Nota de introducción por el editor del blog
El siguiente ensayo es una transcripción del imprescindible libro "Historia de la Tortura a través de los siglos", de Antonio Frescaroli, Editorial De Vecchi S.A., Barcelona, 1972 (la obra se puede encontrar en búsqueda de libros de segunda mano en la web). Se ha tomado el capítulo final del libro, que titula " El advenimiento de los `técnicos´ ", para explicar la metodología de la tortura psicológica en el conflicto que sumió a Europa en una era de oscurantismo y horror.
Por supuesto, es imposible abordar esta etapa histórica de forma completa, de allí la exigencia de recurrir al estudio de Frescaroli y la imperiosa necesidad de segmentarla en varias entradas (para comodidad en la lectura y comprensión de la temática). Del mencionado libro se toma únicamente la descripción de la mentalidad "técnica" de los funcionarios nazis y la aplicación del "arma" psicológica para destrozar la moral y la condición humana de la víctima, obviado entrar en detalles descriptivos de los tormentos.
Muchos "críticos" protestarán que nos cegamos solo con la versión de los ganadores de la contienda. Pero, ¿existe otro acto de maldad planificada expresamente que rivalice con los crímenes del nazismo? Hace algunos años explicaba que el pretender justificar el genocidio perpetrado por los nazis porque los aliados cometieron crímenes de guerra es, no solo falta de decencia, constituye un insulto al sentido común, no puede equipararse ni por el número de víctimas, bajo ningún concepto subjetivo ni legal. La explicación es lógica, explicaba:
El programa nazi de exterminio es resultado de una trama intencional, premeditada y planificada durante la guerra, y ejecutada a conciencia por la jefatura del gobierno nazi, conociendo el propósito y las consecuencias de esos actos y, finalmente, pretendiendo ocultar los hechos a la opinión pública alemana y mundial.
Esa intencionalidad dolosa no es susceptible de comparación con las acciones militares que terminaron en diferentes episodios de excesos y abusos, sin eufemismos, en crímenes de guerra de los aliados, los “crímenes de los buenos” como dice en sus libros Joaquín Bochaca para intentar “equilibrar” la balanza con las atrocidades nazis.
Debió ser causa de risa para los europeos que vivieron la barbarie que charlatanes extremistas españoles y latinoamericanos pretendan reescribir la historia de Europa. El neo-nazismo intenta, en idioma castellano, "enseñar" la "verdadera" historia, es decir, la versión nazi de la segunda guerra mundial.
Aún hoy se burlan de las víctimas, cuando jamás en su vida han investigado o visto un documento original en uno de los idiomas de quienes participaron en el conflicto. Hasta uno que otro mozuelo adicto a la propaganda nazi de internet exige que le proporcionen "sólo un nombre, uno sólo, de un judío muerto en un campo de concentración"... ¿Se puede entablar un diálogo con fanáticos de esas dimensiones de ignorancia y altanería?
Ahora, ¿quién será el primero en lanzar la piedra?
Una necesaria nota aclaratoria más.
Frescaroli en su libro utiliza constantemente el término "hebreo(s)" para referirse a aquellas personas encuadradas en la problemática judía en Europa. Pensamos que su uso no es el correcto, por esa razón hemos cambiado "hebreo" por "judío". Esta confusión viene dándose a través de los siglos, solemos confundir el significado de tres apelativos vinculados: hebreos, israelitas y judíos. Un detalle importante a tener en cuenta es que cada término se relaciona con una etapa histórica. (Resumimos esta explicación de una fuente: "Enlace Judío")
Los hebreos fueron un grupo heterogéneo que se extendió por todo el Medio Oriente, desde las zonas occidentales del actual Irán hasta Egipto, y su presencia en la zona está documentada desde el siglo XXIII AC hasta el siglo XIII DC. La Biblia no entra en detalles sobre lo que fueron los hebreos, menciona que Abraham fue uno de ellos, pero sin ofrecer datos suficientes para saber qué tipo de sociedad fueron. Sin embargo, la arqueología se ha encargado de proporcionar una gran cantidad de datos que permiten reconstruir sus características principales. La etapa de los hebreos dio paso a la de Israel.
¿Cuál es la diferencia, entonces, entre hebreos e israelitas? Los hebreos fueron un grupo enorme distribuido en muchos reinos que, entre los siglos XVI y X AC se vieron obligados a adaptarse a las nuevas realidades o desaparecer. La mayoría despareció, pero el grupo hebreo establecido en Canaán pudo dar el paso necesario para convertirse en un reino formal llamado Israel. Podríamos decir que los israelitas son la continuidad directa de los hebreos; desde otro punto de vista, Israel fue la nación de origen hebreo que logró consolidarse y sobrevivir a los cambios sociales y políticos provocados por el colapso hitita y egipcio, y la invasión de los Pueblos del Mar.
Por ello, cuando los babilonios conquistaron el reino de Judá, la identidad israelita ya estaba prácticamente consolidada. Los persas –amos y señores de la zona desde el año 539 AC– permitieron la reconstrucción del antiguo reino israelita del sur, que a partir de ese momento pasó a ser llamado Judea. Por ello, sus habitantes comenzaron a ser llamados “judíos”.
Y aquí hay que aclarar: “judío” no significa “de la tribu de Judá”. El término hebreo para referirse a un integrante de esa tribu específica es Ben Yehudá (benei Yehudá, en plural), y “judío” se dice yehudí. La I al final evidencia que se trata de un toponímico (un apelativo derivado de un lugar), no un patronímico (apelativo derivado del nombre de una persona). Por lo tanto, “judío” significa “originario de Judea”.
¿Cuál es la diferencia entre israelita y judío? La época. “Israelita” es el modo de llamar a un pueblo entre los siglos X y VI AC, y “judío” es el modo de llamarle a ese mismo pueblo a partir del siglo VI AC y hasta la fecha.
Entremos a repasar el libro de Frescaroli.
Introducción:
Sobre la Tortura
Entre 1945 y 1948, la Europa "liberada" hizo justicia. Centenares de torturadores, de sádicos y especialistas del suplicio fueron buscados, reunidos, llevados con su vergüenza ante un tribunal y enviados después ante un pelotón de ejecución. Aquella fue la época de la gran hecatombe de los torturadores. Era el final de los verdugos.
Pero no era el final de la tortura. Estaba escrito que esta "diosa del espasmo" tenía que sobrevivir a sus siniestros sacerdotes. En las últimas décadas de historia hemos visto aflorar, en todos los paralelos, la antigua manía de hacer gritar al prójimo por sistemas diversos. La tortura, ella de nuevo, siempre ella y siempre igual a sí misma: en su ferocidad como en su refinamiento, sobre todo, en su tremendo absurdo.
Todo puede ser confiado a la historia de mañana o de pasado mañana, menos esas explosiones de bestialidad colectiva que ofenden la dignidad humana de los contendientes. La historia de la colonización tiene sus páginas escalofriantes. Pero también la descolonización tiene las suyas, y son páginas que hacen helar la sangre. Auténticos genocidios han tenido lugar en estos últimos años en el más crucificado de los continentes, en África.
Salvaje o refinada, colérica o fría, rudimentaria o técnica, individual o de masa, la tortura vive, continúa viviendo. Aparecida con el hombre, parece destinada a desaparecer con el hombre. Mientras exista un hombre todavía sensible al dolor, la tortura tendrá una razón para no abdicar. No hay duda de que cuanto el hombre anestesia más sus partes y se hace insensible al dolor, más refinada tiende a ser la tortura.
Todos somos iguales ante la muerte, pero no todos somos iguales ante el dolor. La apatía tradicional de los asiáticos y de los orientales en general ante el sufrimiento físico y su consiguiente resistencia al dolor, explican en cierto sentido, el carácter de la tortura asiática, la cual, para hacerse sentir, debe ser necesariamente refinada. El antiguo verdugo chino debía ser más que un asalariado. Debía ser, en su género, un verdadero artista. Lo hemos visto en el "Jardín de los Suplicios".
Los cosacos heridos durante la campaña de Napoleón no necesitaban anestesia para ser operados. Sufrían de pie el apuntamiento de los brazos, sin lanzar un gemido, sin dar una muestra de debilidad. La sensibilidad física varía, pues, de país a país. Y, como puede comprenderse, variando la sensibilidad, variará la tortura. No solo eso: la sensibilidad varía también con los siglos. La sensibilidad física de los hombres de hoy no es igual que la de los hombres de ayer.
Hoy, especialmente en nuestro mundo civilizado, el hombre siente más el dolor porque ha perdido la costumbre de soportarlo. La humilde aspirina ha determinado, en el curso del último siglo, una profunda transformación en nuestro sistema nervioso. Es cierto que estamos más protegidos contra el dolor. pero hemos quedado más expuestos, completamente indefensos, a las manos del verdugo, el cual -no lo olvidemos- está siempre en acecho dispuesto a sacar los instrumentos de su siniestro oficio.
Desde 1945 Europa espera su Valle de los Caídos. La matanza ha sido grande, única en la historia por las proporciones y por la técnica con que fue llevada a cabo. Inmenso debería ser por tanto el Valle que habría de recordarla a quienes vivimos todavía y quedar como memoria para los que nos sucedan.
Se dirá que ese colosal panteón existe ya en el corazón de cada europeo. Se dirá además que una obra de esta clase sería imposible de construir. ¿Cómo recuperar los restos de millones de seres humanos hechos desaparecer del número de vivos? ¿A quién pedir las cenizas? Habría que dirigirse a esos ríos del Norte, de aguas melancólicas e impetuosas.
El advenimiento de los "técnicos"
La hora de los "químicos"
Entre 1941 y 1945, millones de judíos y otros prisioneros fueron introducidos y amontonados en grandes y lúgubres cámaras. Allí esperaban unos minutos. En la cámara de gas morían miles. Sus cuerpos fueron quemados y sus cenizas arrojadas al río. La idea del exterminio "automático" de masas por medio de gas tiene al mismo tiempo algo de trágico y paradójico.
Se sabe que este tipo de muerte se estableció, al menos en la intención de los políticos que la idearon y de los técnicos que la realizaron, con el fin de hacer pasar al interesado al más allá sin que tuviera que atravesar por la inútil antecámara de tortura. Por eso la muerte del gas nació con el nombre de "muerte piadosa". Era necesario que los dos protagonistas, el que daba la muerte y el que la recibía, no sufrieran demasiado.
El problema de la eliminación física de millares de personas apareció con todas sus complicaciones el día que los nazis se encontraron entre las manos millones de judíos para "despachar". ¿Cómo hacerlo? Los técnicos de la Gestapo abrieron los libros de historia y examinaron las grandes matanzas que habían sido registrados. Comenzaron por la historia antigua. Los asirio-babilonios, los medos, los persas, los romanos habían sido formidables carniceros, pero sus métodos resultaban ahora rudimentarios, indignos de unos tiempos que, después de todo, eran los de la ciencia.
Pasaron al examen de la historia más reciente: el exterminio de los indios por mano de los europeos y el exterminio de los indios por manos de los norteamericanos. No decían nada: unos y otros se habían quedado en la horca y en el fusilamiento.
Detuvieron al fin su atención sobre los grandes castigos escogidos por la cólera revolucionaria: pero tampoco aquí hallaron nada de extraordinario. Los chinos con sus decapitaciones y los rusos con sus fusilamientos, podían considerarse todavía en estado artesano. Lo que había que hacer, lo que se quería imponer, era un aire industrial al "negocio", un ritmo en cadena, anónimo, mecánico. No era fácil, porque entre otras cosas, no faltaban los partidarios de los sistemas tradicionales, para quienes la muerte por medio del plomo de un arma de fuego seguía siendo el único modelo a que atenerse.
Los tradicionalistas se dividían en dos "escuelas": los "clásicos" y los "modernos". Los "clásicos" se pronunciaban por el pelotón de ejecución reglamentario, a diez o doce pasos de la víctima, un oficial en cabeza, golpe de gracia al final. Los "modernos" estaban de parte del disparo en la nuca. Era una solución práctica, decían, y adecuada a los tiempos. "Mirad a los rusos".
Fue descartada la primera forma -el fusilamiento reglamentario- porque exigía un gasto de fuerzas y de tiempo incompatible con el estado de guerra, la penuria de hombres y la economía de las municiones. Y fue descartada también la segunda solución -la del "disparo en la nuca"-, porque además de los muchos inconvenientes de orden práctico ("¿cómo podrían eliminarse millones de judíos de uno en uno?"), se presentaba otro que podríamos llamar psicológico. Cada disparo en la nuca representaba a todos los efectos una operación, y cada operación de ese género escondía para el ejecutor la insidia de una neurosis; "tanto da entonces servirse del pelotón de ejecución", concluyeron. No estaban equivocados.
En la ejecución de una sentencia por medio del pelotón, el acto de matar está despersonalizado. Los hombres disparan, matan entre todos, ninguno puede decir que ha disparado el tiro decisivo: uno siempre se puede salvar, ante la propia conciencia, por las escapatorias de la duda. Y luego: en una ejecución encuadrada todo llega por órdenes, la víctima está allí, en la soledad de su terror, no es siquiera un hombre, es la silueta de un hombre.
Pero en el tiro en la nuca, no. Aquí el acto está personalizado al máximo. El que mata está obligado a ver a su víctima, a mirarla a los ojos y a asistir a su drama. Se puede decir: "Mata, hermano, mata sin piedad, porque aquel a quien das muerte ni es tu semejante; porque aquel a quien matas es un gusano, una víbora".
Se puede preparar la psicología del asesino; la muerte de los demás no se deja mirar sin dejar huella en los pliegues del alma.
Había, pues, que encontrar una solución nueva que resolviese el problema de una muerte "nueva", técnica, anónima y ¿por qué no? económica. No se olvide que el Reich estaba empeñado en una guerra "planetaria", solo contra todo el mundo; nadie podía prever cómo iba a terminar. Existía además el problema de las municiones. Se decidió servirse de los viejos y tradicionales sistemas (ahorcar, fusilar, etc.) para las operaciones de administración ordinaria. Para la "solución del problema judío" los técnicos se pusieron a trabajar.
El mérito de la investigación corresponde, como es sabido, a un oscuro investigador de las SS, un tal Becker. Basta un camión, en el que por medio de un ligero "acondicionamiento" se hacen penetrar los gases quemados del tubo de escape a la caja del furgón. Una cámara de gas, y todo está dicho. Se realizaron los primeros intentos, en los que hubo escenas desgarradoras. Se tomaron unos camiones adecuadamente preparados.
El conductor tenía una misión muy concreta: mantener una cierta proporción en la marcha; los gases quemados habían de penetrar en el furgón lentamente, de modo que los "pasajeros" no se dieran cuenta y pudieran así morir "dulcemente".
Porque esto de la muerte "dulce", de la muerte "agradable", de la muerte "piadosa" era la idea fija de Himmler. !Nada de muerte "dulce", nada de muerte "piadosa"! En la realidad, las cosas eran de modo muy distinto.
El conductor era invenciblemente inducido a apretar el pedal del acelerador. Los gases hacían irrupción en el furgón, los condenados lo notaban inmediatamente, e inmediatamente comprendían; y era la tragedia, la muerte convulsa, horrible, escalofriante de quien siente que se ahoga y conserva clara la noción de lo que está ocurriendo.
Los camiones de la muerte probaron y volvieron a probar sus trágicos recorridos. No había nada que hacer. Finalmente, la idea genial apareció, se diría que casi sola. Era muy sencillo: en lugar de ser el camión el que iba a los judíos, eran los judíos quienes debían ir al camión. En otras palabras: ¿por qué no crear cámaras fijas? La cámara de gas había nacido. Los investigadores se pusieron en contacto con las autoridades de Berlín, que fueron informados de los nuevos planes. Berlín respondió: "!Adelante!".
Se procedió con una ejecución en masa. Perfecto. Pero quedaba por resolver un problema: el de los cadáveres. ¿Cómo deshacerse de los cuerpos? Nuevas discusiones. ¿Enterrarlos? Demasiado complicado: cien, doscientos, mil, está bien. ¿Pero millones? Junto a la idea de la cámara de gas, nace, como inevitable complemento, la del horno crematorio. No deben quedar huellas. "Comprendan", dijo un técnico, "que las generaciones que nos sigan podrían interpretarnos mal y juzgarnos".
Las generaciones no han interpretado mal. Han comprendido y juzgado.
Sobre la inconmensurable tragedia de las interminables columnas de judíos llevadas a las cámaras de gas de los campos de concentración existe toda una literatura, Las primeras ejecuciones fueron desgarradoras, porque además eran imperfectas desde el punto de vista técnico. Las últimas... las últimas fueron monstruosas. ¿Cómo murieron millones de judíos? Nadie lo sabe, porque ninguno ha vuelto de las cámaras de gas para contarnos aquellos terribles instantes.
Tratemos de imaginar a seiscientas, setecientas o mil personas en una estancia. Se les dice: "Desnudaos que os vais a duchar". Se desnudan. Y esperan. Luego, la tragedia. Una tragedia que dura diez, veinte minutos. Cuando todo ha terminado y los kommandos entran para remover los cuerpos, el espectáculo es para helar la sangre. Muchos han muerto de pie, pues no se les ha concedido el mínimo espacio para caer. Se reconocen los grupos familiares: a racimos, desesperadamente agarrados unos a otros. ¿Qué se dirían antes de morir?. Los niños yacen casi siempre en el suelo, pisoteados: son las víctimas de esta agonía colectiva. Los cadáveres son azulados, están húmedos de sudor y orina, las piernas llenas de excremento y de sangre. En los últimos espasmos, se han arañado... en la carne y en la dignidad.
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Fuente:
"Historia de la Tortura a través de los siglos". Antonio Frescaroli, editorial De Vecchi S.A., Barcelona,1972