusiasmo a los bombardeos enemigos que destruyen su
país: «Bajo las ruinas de nuestras
ciudades derrumbadas, quedan enterradas las realizaciones del estúpido siglo
XIX.» Hitler entroniza a la muerte: prescribe la destrucción total de
Alemania, hace ejecutar a los prisioneros, condena a su antiguo cirujano, hace
matar a su cuñado, pide la muerte para los soldados vencidos, y él mismo bajó a
la tumba. «Hitler y Goebbels —escribe
Trevor Roper— invitaron al pueblo alemán
a destruir sus ciudades y sus fábricas y el material rodado, y todo en favor de
una leyenda, en nombre de un ocaso de los dioses.» Hitler pide sangre,
envía sus últimas tropas al sacrificio: «Las
pérdidas no parecen jamás bastante elevadas», dice. No son los enemigos
de Alemania que ganan la partida; son las fuerzas universales que se ponen en
marcha para ahogar la Tierra y castigar a la Humanidad, porque la Humanidad ha
dejado que el hielo venciera al fuego, que las potencias de la muerte vencieran
a las potencias de la vida y la resurrección. El cielo se vengará. Sólo le
cabe ya, al moribundo, impetrar el gran diluvio. Hitler hace un sacrificio al agua: ordena que se inunde el Metro de
Berlín, donde perecen personas refugiadas en los subterráneos. Es un acto
de magia: su gesto provocará movimientos apocalípticos en el cielo y en la
Tierra. Goebbels publica un último
artículo antes de matar, en el bunker, a su mujer y a sus hijos y de matarse él
mismo. Titula su editorial de despedida: «Y,
a pesar de todo, será.» Dice que el
drama no se representa a escala de la Tierra, sino del Cosmos. «Nuestro final será el final de todo el
Universo.»
Elevaban su pensamiento delirante a los espacios infinitos, y murieron en un subterráneo.
Creían que preparaban el hombre-dios al que obedecerían los elementos. Creían en el ciclo del fuego. Tenían que vencer al hielo, así en el cielo como en la Tierra, y sus soldados se morían al bajarse los calzones.
Alimentaban una visión fantástica de la evolución de las especies y esperaban formidables mutaciones.
Y las últimas noticias del mundo exterior les
fueron dadas por el jefe de los guardias del Zoo de Berlín, que, encaramado en
un árbol, telefoneaba al bunker.
Poderosos, orgullosos y fieros, profetizaban:
La gran
edad del mundo renace.
Volverán
los años de oro;
La,
tierra, como una serpiente,
Muda sus
vestiduras gastadas del invierno.
Pero sin duda hay una profecía más profunda que condena a los propios profetas y los condena a una muerte más que trágica: caricaturesca. En el fondo de su cueva, escuchando el creciente ronquido de los tanques, acababan su vida ardiente y malvada, entre las rebeldías, los dolores y las súplicas con que termina la visión de Shelley intitulada Helias:
¡Oh! ¡Deteneos! ¿Deben volver el odio y la
muerte? ¡Deteneos! ¿Tienen los hombres que matar y morir? ¡Deteneos! ¡No
apuréis hasta las heces La copa de una amarga profecía! El mundo está cansado
del pasado. ¡Oh! ¡Que muera o que repose al fin!
Continuaremos……
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