Viene de la Parte I
El advenimiento de los "técnicos"
Antonio Frescaroli
La dignidad había sido arañada, humillada, ofendida, herida mil veces. En la cámara de gas, lo que entraba de la dignidad eran los últimos jirones que los condenados conservaban unidos a sus pobres harapos de carne antes de ir a entregar el alma a Dios. En el libro Treblinka, aterrador documento-investigación de los campos de exterminio, el autor cuenta cómo se hacia la selección de los hombres que debían sobrevivir unas semanas, quizás unos meses, para ser dedicados a los trabajos de recuperación y transporte de los cadáveres: una obra de arte de tortura física y psicológica. Estos infelices "aspirantes" a unos días más de vida tenían que superar cuatro pruebas, que bien se podrían llamar tests de supervivencia. Revivamos estas aterradoras secuencias.
Estación de Treblinka.
Llega un tren -el tren de la muerte-.
Primera selección -brutal y sumaria- por parte de los sargentos de las SS: mujeres, viejos, niños y enfermos por una parte. Es la columna de la muerte. Irá directamente a la "cámara" para morir en seguida. Todos los hombres útiles por la otra. Las dos columnas entran en el campo. Para la primera no hay problemas. El largo calvario de torturas de todo tipo irá a concluir bajo las macabras chimeneas.
A la segunda le espera la "prueba psicotécnica". el que quiera vivir todavía un poco debe someterse a ella. De una columna de mil, dos mil o tres mil hombres (esto dependía del número que había llegado), se trataba de elegir doscientos "trabajadores", ni uno más. Primera prueba, primer test, y por tanto primera selección. "Los que ejerzan profesiones artesanas que den un paso adelante". No todos, pero una gran parte de un paso adelante: es un paso que puede valer la vida. Pocos permanecen inmóviles en su puesto. los "muertos vivos"; que no les importa ya ni la vida ni la muerte, se han hecho indiferentes a los sobresaltos de la esperanza y a los terribles vacíos de la angustia. Para éstos, no hay necesidad de decirlo, es el final. Media hora después entrarán en la cámara de gas.
Para los retorcidos especialistas de las SS, los que han dado un paso adelante han demostrado una cosa, la voluntad de vivir. Hay que elegir entre éstos, porque, obviamente, no es suficiente probar que se quiere vivir, hay que demostrar también que sabe vivir. Lo que se requería en el segundo test era, pues, un cierto sentido de picardía.
"Los que sepan hablar alemán que den un paso adelante". Los ingenuos se movían, los astutos permanecían donde estaban, no muerden el anzuelo. La pregunta es equivocada: todos los judíos pueden pretender efectivamente que conocen el alemán a través de la lengua yiddish, que tiene muchos puntos de contacto con la lengua de Goethe. Pero la lengua yiddish no es el alemán; no había que mentir.
Había, por el contrario, que intuir, comprender al vuelo el engaño. Así está claro que para aquellos que habían dado el paso fatal no había nada que hacer. Su suerte estaba decidida. Pero la suerte no ha sido decidida aún para los listos, porque han sabido decir no, y han permanecido en su lugar.
Tercer test de selección. La columna ha sido pavorosamente reducida. Los "candidatos" a la vida son sin embargo demasiados aún; como hemos dicho, solo se necesitan doscientos. Después de haber demostrado saber vivir, hay que hacer ver a los "examinadores" que, para vivir, se poseen también medios físicos.
"Judíos", les dice el oficial de la voz estridente, "ahora les van a pegar, os golpearán hasta verter sangre. Atended bien; los que caigan serán eliminados en el mismo lugar, los otros sobrevivirán. Si alguno de vosotros quiere renunciar a la prueba, es libre de hacerlo".
Salir de la fila, renunciar a la prueba, significa, estaba claro, la cámara de gas en aquel mismo día. Nadie se mueve. Se inicia este tercer "test" de resistencia física al dolor y a los golpes de todo género. Todo se concluye en el espacio de diez minutos. Quien cae al suelo ha expirado ya por su cuenta. la guardia ucraniana no tiene necesidad de terminar con ninguno. Pero un cierto número permanece en pie. Estamos cerca de los doscientos requeridos.
Cuarta y última prueba -la más aniquiladora-. Los supervivientes son divididos en dos grupos: el primero tiene que transportar los cadáveres de la cámara de gas a las fosas; el segundo debe ocuparse de la operación de revisar los cadáveres. Es una prueba práctica: éste será el trabajo a que serán dedicados los que salgan victoriosos. Olvidábamos un detalle: todo debía hacerse corriendo, sin parar, hasta entrada la noche. Cámaras y hornos funcionaban a pleno ritmo. Dispuestos. Vamos.
La feroz guardia se colocaba a los lados de los "examinados": no dejan respirar, como si condujeran ganado, están prontos a golpear a cuantos dan signos de cansancio. Golpear quiere decir "señalar", igual que a las bestias; y los "señalados", los "marcados" en la cara o en los brazos serán después reunidos y enviados a la cámara de gas. Los otros... los otros serán los doscientos requeridos. Pero son doscientos cuerpos que han perdido ya el alma, y con el alma, los últimos restos de la dignidad humana.
"Teníamos un solo camino para escapar de nuestros verdugos", dijo un día un viejo judío que, en un campo de la muerte, esperaba desde hacía tiempo su fin: "quitarnos nosotros mismos la vida". "¿Para qué sirve?" le respondieron: "La muerte es fatalmente igual a sí misma, venga de un trozo de cuerda que nos pongamos nosotros mismo al cuello, o de una bala de plomo que nos introduzcan en el cerebro". "Sí, la muerte es siempre la muerte", agregó el viejo, "pero la nuestra, la que nosotros elegimos, salva al menos nuestra dignidad".
Así, siguiendo esta lógica desesperada, comenzaron los suicidios. Para los "técnicos" de la eliminación organizada, esto constituía un escándalo. "La muerte por suicidio es una muerte polémica", sentenció el jefe de los "técnicos"; "y la polémica, señores, no hace falta recordarles que está contra nosotros".
Había que hacer desaparecer, destruir en los prisioneros estos arrebatos polémicos, que eran en el fondo auténticos desafíos contra los amos. ¿Cómo? La indicación provino de un oficial, un licenciado en filosofía que se había interesado durante bastante tiempo por la psiquiatría antes de descubrir su vocación de torturador en las SS. "Hay que actuar en los centros nerviosos del alma", dijo, "debilitando la voluntad del recluso". Hacer de un hombre un cadáver biológicamente viviente.
Nace la técnica del terrorismo psicológico a través de la tortura de la duda y de los quebraderos de cabeza.
La verdad es que esta forma de tortura psicológica había sido ya experimentada con éxito...
Los "psicólogos" de Vilna
No es que antes de la llegada de los alemanes los judíos tuvieran una vida fácil en los países de la Europa centro-oriental. Amontonados en comunidad, en el ghetto, vivían rodeados de la hostilidad general de los blancos "arios".
Arios y judíos tenían un punto de encuentro en la trágica cita de los pogroms. Los pogroms eran explosiones de cólera "aria" en relación con los intrusos "semitas". Solían durar varios días. Luego, la carga de odio se agotaba, y todo volvía a estar como antes. La conclusión era siempre la misma: los cuerpos de varias decenas de judíos que yacían sin vida sobre el pavimento.
Cuando en la primavera de 1941, llegaron los alemanes las cosas parecieron cambiar. A diferencia de los polacos, de los checos, de los lituanos, de los estonios, de los ucranianos, los alemanes no odiaban a los judíos. Para los funcionarios de la Gestapo los pogroms eran unas manifestaciones infantiles y pasionales. Había que desembarazarse de los judíos sin odio, solo con técnica.
Comenzaron instituyendo cursos especiales para pogromistas, lo que equivale a decir: ¿cómo matar en frío, científicamente? Muy sencillo: arrojando las almas de aquellos desgraciados en la tortura de la duda. El 15 de julio tuvo lugar el primer pogrom con técnica. Las SS entraron en el ghetto, incendiaron la sinagoga, reunieron a un cierto número de judíos, elegidos según un cierto criterio, y les hicieron bailar durante horas hasta que estuvieron agotados. Luego se los llevaron: destino ignorado.
Los que quedaron comenzaron a ser devorados por la duda. ¿Por qué han sido elegidos ésos y no otros? ¿Dónde los habrán llevado? ¿Qué hay que hacer para no ser elegido? Los supervivientes lanzaron un suspiro. "Todo parece haber terminado", dijeron, "volvamos a nuestra vida". Retornaron a sus ocupaciones habituales.
Pero el 17 de julio, de pronto e inesperadamente, otro pogrom técnico. "¿Cómo es posible?", pensaron los optimistas: "¿Tal vez hemos cometido alguna infracción a las prohibiciones? ¿Quizá hemos hecho algo que no debíamos hacer?" "¿Pero el qué?" Esta era la duda. "¿Qué es lo que debemos hacer o qué es lo que no debemos hacer para sobrevivir?".
Para los funcionarios de la "muerte técnica", se trataba de vaciar psicológicamente a los condenados, de hacer de ellos cadáveres ambulantes, indiferentes a la revuelta y a la muerte. En ese momento comenzaron los quebraderos de cabeza obsesivos. Se sabe que gran parte de los judíos del ghetto trabajaba en empresas alemanas. A los trabajadores se les entregaron certificados de empleo, que servían de salvoconducto. Y surgió la idea genial. Se instituyeron dos tipos de certificados: unos con foto y otros sin ella. A los interesados les tocaba decidir.
Era un rompecabezas que robaba la paz y perturbaba las noches y los días. ¿Es mejor un certificado con foto o sin ella? Discusiones interminables dentro del ghetto. Luego, un buen día, la solución: redada de todos los judíos desprovistos de foto, formados en columna y enviados a destino ignorado. Entonces apareció claro que la garantía estaba solamente en el certificado con foto. Y todos a proveerse de ella.
Entonces, los mandos alemanes deciden suprimir todos los certificados con foto y sustituirlos por otros de color blanco provistos del sello de la oficina de trabajo de Ponar. Hay que detenerse un instante sobre este trágico nombre. Ponar -todos los judíos lo sabían- quería decir la muerte. Muchos de ellos habían sido enviados a Ponar: ninguno había vuelto jamás. Ponar era el tiro en la nuca.
Pocos, como puede comprenderse, se pusieron al día con la sustitución; pocos adquirieron el certificado blanco de Ponar, porque pocos querían apostar con la muerte. Esos pocos se salvaron. Unos días después, una redada arrambló todos los obreros que carecían del certificado blanco. ¿Y los demás?
Los que milagrosamente habían escapado a la deportación al campo de la muerte, a Ponar, se apresuraron a proporcionarse el certificado. Entonces, los certificados blancos fueron divididos en dos categorías: los que tenían la mención "obrero calificado", y los que no tenían ninguna mención. ¿Qué significaba esta otra subdivisión? ¿Qué nueva trampa escondía? Los infelices se reunían durante la noche en las bodegas para discutir la cosa. ¿Qué hacemos? Los más maliciosos razonaban más o menos así: "No hay duda de que se trata de otra trampa. Los alemanes esperan que todos se proporcionen el certificado con mención, porque creen que los judíos somos muy astutos y que con esta historia del obrero calificado esperan escapar de la redada. Tengamos cuidado, amigos".
Otros, en cambio, más ingenuos, razonaban de este otro modo: "Los alemanes tienen necesidad de obreros especializados. Matarán a todos, pero se verán obligados a dejar con vida a los que ellos consideran indispensables". ¿Quién tenía razón? La respuesta que dieron los mandos alemanes fue diabólica. "Desde el momento en que muchos, aun siendo obreros calificados, no se habían hecho registrar por sus empresarios, mientras otros, que no lo eran, se habían hecho registrar con el fin de evitar la deportación, el mando alemán hace saber que la mala fe de los judíos lo ha irritado, y que, en consecuencia, a partir de hoy, todos los certificados son abolidos". Una redada tuvo lugar en el ghetto. Centenares y centenares de personas fueron detenidas y enviadas a morir a Ponar. La población del ghetto estaba ya diezmada.
Continuaron los tremendos quebraderos de cabeza. Se volvió a comenzar con los certificados, primero con los colores: rojo y verde; amarillo y negro; luego con las series: inferiores o superiores a 10.000. Antes de ser enviados a morir a la cámara de gas, los judíos debían ser crucificados y martirizados hasta el fondo. Pero en frío, sin la cólera de los pogrom. Antes de la llegada de los alemanes, continuaban siendo martirizados, los judíos habían sido torturados con odio, sin método. Ahora, con la llegada de los alemanes, continuaban siendo martirizados, pero sin odio y con método.
Las víctimas no eran enfrentadas con hombres. Las víctimas estaban frente a máquinas. Una cosa había de común entre las víctimas y los opresores: ambos eran prisioneros de la máquina. Un botón había sido apretado en Berlín, y todo estaba ya decidido, por los ejecutores y para los condenados. La única diferencia radicaba en que los verdugos tenían el deber de dar muerte y las víctimas tenían el deber de recibirla.
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Fuente:
"Historia de la Tortura a través de los siglos". Antonio Frescaroli, editorial De Vecchi S.A., Barcelona,1972